La culpa es de España

Lo malo de los españoles no podemos culpar a nadie de nuestras desgracias.

Los gobernantes hispanoamericanos, cuando las cosas van mal en sus países, suelen caer en la tentación de culpar a la antigua dominación española de sus males y ese truco, sorprendentemente, algunas veces les funciona. Para cualquier gobernante con poca vergüenza este recurso de poder culpar de los problemas a cualquiera menos a él mismo es valiosísimo.

Lo malo es que en España no podemos culpar a nadie sino a nosotros mismos.

Fuimos invadidos por los árabes pero es la verdad que los españoles estamos de acuerdo en que, de su presencia, lo que nos quedan son las nuevas formas de agricultura y riego que ellos trajeron, un palmeral patrimonio de la humanidad en Elche y una serie de construcciones y monumentos en toda Andalucía que dan todavía de comer a muchos españoles. ¿Qué seria de Granada sin Alhambra, de Córdoba sin Mezquita o de Sevilla sin Giralda?

No, decididamente no podemos culpar a los árabes de nuestros males presentes y, si no podemos culparles a ellos, mucho menos a los visigodos, a los romanos, a los carthagineses, a los griegos o a los fenicios, de cuyo pasado todos nos enorgullecemos. Admitámoslo, los españoles no tenemos a quien culpar de nuestros males y quizá por eso, al final, al igual que el resto del mundo, acabamos culpando también a España.

España es una realidad discutida y discutible sólo en España, fuera de ella nadie la discute ni muestra la más mínima duda al respecto. Fue Federico García Lorca quien dijo que no conoces España sino cuando vienes a América y creo que tenía toda la razón.

Seguramente, a base de oír a todos los países del mundo culpar a España de todos los males, los españoles hemos decidido copiarles y hacer lo mismo.

Lo malo de los españoles no es que copiemos Halloween, las despedidas de soltero o importemos la comida basura, lo malo es que adquirimos la sectaria forma de pensar el mundo de los anglosajones, su ridícula conciencia de superioridad y su pensamiento simple y sin sutileza. Y no es de extrañar, nuestro cine es americano, nuestra música anglosajona, nuestra comida basura estadounidense, nuestros refrescos pepsi-co y hasta cuando pensamos en nuestros muertos lo hacemos con la tramoya del Halloween americano ¿a quién extraña, pues, que no acabemos pensando como ellos sobre esa ridícula y siniestra entidad llamada España?

Y sin embargo, a poco que rascas la superficie, en cualquier americano encuentras a una persona orgullosa de su cultura y deseosa de que alguien, alguna vez, le dé razones para poder expresarlo públicamente.

A políticos y gobernantes el futuro les causa pavor, lo que les gusta es el pasado porque en el él hay multitud de historias de entre las cuales pueden seleccionar las que más les convienen para sus trucos políticos; sin embargo a esos mismos políticos el futuro les aterra, porque ahí las historias las han de inventar ellos, el futuro está vacío y eso les causa pánico; por eso, cuando hablan de futuro, apenas si aciertan a balbucear frases vagas: «contra el paro fomentaremos el empleo», «queremos lo mejor para el país», «el país para los paisanos»… Y si todo esto no funciona nada mejor que echar la culpa a España.

Lo malo es que, aunque los españoles no tenemos a quien echarle la culpa, nuestras pocas luces nos lleven muchas vece a echarle la culpa a España.

Estamos locos.

Enfermos y cansados

Hoy, mientras escuchaba al presidente en funciones dirigirse a la Cámara durante la sesión de investidura, no he podido evitar pensar en una mujer: Fannie Lou Hammer. Les cuento.

Hace ahora 52 años (22 de agosto de 1964) Fannie Lou Hammer, una mujer negra, enferma y cansada de estar enferma y cansada según sus propias palabras, aprovechó la oportunidad que le brindaba la Convención Nacional del Partido Demócrata que se celebraba en Atlantic City para dirigirse a los allí congregados. Su discurso, televisado a la nación, cambió de forma inesperada y para siempre el curso de la historia de la minoría negra en los Estados Unidos.

Fannie se dirigió a los delegados allí reunidos y les habló de la violencia que se ejercía sobre los afroamericanos en Mississippi para impedirles ejercer su derecho al voto. Fannie les habló de cómo ella misma, en 1962, hubo de superar toda una maraña de problemas y obstáculos para poder registrarse como votante en la Corte de Indianola (Mississippi). Fannie les contó cómo, al volver a su plantación, su jefe le dio dos opciones: o se daba de baja en la lista de votantes o tendría que abandonar la plantación y les habló también de cómo ella tuvo que elegir y eligió. Y, así, les contó, en fin, cómo hubo de abandonar la plantación y su trabajo por no renunciar a ejercer su derecho al voto.

Fannie habló también a los congregados de cómo los hombres y mujeres negras era sometidos diariamente a actos de violencia si persistían en su deseo de votar, y les habló de vejaciones, y de disparos e incendios…

Fannie, en el momento quizá más emotivo de su alocución, preguntó si esta América de la que ella les hablaba era esa patria de los hombres libres, ese hogar de los valientes, en el que sus oyentes creían.

En Washington, mientras tanto, el presidente Lyndon B. Johnson, consciente de la inmensa fuerza que tenía el discurso de Fannie, trató de evitar que las cadenas de TV siguieran retransmitiéndolo y para ello convocó a toda prisa una improvisada rueda de prensa, pero fue en vano. Muchas cadenas de TV emitieron íntegramente y en diferido el discurso de Fannie en horario de máxima audiencia y lo que pasó después es ya historia. La mujer que estaba enferma y cansada de estar enferma y cansada, sólo con la fuerza de su discurso, había cambiado la conciencia de muchos norteamericanos y probablemente la historia de la democracia en su país.

Hoy, sin embargo, he visto cómo un hombre que tenía la oportunidad de dirigirse no sólo a los representantes de la nación sino a la nación en su conjunto, despachaba el trámite con la misma pasión con que un registrador de la propiedad escribe una nota marginal en la hoja de un registro. Y he pensado en Fannie y en como ella no habría dejado pasar una oportunidad como esa para hablar de las cosas en las que creía, para tratar de cambiar conciencias, para señalar el camino. Y he pensado en cuántos votantes con muchas cosas que decir han sentado en esa cámara a personas que, llegado el momento, acaban no diciendo nada, ni sintiendo nada, ni, aparentemente, creyendo en nada; o, al menos, creyendo de forma tan tibia que pareciera que la posibilidad de dirigirse a la nación fuese poco más que un trámite burocrático para ellos.

Hemos hecho de la democracia un rito obsceno, da la sensación de que quienes nos gobiernan no creen en la fuerza de la democracia, da la sensación de que hay en ellos antes un sucedáneo de políticos que autenticidad.

Por eso me acordé de Fannie, porque prefiero la pasión y la verdad de una mujer enferma y cansada de estar enferma y cansada al cansino y enfermo discurrir de nuestras instituciones.