Tagarninas

Tagarninas

El humilde vegetal que tienen ante ustedes fue inscrito al nacer en el Registro Civil de las plantas como «Scolymus Hispanicus», aunque quienes lo conocen le llaman, simplemente, tagarnina.

Hoy, gracias a la cortesía y grandeza de corazón de Francisco Javier Olivero Angulo, tengo encima de mi mesa de despacho bastimento de tagarninas suficiente para prepararme un potajico que, de aquí a poco, voy a empezar a perpetrar.

Gracias compañero, no sólo sacias mi hambre sino que alimentas mi espíritu y aumentas mi conocimiento del país en que vivo.

Debo confesar que lo primero que conocí de las tagarninas fue su nombre y lo escuché en una canción de Carlos Cano («Las Murgas de Emilio el Moro») que costaron a su autor el ostracismo porque, entre otras cosas, mencionaban a la OTAN y a Felipe y el sentido del humor de este último en aquellos años al parecer era nulo.

«Espárragos, caracoles,
tagarninas de la sierra,
a manojitos los niños
venden por las carreteras…»

Esta canción me acompañó siempre: la usé como sintonía de mi programa durante unos años que hice radio, me la ponía en el coche para ubicarme espiritualmente antes de dar cualquier mitin o simplemente la escuchaba para disfrutar de su compás carnavalesco-gaditano y recordar que yo también vi actuar en directo a Don Emilio Jiménez (aka «Emilio el Moro»).

Hoy, gracias a Francisco Javier Olivero Angulo, no solo voy a calmar las hambres del cuerpo sino también las del alma y a darle un poco de tirititrán al intestino delgado.

«Alegría…
Alegría la traigo a espuertas
viene de Cai (qué calor)
Alegría…
Alegría tienen las jambres
de Andalucía:
Frigoríficos volando
la reconversión naval
¡Guardias no tiréis pelotas
que pa pelotas Puerto Real!»

Y ahora voy a ver como asesino, culinariamente hablando, estas tagarninas que, al lado de unos garbanzos carthagineses, creo yo que estarán de lujo.

Menú del día

Menú del día

Fue Manuel Fraga, ministro de información y turismo quien, en julio de 1964, estableció que…

todo «establecimiento, cualquiera que sea su categoría, de los que facilitan al público comidas y bebidas deberá confeccionar un «menú turístico» (…) que se compondrá como mínimo de:

—Entremeses, o sopa, o crema.

—Un plato con guarnición, que el cliente elegirá de un repertorio compuesto, cuando menos, por tres variedades, a base de huevos, pescado o carne, respectivamente.

—Un postre a base de fruta, dulce o queso.

Se incluirá también un cuarto de litro de vino del país, o sangría, o cerveza u otra bebida y pan».

Esta disposición legal, aunque ya no esté vigente, se sigue cumpliendo escrupulosamente por las casas de comidas más dignas de confianza. No crean ustedes a cocineros como un tal Ferrán que, víctima de delirios Adriáticos, afirmó que el ibérico «Menú del Día» tenía sus días contados; no le crean: desde que el hombre hizo la mili en Cartagena y aprendió a cocinar la fama le ha nublado las entendederas y ha hecho que el pobre no dé pie con bola.

Hoy he trabajado de firme. A las 9 estaba en el juzgado esperando a una detenida y a conciliar los recuelos de guardia con tres juicios señalados para hoy. Conforme a la costumbre española el juicio de las 11 se ha celebrado a 12:30, el de las 13:00 a 13:45 y el de las 10 no sé exactamente cuándo pues he perdido la noción del tiempo. Es por eso que a las 14:15, cuando he salido del juzgado, me he determinado a comer como los hombres y me he puesto a buscar una casa de comidas que tuviese en la puerta una pizarra anunciando el iribarnesco menú del día.

Debo decir que una buena casa de comidas debe tener el menú del día escrito artísticamente en una pizarra donde, con palabras claras y siginificantes, se anuncien «albóndigas», «armóndigas» o hasta «halbóndigas» (que de esta y muchas más formas las he visto anunciadas) y, a ser posible, ilustrada con dibujos alusivos al condumio. En esto un cartagenero, Pablo Braquehais Desmont, es desde las Asturias de España, el mejor confeccionador de pizarras de bar, siendo cada una de las que pinta una efímera obra de arte.

Yo hoy quería comer con cuchara (esa herramienta injustamente olvidada por los restaurantes de lujo con la que comen las personas honradas) y, en cuanto he visto que esta casa anunciaba potaje, he entrado.

Ahora que llevo medio plato consumido empiezo a estar en paz con el creador; en cuanto duerma la siesta estaré listo para continuar con eso que llaman vida.

Acaparando

Acaparando

Me ocurre en estos días de confinamiento lo mismo que me pasaba en esos años en que yo recorría con reiteración el Camino de Santiago: que las horas de desayunar, comer y cenar, cobran especial relevancia. Ahora comer no es esa necesaria interrupción que se hace en el trabajo; ahora comer se revela como el momento central. Trabajamos para ganarnos el pan, no al revés. El caso es que hoy me ha pillado un tanto desabastecido, porque, aunque contaba con garbanzos para aviarme un potaje no me quedaba vino y pareciera que un potaje sin vino es menos potaje.

El problema es que los comercios de mi barrio son, mayoritariamente, musulmanes y eso, aunque tiene cosas buenas (¡Qué dulces, por las barbas del profeta!) tiene también sus cosas malas porque, si bebes o fumas, ya puedes irte de compras a otro barrio.

Afortunadamente, en la Calle del Parque, queda uno de esos comercios que llaman «tradicionales» donde aún venden vino a granel y me he alargado hasta allá a gobernarme algo de morapio de la raza tinta.Aquello era el paraíso: botas y botas negras zaínas lucían cada una el género que contenían y el precio al que se despachaba:

-Oloroso: 1,85€ el litro.
-Tinto «Especial»: 1,85€ el litro.
-Montilla: 1,85€ el litro.
-Etc., Etc, etc…: 1,85€ el litro.

Viendo que el tinto era «especial» no he podido dejar de aprovechar la oportunidad:

—Maestro ¿de dónde viene ese vino?
—De Jumilla hombre ¿De dónde va a ser?
—Y… ¿Está bueno ese tinto «especial»?
—Si sabe usted apreciar el vino y lo prueba ya verá cómo no hay punto de comparación con el embotellado.

La respuesta, aunque ambigua si se examina literalmente, me ha convencido y le he dicho:

—Póngame un litro.

El hombre me ha mirado compungido…

—Verá, aquí no puedo servirle un litro, si usted quiere un litro debiera haberse traído su botella, yo aquí solo puedo servirle, como poco, litro y medio, que es lo que cabe en estas botellas de agua mineral que tengo por aquí.

Medio litro de más o de menos no iba a ser obstáculo para que yo finalizase tan ventajosa operación, de forma que, además del tinto «especial» me he llevado litro y medio de «Oloroso» y otro litro y medio de «Montilla-Moriles» de añadidura, pero no por gula ni por ansia, sino porque a este vino le tengo yo más devoción que a un Nazareno en cuaresma.

Ahora, con cuatro litros y medio de vino en casa, reflexiono sobre si no se me habrá ido un tanto la mano, pero, acompañante del potaje, le he dado un tiento a la provisión de «tinto especial» y debo de conceder que, sí, que efectivamente, es «especial».

Y, mientras disfruto de mi injustificado acopio de vino, pienso en lo que estarán haciendo ahora los que acopiaron papel higiénico.

El menú del paraíso

El menú del paraíso

Esta mañana he acudido a comer a mi bar de cabecera. Cuando he llegado el camarero pregonaba el género:

—De menú tengo ensalada, crema de verduras, potaje…

—Oiga camarero (ha interrumpido un parroquiano) ¿Está bueno ese potaje?

—Es lo que comen los domingos en el cielo, caballero…

Naturalmente he pedido potaje.