Improvisando

Improvisando

Improvisar es difícil; cuando preparas una intervención y la escribes sólo has de decir aquello que has escrito pero, si vas a improvisar, la tarea es muy diferente.

Preparar un texto y memorizarlo o leerlo es tarea de escritor o locutor, pero no de orador; el texto, una vez escrito o memorizado, se convierte en un producto terminado y será reproducido igual independientemente del estado de ánimo del auditorio, de su composición, de su formación y de todas esas miles de circunstancias que hacen a cada auditorio distinto e irrepetible. Si el mensaje conecta con el auditorio será perfecto, si no, no habrá remedio.

No me gusta escribir mis intervenciones; cuando he de hablar en algún lugar procuro llegar con antelación y sentarme en un lugar discreto desde el que poder observar a los asistentes para así tratar de intuir cuál es su estado de ánimo, su extracción social, su nivel formativo o incluso su previsible caracterización ideológica. Un mismo tema no se expone igual en una reunión de la Plataforma Antihipotecas que en una asamblea cofrade y, por eso, la misión del orador es adecuar su mensaje al auditorio de forma que, sin alterar el sentido del mensaje, lo haga comprensible y agradable para cada auditorio dado. Al menos yo trato de hacerlo así. Es por eso que, para sentir que estoy haciendo bien mi trabajo, necesito improvisar y eso… eso es difícil.

Se atribuye a Mark Twain el haber dicho que le costaba un día escribir un discurso pero que le llevaba tres semanas improvisarlo y, sea suya la frase o no, lo cierto es que contiene una verdad importante: si quieres improvisar debes trabajar duro mucho tiempo para presentarte ante tu auditorio cargado de recursos y con un abundante arsenal de imágenes, ejemplos, historias y figuras literarias que irás descartando en su gran mayoría según vayas observando la evolución anímica de tu auditorio.

Sí, improvisar tras un largo trabajo es la forma correcta de encarar una intervención pública, aunque, como todo, esto también tiene sus problemas, el primero de los cuales es que, salvo que alguien haya grabado tu intervención, muy a menudo no recuerdas exactamente lo que has dicho y eres incapaz de repetir dos veces el mismo discurso.

Estos días me han pedido bastantes amigos que comparta mi intervención del pasado jueves ante la Sección de Derecho Procesal de la Real Academia Española y he tenido que decirles que, simplemente, no puedo: mi intervención fue improvisada y no conservo más que un guión mínimo de ella. Sin embargo creo que puedo transcribir aquí algo parecido a lo que dije: han pasado apenas unas horas y, mientras viajo en tren de vuelta a casa, es posible que pueda reconstruir parte de lo que conté.

Así pues, sentado lo anterior, vamos al tajo. En el siguiente post trataré de trasladarles el contenido de la ponencia que la Sección de Derecho Procesal de la Real Academia intituló «La comprobación del funcionamiento del software judicial español. Comentarios a la Sentencia del Tribunal Constitucional 150/2019, de 25 de noviembre».

Nos encontramos en el siguiente post.

Lo que nos enseñó Cicerón

Objetivos de un discurso: docere, delectare, movere...
Objetivos de un discurso según Cicerón.

Veo publicitarse a menudo cursos sobre cómo «hablar en público» —incluso específicamente dirigidos a abogados para mejorar sus técnicas de informe oral en sala— y debo decir que, cuando leo sus contenidos, me decepcionan profundamente y me invade la sensación de que casi todos estudian lo accesorio y olvidan lo principal.

La retórica es una disciplina transversal a distintos campos de conocimiento (ciencia de la literatura, ciencia política, publicidad, periodismo, ciencias de la educación, ciencias sociales, derecho, etc.) que se ocupa de estudiar y de sistematizar procedimientos y técnicas de utilización del lenguaje puestos al servicio de una finalidad persuasiva o estética, añadida —naturalmente— a su finalidad comunicativa y, esta ciencia, es algo mucho más serio que una serie de consejos pueriles más propios de la literatura de autoayuda que de la literatura científica que es lo que suelo ver en los programas de estos cursos que les he mencionado.

Hoy, mientras leía un artículo sobre cómo Aristóteles podía ayudar a las «Startups» a generar contenidos de calidad, me he acordado de mi disgusto con estos sedicentes «cursos de oratoria» y me he preguntado si podría resumir en una o varias infografías algunas de aquellas enseñanzas de la antigüedad clásica que, dos mil años después, siguen siendo el «state of the art» de la ciencia retórica y, cómo no, he recordado a Cicerón y su obra «Orator«, pues en dicha obra el maestro nos resume cuáles han de ser los objetivos de todo orador forense. Los tres objetivos del orador, según Cicerón, son «docere, delectare, et movere». Es decir, el orador forense debe perseguir tres metas: probar su tesis a la audiencia (el juez o el jurado), deleitarla y moverla emocionalmente a llevar a cabo una acción (en nuestro caso a que dicten una sentencia favorable).

No me extenderé mucho, los argumentos del objetivo ciceroniano del «docere» podemos encontrarlos en la esfera del «Logos» de que nos hablaba Aristóteles en su «Retórica» y que, en el caso de los abogados, son nuestras primeras herramientas: la ley, la jurisprudencia, la doctrina, pero también las evidencias, las analogías, etc y por eso los he colocado contiguos en la infografía. Los argumentos que corresponden al «delectare» y al «movere» los he colocado respectivamente vecinos a los campos del «ethos» y del «pathos»; no es correcto, lo sé, pero, comoquiera que de estos tres campos ha de nutrirse nuestro trabajo en sala, ahí los dejo para que vayan sonando.

Determinar cómo y con qué herramientas hemos de conseguir esos tres objetivos que Cicerón nos señala es un trabajo que excede con mucho a los límites de un post pero, al menos, conociendo los objetivos seremos capaces de darle un sentido a nuestro trabajo pues si no conocemos nuestro destino ningún camino es bueno.

En todo caso: gracias Cicerón.