Manual de autoayuda vengativa

Manual de autoayuda vengativa

La venganza tiene mala fama pero, durante milenios, fue la única forma en que el ser humano fue capaz de prevenir conductas antisociales. Vengarse no es fácil y exige desplegar un amplio abanico de facultades contra las que, naturalmente, el ser humano también ha adoptado sofisticadas contramedidas; espero que, tras la lectura de este manual de autoayuda vengativa, pueda usted dominar las suertes básicas de la venganza de forma que pueda disfrutar de ese plato que, ya se lo adelanto, muy raramente se sirve frío.

Vayamos por partes.

Para poder vengarnos lo primero que necesitamos es identificar al agresor; dicho de otro modo, si no sabemos quién es el agresor ¿de quién vamos a vengarnos?

Naturalmente, los agresores, conscientes de que si no son identificados no sufrirán castigo alguno, suelen ocultar su verdadera identidad tras los más variados recursos: antifaces, pasamontañas, medias de señora, disfraces de payaso y, los más peligrosos de todos, tras entramados societarios que impidan que se conozca la verdadera identidad de quienes manejan el carrito del helado. Si desea ampliar sus conocimientos en esta materia puede consultar mi monografía «El antifaz y la sociedad anónima: diferencias, semejanzas y caracterización funcional».

La segunda facultad que necesitamos para poder vengarnos es la memoria. Si no somos capaces de recordar la identidad del agresor, la autoría de la ofensa o incluso la existencia de la ofensa misma, tampoco podremos vengarnos.

Esta necesidad de memoria sorprendía mucho a Darwin quien observó que la venganza era imposible entre las especies animales con poca o ninguna memoria, circunstancia esta que dificultaba enormemente la creación de sociedades complejas.

«Si me engañas una vez eres un malvado, si me engañas dos soy un mentecato», dice el antiguo proverbio sumerio y, sin embargo, vemos como los mismos delincuentes nos roban o nos estafan una y otra vez… y no es de extrañar, los recursos que los malvados han desarrollado contra el uso de la memoria son verdaderamente sofisticados.

Uno de los más eficaces es la creación de una disonancia cognitiva en el agraviado que le conduzca a ponerse en la situación del agresor e incluso a comprenderlo y perdonarlo.

—¿Es que si tú supieses que no te iban a pillar no robarías también?
—¿Es que si tú fueses concejal de urbanismo no te llevarías el tres por ciento o más?
—¿Es que no te das cuenta de que, si te devuelvo todo lo que te estafé con la cláusula suelo, entonces bajará el PIB un 6,2 y eso dará lugar a una estanflación que, por imperativo del artículo 33 del Fondo Monetario producirá un cataclismo mundial?

Al escuchar estas preguntas el agraviado suele quedar en un estado de estupor y confusión mental tal que, a menudo, es aprovechado por el agresor para acabar de robarle la cartera.

Si desea ampliar conocimientos en esta materia puede usted consultar mi obra«La cancamusa y el trile, aspectos psicológicos esenciales del negocio jurídico».

Si este recurso a crear disonancias cognitivas no funciona los agresores suelen recurrir a la noticia estupefactante o a la catástrofe generalizada: terremotos en Nueva Gales del Sur, crisis económicas en el Sultanato de Omán, violación de derechos humanos en Bangla Desh, debates políticos, religiosos, nacionalistas, sexuales o, la más usual, el miedo a algo, como, por ejemplo, la tremenda crisis económica que nos amenaza. Usted, aturdido por el ruido del debate o espantado por los males que se avecinan, olvida el mal pasado, comienza a trabajar por enfrentar las nuevas amenazas y hasta agradece al cielo el seguir vivo.

Es por eso que, una y otra vez, quienes nos robaron en el pasado, se pueden presentar de nuevo ante usted como los honestos gestores que van a sacar al país de la corrupción y el delito y usted, yo y muchos como usted y como yo, nos lo creemos y no solo los perdonamos, sino que les dejamos que, de nuevo, roben nuestra voluntad y nuestro voto. Hay que reconocer que son unos genios.

Pero, como último requisito, además de identificar al agresor y no olvidar quién es ni lo que ha hecho, es preciso que la venganza sea rentable en términos tanto económicos como morales.

Si un sujeto le roba a usted un euro que tenía sobre la mesa para dejarlo de propina al camarero, es muy posible que no se dé usted una carrera tras el ladrón para recuperar su euro. La escasa cuantía de la ofensa no merece el esfuerzo de una carrera, de forma que el delincuente huirá impunemente sin otro castigo que el de que usted se acuerde de sus ancestros más recientes.

Aunque la ofensa sea mayor y el agresor le haya atizado a usted un garrotazo en la espalda, si pasa el tiempo suficiente, usted no se vengará. En el acto tiene sentido vengarse, si él le da un garrotazo y usted puede arrimarle una patada en la recova pues se la aplica y salda la cuenta, pero, si pasa el tiempo, su propia naturaleza le dice que la venganza es muy mal negocio, que ir ahora a reventarle la bisectriz al del garrote puede no ser buena idea porque los dos pueden salir perjudicados y que, como dijo el sabio, ojo por ojo y todos ciegos en unos cuantos años.

La naturaleza nos dota de un instinto vengativo que hace que, si nos mientan a la madre, le mentemos al mentador toda la caterva de sus muertos más recientes; pero la naturaleza también nos dota del instinto del perdón de forma que, si pasa el tiempo suficiente, olvidemos el agravio, perdonemos y podamos dar nuevas oportunidades a quién nos ofendió.

Los seres humanos normales somos así, perdonamos a nuestros deudores del mismo modo que ellos perdonan nuestras deudas —que decía antes el Padrenuestro— y es por eso que la venganza no es un plato que se sirva frío. Quien se venga en frío porque es incapaz de perdonar, no suele ser un ser humano sano sino con alguna perturbación o psicopatía.

Si también desea ampliar conocimientos en este campo puede usted consultar mi tratado titulado: «La reforma económica del rito litúrgico o cómo los cristianos dejaron de pedir el perdón de las deudas».

Y bien, ahora que ya conoce las suertes de la venganza y las armas para esquivarla, creo que está usted en disposición de entender qué tipo de delincuente es el más peligroso y especializado en el dominio de las estrategias para escapar indemne de sus abusos. ¿Y quiénes son?

Pues, en primer lugar, los delincuentes que usan un disfraz eficaz que impide reconocerlos, esos que, como si de una cebolla o una matriuska se tratase, llevan un antifaz sobre otro antifaz, un disfraz sobre otro disfraz, una cara sobre otra cara, que regularmente se hacen la cirugía estética, se cambian el nombre y desde las Islas Caimán pueden manejar los hilos de una marioneta que robe en la otra punta del mundo.

En segundo lugar los que pueden hacer que usted olvide o confunda la afrenta, los que le hacen una campaña publicitaria diciendo que ese robo concreto es perfectamente legal, los que le hacen creer que es usted y no ellos el delincuente, los que le engañan con una barahúnda de datos destinados solo a confundirle a usted y a la sociedad, los que colocan el foco del debate siempre sobre acciones ajenas y nunca sobre las propias.

En tercer lugar son los que hacen de la venganza una actividad antieconómica, los que roban poco a muchos de forma que hacen que, por ejemplo, a usted no le salga a cuenta reclamar que le devuelvan los 25 euros de una comisión que le han cobrado injustamente por «reclamación de descubierto» pero que, cobrados a cincuenta mil clientes, suponen un millón y pico más de euros que los enmascarados echan a la saca. Son los que se aprovechan de usted porque es un ser humano y espera que se le perdonen sus deudas del mismo modo que usted perdona a sus deudores, pero que nunca es plenamente consciente de que estos sujetos —peligrosos entre los más peligrosos— llevan un libro de cuentas y agravios donde nunca se borran las deudas de los demás y siempre desaparecen las propias. Alguien me dijo que incluso lograron cambiar el padrenuestro para que no dijese nada de «perdonar nuestras deudas».

La venganza, como ven, es un asunto tan complejo que, en las sociedades modernas, lo hemos dejado en manos del estado a través de una organización que llamamos administración de justicia.

Lo malo es que miro nuestra administración de justicia y me invade la congoja de que esta sólo está preparada para atrapar a los delincuentes poco peligrosos, porque los grandes delincuentes, los verdaderamente peligrosos, no solo marchan años luz por delante de ella sino que, a menudo, incluso consiguen hacer de ella una herramienta que usar en su provecho.

Pero de eso, si quieren, hablamos otro día.

Y nos convertiremos en historias

Y nos convertiremos en historias

Es jodido encontrarle sentido a esta tragicomedia cuyo final conocemos de antemano y a la que llamamos vida.

Sabemos que no queremos morir pero al mismo tiempo sabemos con total certeza que moriremos y, de esa frustrante contradicción insoluble, nacen algunos de los más sofisticados (y sofísticos) razonamientos de los seres humanos sobre la vida y la muerte, así como algunas de las conductas más inequivocamente humanas de nuestra especie.

Creo que fue Aristóteles quien sugirió que el instinto reproductivo de los seres humanos obedecía a esa pulsión por la búsqueda de la inmortalidad; según él —si es que fue él quien lo dijo— de alguna forma nuestra vida se prolongaba en la de nuestros hijos, afirmación esta que habría satisfecho sin duda a Richard Dawkins quien vería de esta forma abonadas las tesis que mantiene en su libro de imprescindible lectura «El Gen Egoísta».

Yo en cambio veo toda esta cuestión de forma, digamos, más literaria.

En el fondo no somos más que memoria. Sabemos quien somos porque nos acordamos, sabemos quiénes son nuestros padres, cómo fue nuestra infancia y hasta nuestro propio nombre simplemente porque nos acordamos. Somos como los personajes de una novela no más que un conjunto de recuerdos que están presentes en el instante actual. Si pudiésemos retirar la memoria de un ser humano estoy convencido de que al mismo tiempo le retiraríamos su identidad.

Vivimos en nuestra memoria pero los demás también viven en ella. Sabemos que nuestros amigos viven porque los recordamos y porque los recordamos distinguimos a unos de otros. Mientras no nos digan que tal amigo ha muerto lo recordamos vivo y está para nosotros tan vivo como lo estuvo siempre. Todo es real para nosotros mientras habite en nuestra memoria y es por eso que, como planteaba Borges, Don Quijote y Cervantes pueden ser ambos personajes tan reales el uno como el otro a pesar de que Alonso Quijano fuese solo un personaje de ficción. La muerte igualó a Cervantes y a su personaje, hoy los dos viven de igual forma en esta memoria.

Seguramente por eso dijo Quevedo aquello de «no importa cuánto se vive sino de qué manera», porque aquel canalla tan bien dotado para la literatura, sabía que al final la única forma de inmortalidad es la que da la memoria de los hombres, que mientras vivamos en ella no nos extinguiremos aunque, como Cervantes y Don Quijote, vivamos ya sólamente en el mundo de la ficción.

Seguramente por eso autores sabios escribieron hace tiempo que la vida es el proceso mediante el cual los seres humanos nos convertimos en historias.

Memoria de monos y cultura humana

El otro día, hablando de la incultura del pulpo, les dije que los chimpancés eran superiores mentalmente a los humanos en muchos aspectos ybque, si alguien lo dudaba, que me lo dijera. Ninguno de mis seguidores lo puso en duda, lo que demuestra que, o bien tienen mucha fe en lo que les cuento, o bien no me hacen ni puñetero caso, o bien —como yo creo— mis lectores pertenecen al grupo de los «homo» (y mulieribus) bastante más «sapiens» que el resto.

Como, de todas formas, creo que alguno de ellos no quedó convencido de lo que le dije hoy, si me lo permiten, haremos un experimento y les pondré a competir contra un chimpancé. Si pierden no se acongojen, yo he perdido todas las partidas y mi moral no ha bajado lo más mínimo.

El juego es el siguiente: un ordenador les mostratrá en la pantalla números del 1 al 9, ustedes deben memorizarlos y luego ir tocando con el dedo los números del 1 al 9, pero cuidado, en cuanto toquen el 1 el resto de los números se convertiran en cuadrados blancos, de forma que deben ustedes memorizar su posición antes de comenzar el juego.

Ahora échense unas partiditas con este chimpancé y decidan quien es mejor a este juego y si, en este punto ellos o nosotros somos los más «sapiens».

Mañana volveremos a hablar de pulpos, chimpancés, inteligencia y cultura.