Élites, dominación y tecnologías de la información

Élites, dominación y tecnologías de la información

Las élites siempre han marchado un escalón tecnológico por delante del resto de la sociedad. Cuando el ser humano inició su, aún no acabada, transición de cazador-recolector a sedentario merced a la revolución agrícola, una élite experta en señalar los ciclos de las estaciones (los sacerdotes sumerios por ejemplo) consolidó su conocimiento y su gestión de la riqueza a través de la escritura. Fueron los alfabetos los que crearon los primeros bancos de memoria artificial y, gracias a ellos, los sacerdotes de unos imperios sedicentemente divinos pudieron, no solo fijar la ortodoxia de sus relatos religiosos, sino controlar la administración y la burocracia. Frente a un pueblo mayoritariamente analfabeto la élite de aquellos imperios dominaba la última frontera en tecnología de la información de la época: la escritura. El sacerdote leía los textos sagrados (declarar «sagrado» un texto en la época sería como declarar «divino» un usb en esta) y el pueblo lo escuchaba, creyendo en la sacralidad de aquellos ininteligibles grupos de dibujos cuneiformes.

Cuentan que los tlaxcaltecas, en cierta ocasión que enviaron a los españoles a negociar o intimar a una tribu enemiga, les pidieron que llevasen «papeles». Los tlaxcaltecas no conocían el contenido de aquellos papeles, lo que sí habían observado es que los españoles, cuando los miraban, podían cambiar súbitamente de forma de actuar y que, cuando un español era enviado en misión sería a otro lugar, siempre llevaba alguno de aquellos papeles que previamente les había entregado su jefe. Para tlaxcaltecas y aztecas las cartas eran tan mágicas como para los españoles lo eran los «quipus» mayas, un sistema de escritura que los españoles ni llegaron a sospechar que lo fuese y, creyendo que eran objetos mágicos (igual que los aztecas consideraban mágicas las cartas de los españoles) los prohibieron y persiguieron a quien poseyese uno. Un «quipu» es el objeto que ven en la foto y es un instrumento de almacenamiento de información consistente en cuerdas de lana o de algodón de diversos colores, provistos de nudos.

La situación se prolongó siglos. La élite escribía y leía al pueblo que obedecía las órdenes emandas de aquellos registros. Aquella tecnología de la información dio lugar a la ley (la norma escrita) que objetivizó separando de la memoria humana las reglas de funcionamiento de la sociedad. El software (el código, el adn) que regula el funcionamiento de las sociedades se escribió en lenguajes de programación llamados latín, griego, fenicio, castellano o inglés. Todavía hoy, uno de los programas de comportamiento social más exitoso, fue uno de aquellos programas de software escritos principalmente en arameo; se llama la Biblia y, a día de hoy, gobierna en mayor o menor medida la conducta de una de cada tres personas en el mundo. Las otras dos obedecen a programas diferentes pero también codificados de la misma forma que la Biblia: el Corán, el Canon-Pali o el Bhagavad-Guita.

Nihil novum sub solem, a día de hoy aún somos, en cierto modo, súbditos de aquellos imperios; ni sus reyes ni sus sacerdotes nos gobiernan pero, los textos que ellos escribieron y los principios morales que en ellos se contienen, aún rigen las vidas de las personas.

Esta situación perduró siglos y sólo fue puesta en cuestión con la llegada de una nueva revolución tecnológica en el campo de la información: la imprenta.

Gracias a la imprenta la capacidad de replicar la información contenida en los libros aumentó exponencialmente. No sólo eso, la producción de libros dejó de ser una costosa tarea para pasar a ser un negocio; la producción de libros ya no se justificaba por la necesidad de transmitir las ideas precisas para el mantenimiento de un determinado status quo, ahora la producción de libros podía hacer ricos a los impresores.

Al ampliarse la producción de libros estos comenzaron a tratar temas distintos de los religiosos e incluso se atrevieron a imprimir libros prohibidos por la propia iglesia. El índice eclesiástico de libros prohibidos pasó a ser probablemente el primer hit parade de la literatura pues los libros que aparecían en él pasaban a ser el oscuro objeto de deseo de muchos miles de lectores. La humanidad, con cada presión de los tórculos y prensas, allanaba el camino de la ilustración.

La humanidad comenzó a leer cuando las élites ya dominaban la nueva tecnología y este proceso se repitió con el cine, la radio y la televisión: la población consumía los productos que las élites les ofrecían, élites que a su vez controlaban los nuevos medios de comunicación.

Con la nueva revolución de los social media pareciera que la humanidad se ha llenado de «prosumers» (productores-consumidores) de contenidos y hoy todos somos capaces de producir videos, audios, textos… Y sin embargo las élites siguen estando un escalón por encima: ellos controlan las tecnologías y las plataformas que nos permiten hacer esto.

Hoy mi libertad de expresión no la controla un juez sino un algoritmo confeccionado al gusto de una empresa de Menlo Park (Facebook) o San Francisco (Twitter). Ese algoritmo, como los viejos textos sagrados, es el que decide lo que es moral y lo que no, lo que puede ser escrito y lo que no, la imagen obscena y la moralmente apropiada, y así controla nuestras vidas.

No le den vueltas, en materia de social media las élites siempre van un escalón por delante de las masas en materia de tecnología y, por eso, la justicia, la ciudadanía, los grupos humanos, hacen muy mal en inhibirse de los debates tecnológicos pues esa actitud conduce con frecuencia a situaciones que, como en el caso de los viejos textos, pueden perdurar mucho, a veces demasiado, tiempo.

No les canso más por esta noche, mi insomnio no es ninguna circunstancia eximente, pero sepan que, si queremos ser dueños de nuestras vidas y nuestro futuro uno de nuestros principales esfuerzos debe orientarse en el sentido de salvar el eterno escalón tecnológico que separa a la élite de la masa o, al menos, regularlo y controlarlo en beneficio de todos y, para poder hacerlo con éxito, antes hay que entenderlo en profundidad.

Vivimos una era apasionante, no deje que se le vaya la vida como un simple consumidor y trate de entender en profundidad la apasionante revolución que vive.

Otro día hablaremos de la sustancia de esta revolución: la información.

Neuroderechos humanos

La esclavitud precedió a la palabra libertad, como la guerra precede a los tratados de paz y el crimen a los códigos penales. De igual modo el control de la mente humama se está desarrollando antes de que se desarrolle un derecho que nos proteja contra los abusos que pueden cometer con el resto de la humanidad aquellas personas que controlen tal tecnología.

En la actualidad, siete países mantienen programas públicos sobre el estudio del cerebro humano. Gigantes como Neuralink o Facebook también están invirtiendo miles de millones en idéntico sector de la ciencia. Descifrar cómo funciona el cerebro puede revolucionar las metodologías que utilizan en sus negocios, como la IA, que necesita alimentarse de datos humanos.

Un ser humano no es más que aquello que su memoria le dice que es. Eres quien recuerdas haber sido y, si ese recuerdo es cambiado, dejarás de ser quien eres para ser alguien diferente. Somos tan frágiles como eso, como unos simples recuerdos y, por eso, si olvidamos, aunque conservemos el resto de nuestras facultades, no seremos diferentes de aquel Adolfo Suárez que, habiendo olvidado todo, había olvidado incluso quién era él mismo. Tomamos decisiones en función de los datos que se nos suministran, quien controla el suministro de los datos controla nuestras decisiones y esto lo supieron enseguida las grandes instituciones que han pretendido controlar la vida humana, desde la Iglesia Católica y su prohibición del libre examen de los textos bíblicos, a las dictaduras más feroces que han buscado controlar todos los medios de comunicación, desde la imprenta, la radio y el cine, a la televisión e incluso las reuniones públicas.

Hoy la amenaza de este tipo de control es mucho más sutil pero incomparablemente más eficaz y peligrosa. Hoy empresas privadas como Facebook o Twitter pueden hacer cosas que jamás hubiese soñado el más feroz de los dictadores: silenciar al presidente de la nación más poderosa de la tierra y, de él abajo, cualquiera puede sufrir tal suerte. Y poco importa a estos efectos si el silenciado es un tipo como Trump, lo que importa es que pueden silenciarlo sea quien sea.

Más importante que la decisión de silenciar es la de suministrarnos una información determinada y no otra, suministro que, controlado por algoritmos de inteligencia artificial y datasets de big data, resulta asombrosamente eficaz. Amazon y Facebook conocen tus gustos mucho mejor de lo que tú mismo los conoces y ese conocimiento se amplía diariamente.

Ahora, a todas esas realidades, vienen a sumarse iniciativas en el campo de la neurociencia que permiten que, más allá de la práctica médica, las neurotecnologías no invasivas en personas sanas puedan destinarse a la defensa, la educación, o el entrenamiento y potenciación de las capacidades cognitivas e intelectuales, por ejemplo a través de una interfaz cerebro-computador, como puede ser un dispositivo tipo diadema o casco.

A los investigadores en este campo el poder que tales tecnologías deparan no les pasa desapercibido (como el poder de la energía atómica no pasó desapercibido a Fermi, Einstein u Oppenheimer) y por eso alegra ver que científicos, como el español Rafael Yuste, promuevan iniciativas para que se establezcan derechos humanos en relación con estas nuevas tecnologías, como, por ejemplo:

—A la identidad personal, para prohibir que tecnologías externas alteren el concepto de uno mismo;

—Al libre albedrío, para establecer la necesidad de que las personas tengan el control sobre sus propias decisiones, sin la manipulación de neurotecnologías externas;

—A la privacidad mental, para que los datos cerebrales sean privados, además de que se regule estrictamente su uso y venta;

Es curioso cómo las facultades de ciencia y tecnología del mundo avanzan exponencialmente en sus respectivos campos de estudio y cómo las facultades de derecho siguen ancladas en un conocimiento vetusto que avanza sin comprender que la naturaleza de la sociedad ha cambiado.

Ya no vivimos en un mundo de juegos de suma cero, de intercambios de materias y arrendamientos de servicios. La sustancia que determina la riqueza de las naciones se llama información y esa sustancia el derecho aún no la ha comprendido y ni siquiera ha empezado a intuirla, de forma que, cuando la regula, la regula mal.

Es probable que el derecho, como siempre, vuelva a llegar muy tarde;  lo malo es que, esta vez, para cuando llegue, igual los esclavos han olvidado el concepto libertad y hasta les han robado la voluntad de reclamarlo.

Vivimos tiempos decisivos.

La posesión de la cultura

La posesión de la cultura

Si en algo ha estado de acuerdo la humanidad a lo largo de los siglos es que la cultura y el conocimiento eran el primer motor de progreso para la especie humana. No es raro, por tanto, que fuesen muchas las personas que trataron de almacenar y preservar todo el conocimiento del mundo por el bien de la especie humana.

Quizá el primero en hacerlo fue un zagal de Cartagena, Isidoro, luego obispo de Sevilla, quien, al escribir sus «Etimologías» escribió la primera enciclopedia del mundo, única compilación del saber humano hasta la aparición, mucho más de mil años después, de la enciclopedia de Diderot y D’Alembert. (En la primera foto un incunable de las «Etimologías» de Isidoro).

Aunque legislaciones poco convincentes trataron de establecer derechos de propiedad sobre parcelas del conocimiento (patentes de medicamentos o de software) a los juristas eso nunca pareció preocuparles pues, nuestro trabajo, se basa en el aprendizaje, cita y análisis de opiniones y textos jurídicos ajenos. Si algún juez del Tribunal Supremo exigiese derechos de autor por citar sus sentencias sería sin duda millonario, pero la sociedad no funciona así; en el mundo forense las únicas piezas literarias a las que la ley reconoce derechos de propiedad intelectual son los informes forenses de letrados y letradas. No es, por eso, extraño que fuesen dos abogados belgas, Paul Otlet y Henri La Fontaine, unos de los más tenaces activistas en la filantrópica tarea de almacenar todo el conocimiento del mundo y lo hicieron conforme a un sistema racional de organización llamado la «Clasificación Decimal Universal» (CDU) con arreglo al que reunieron una ingente cantidad de datos en un archivo llamado «Mundaneum» (la segunda de las fotografías).

En la era de la información esta inclinación del ser humano por acaparar y compartir datos, por difíciles de conseguir que sean, puede ilustrarse (foto 3) con los servidores del CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear) lugar en el cual Tim Berners Lee inventó el lenguaje «html» para poder compartir e interrelacionar conocimiento dando así origen a la web que hoy ocupa nuestras vidas.

Sin embargo, si hay un lugar donde se organiza y acumula conocimiento es en Google, una industria privada a donde acudimos a buscar el conocimiento que necesitamos, pero, sorpresa.

Las fotografías dos y tres son de un fotógrafo, Philippe Braquenier, un profesional que ha dedicado parte de su vida a documentar gráficamente los lugares donde la humanidad almacena sus conocimientos.

Braquenier nunca tuvo dificultad en acceder a lugares secretos (incluso a uno de los búnkeres suecos de la segunda guerra mundial donde wikileaks guarda sus datos) pero uno, precisamente Google, le negó la entrada afirmando que nunca nadie había tebido acceso y nunca nadie lo tendría. La única foto que pudo tomar es la que ven en cuarto lugar.

Para pensar.

El Covid-19 y la información viral

Han pasado ya 37 días bajo el estado de alarma y las noticias sobre el coronavirus comienzan a ser cada vez más deflectadas por una población que es cada vez un blanco más difícil para ellas. Por no citar a España citaré a los países anglosajones.

Cito a «Wired»:

«A lo largo de marzo la población británica surfeó incansablemente a la busca de noticias sobre el coronavirus; el periódico inglés The Guardian recibió 2.17 mil millones de visitas, un aumento de más de 750 millones con respecto al récord anterior establecido en octubre de 2019. El discurso de Boris Johnson a la nación el 23 de marzo fue una de las transmisiones más vistas en la historia de la televisión del Reino Unido, con más de 27 millones de espectadores en vivo, rivalizando con la final de la Copa del Mundo de 1966 y el funeral de la princesa Diana.

Pero ahora, cuando el Reino Unido entra en la cuarta semana de aislamiento, han surgido nuevas cifras que parecen mostrar que su interés en el contenido del coronavirus está disminuyendo. La investigación realizada por NiemanLab, la principal institución de periodismo en la Universidad de Harvard, muestra que para el 9 de marzo, una de cada cuatro páginas vistas en los sitios de noticias estadounidenses estaba en una historia de coronavirus, y el tema era «generar el tipo de atención en una semana que la acusación de Donald Trump lo hizo en un mes «. El tráfico alcanzó su punto máximo el 12 y 13 de marzo con la dirección de la Oficina Oval de Donald Trump, el diagnóstico de Tom Hanks y la suspensión de la NBA.

A finales de marzo, esta atención había disminuido, continuando su pendiente descendente en la primera semana de abril, antes de caer a niveles bastante normales esta semana. Parece que hemos desarrollado fatiga por las noticias sobre coronavirus. ¿Pero por qué ha sucedido esto? ¿Podría la gente realmente estar perdiendo interés en un evento tan catastrófico? ¿Y qué significa esta caída para la estrategia del gobierno?»

Leo este tipo de noticias y no puedo evitar volver a caer en mi particular visión informacional del mundo, una visión donde la información ocupa un lugar central. Si quieren no sigan leyendo, este es el momento porque, como este es mi espacio, yo sí seguiré escribiendo para aquellos pocos que quieran leerme.

Las noticias y los virus son dos manifestaciones de la misma realidad: la información. Y por eso, porque son la misma cosa, es por lo que, los seres humanos, nos comportamos frente a noticias y virus siguiendo un patrón idéntico: la curva del modelo SIR cuyo «aplanamiento» ocupa todos nuestros telediarios.

La noticias y los virus, como información que son, dependen para su propagación de una serie de factores que son los contemplados para los virus en el famoso modelo SIR; es decir, la propagación de un virus y una noticia depende de cuánta población sea «susceptible» (S) de ser infectada/alcanzada por la noticia/virus propagados.

Una vez el virus/noticia alcanza a una persona susceptible y la infecta (I) esta propagará la información/virus con arreglo a un determinado factor de contagio (Ro); es decir, si yo caigo infectado pasaré el virus a una, dos o más personas de media o pasaré la noticia a una, dos o más personas de media.

¿Por qué los seres vivos transmitimos los virus y la información?

Porque la información ES ASÍ. Toda información/virus se propagará mientras no encuentre barreras o no falte la energía. La información/virus mutará hasta alcanzar la forma que la dote de un mayor éxito replicativo.

La información/virus funciona así y no puede funcionar de otra manera: un virus/información con poco éxito replicativo se extingue, por eso solo «sobreviven» (ni la información ni los virus son seres vivos) aquellas informaciones/virus con éxito replicativo. La ley de la evolución hace el resto: donde hay réplica y mutaciones esta ley predice —y acierta— que las entidades mutarán hasta alcanzar su mayor éxito replicativo.

Los virus nos hacen estornudar porque supone para ellos una ventaja replicativa; las noticias nos provocan un deseo irrefrenable de compartirlas porque de esta forma aseguran su replicación.

Ocurre con los virus lo mismo que con las noticias: cuando sube el número de infectados por los virus/informaciones la población susceptible de ser alcanzada por esos mismos virus/informaciones disminuye de forma que la tasa de contagios empieza a bajar. Una vez superada la fiebre y la tos o el deseo vehemente y febril de contar la noticia, comenzamos a reaccionar contra el virus/información y nos inmunizamos contra él, somos ya la «R» del modelo SIR. El virus, una vez superada la etapa de infección, nos es conocido y ya no nos afecta, nuestro organismo lo rechaza; la información, una vez conocida, ya no nos vuelve a infectar, ya no nos produce el febril deseo de contarla y transmitirla, al igual que un chiste conocido no nos hace gracia una información sabida de hace tiempo nos produce rechazo y no la atendemos. Llegados a este punto la información/virus comienza a marchar camino del olvido.

Hace tiempo que sostengo la tesis de que la información (y los virus como una especie de ella que son) comparten idénticos modelos matemáticos de propagación aunque, a lo que parece, esto que yo pienso no interesa a nadie. Sin embargo, a pesar de lo anterior, a mí este criterio informacional que mantengo me parece determinante para entender el mundo.

Sé —lo tengo comprobado durante estos 22 años de escribir posts en internet— que esto no interesa a nadie y lo comprendo; parece aburrido.

Sin embargo, a mí, al menos, me permite tener un criterio para entender la realidad, desde las religiones a la economía o el derecho y, en estos tiempos, para vivir apasionadamente esta pandemia de una muy particular forma de información a la que hemos llamado Covid-19.

Las guerras informacionales

Las guerras informacionales

A finales del siglo XX muchos pensadores llegaron al convencimiento de que la guerra, en cuanto que empleo de la fuerza, era ya un ejercicio imposible a gran escala.

Las naciones habían vivido casi medio siglo al borde del holocausto nuclear y era evidente para todos que las más poderosas armas nucleares nunca podrían ser usadas. La humanidad había llegado a tal punto en el desarrollo armamentístico que, las armas más potentes de que disponía, ya no sólo eran capaces de acabar con el enemigo sino que, también, eran un arma letal contra la propia nación que las usase. Con esas armas se podía aniquilar al enemigo, sí, pero quien las usase no sobreviviría para contarlo. Las potencias nucleares, a la vista de ello, establecieron una doctrina a la que llamaron Mutually Assured Destruction «MAD» (loco, destrucción mutua asegurada) y esa doctrina del terror nuclear fue la que durante décadas pareció asegurar la supervivencia de nuestra especie.

Por aquellos años el pensamiento estratégico de los militares comenzó a apartarse del mero
uso indiscriminado de la fuerza y se centró más en entender qué eran esos conceptos a los que se llamaba victoria y derrota.

Las guerras de Vietnam y Afghanistán fueron dolorosas enseñanzas para las dos grandes potencias del momento de que las guerras no se ganan solo por el uso de la fuerza, sino por factores que, por entonces, se conocían como guerra psicológica y que hoy denominamos de forma muy diferente.

El caso de la derrota norteamericana en Vietnam fue clave para entender el cambio de doctrina estratégica que tuvo lugar en aquellos años.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Vietnam era una colonia francesa que luchaba por obtener su independencia lo que originó la llamada Primera Guerra de Indochina (1946-1954), en la que las tropas coloniales francesas se enfrentaron al movimiento de liberación conocido como el Viet Minh, liderado por los comunistas de la Indochina francesa.

Después de que los franceses abandonaran Indochina tras la humillante derrota de Dien Bien Phú en 1954, en la Conferencia de Ginebra se decidió la separación de Vietnam en dos estados soberanos (Vietnam del Norte y Vietnam del Sur) y la celebración de un referéndum un año después, donde los vietnamitas decidirían su reunificación o su separación definitiva.

El referéndum jamás se llevó a cabo: los dirigentes del Sur optaron por dar un golpe de estado y no celebrarlo para evitar que ganara la reunificación. Por este motivo Vietnam del Norte comenzó las infiltraciones de soldados en apoyo de las guerrillas procomunistas de Vietnam del Sur (el Vietcong) con el objetivo de reunificar la nación.

Estados Unidos, en virtud de la Doctrina Truman y lo que se llamó la Teoría de las fichas del dominó, a partir de 1964 comenzó a enviar tropas a Vietnam del Sur para evitar su conquista por el norte comunista, dando lo que se conocería como la Guerra de Vietnam.

La tremenda capacidad militar de los Estados Unidos se dejó sentir pero las guerrillas del Vietcong y el Ejército de Vietnam del Norte, apoyados por China y la URSS, se defendieron con tenacidad causando no pocas bajas al ejército de los Estados Unidos.

El clímax de esta guerra se alcanzó en 1968 con la denominada «Ofensiva del Tet». La planificación de la ofensiva fue meticulosa y la ejecución bien realizada,pero los resultados militares resultaron desastrosos para los comunistas.

Las bajas norvietnamitas superaron las 100.000 mientras que los estadounidenses apenas si sufrieron 4.000, pero esto fue suficiente para que, desde ese ese momento, la guerra quedase irremisiblemente perdida para los Estados Unidos.

A pesar de que Estados Unidos había vencido convincentemente las imágenes de los guerrilleros del Vietcong atacando la Embajada Norteamericana en Saigón causaron honda impresión en la opinión pública estadounidense y, los 4.000 soldados norteamericanos muertos, fueron una cifra imposible de digerir en aquellas circunstancias.

Fotografía de Eddie Adams. El general de Brigada sudvietnamita Nguyen Ngoc Loan disparando a un prisionero del Viet Cong: Nguyen Van Lem. Image copyright | AP / BRISCOE CENTRE FOR AMERICAN HISTORY

Imágenes impactantes como la del fotoperiodista Eddie Adams en donde se ve al General de Brigada Sudvietnamita Nguyen Ngoc Loan disparando a un prisionero del Viet Cong produjo un impacto sólo comparable al de la niña Phan Thị Kim Phúc corriendo desnuda tras un ataque norteamericano con napalm.

El movimiento hippie, declaradamente pacifista, se extendía en esa década por norteamerica; las acciones públicas de figuras famosas como Cassius Clay (desde entonces conocido como Muhammed Alí) negándose a ser reclutado («Ningún Vietcong me ha llamado nunca negro», dijo) también ayudaron a crear un fuerte sentimiento contra aquella guerra en la sociedad estadounidense.

Por si algo faltaba, en 1969, las manifestaciones de protesta se multiplicaron cuando se hicieron públicos los sucesos acaecidos un año antes en el pueblecito de My Lai donde, soldados del ejército norteamericano,  a lo largo de cuatro horas, violaron a las mujeres y las niñas, mataron el ganado y prendieron fuego a las casas hasta dejar el poblado arrasado por completo.

Para terminar, reunieron a los supervivientes en una acequia y abrieron fuego contra ellos hasta matar a todos los habitantes de la zona (es decir, ancianos, mujeres y niños). Por «defectos» en la investigación aún hoy día no se sabe la cifra exacta de asesinatos, pero se estima que la cifra debió estar entre 347 y 504.

Tras esto era cuestión de tiempo que los norteamericanos retiraran sus tropas, primero, y vieran como Saigón caía en manos comunistas después.

La Guerra de Vietnam, pues, no se ganó en los arrozales del Delta del Mekong ni en la ruta Ho Chi Minh, sino en la voluntad del pueblo estadounidense que, por diversas razones, decidió que no quería pelear aquella guerra.

La victoria, pues, solo parcialmente se había conseguido en el campo de batalla mediante el uso de la fuerza, una parte fundamental de la victoria fue conseguir que el pueblo norteamericano desease no pelear aquella guerra.

Por eso, a finales del siglo XX, muchos pensadores llegaron al convencimiento de que la guerra, en cuanto que empleo de la fuerza, era ya un ejercicio muy poco útil.

Por eso, también, en los años siguientes, gracias al uso estratégico de los medios de comunicación, comenzaron a cambiar las formas de hacer la guerra, cambio que devino en revolución con el advenimiento de internet y la aparición de la sociedad hiperconectada.

La revolución de la información hizo así que se redefiniesen conceptos como victoria o derrota y que apareciesen nuevas armas y formas de combate.

Si vencer era imponer la voluntad propia al adversario ya no era necesario doblegarla a través de la fuerza o la amenaza, bastaba con hacer que dicha voluntad mutase a través de la persuasión, el error, el miedo, la confusión o cualquier otro elemento susceptible de hacer mutar la voluntad de los adversarios en el sentido deseado.

A principios del siglo XXI tal doctrina era ya indiscutible y la inversión en armas informacionales aumentó exponencialmente; incluso muchos militares denunciaron la inutilidad de seguir invirtiendo dinero en portaaviones y otros tipos de carísimas armas de destrucción material.

Las guerras informacionales estaban servidas.

En la actualidad Rusia, China y otras naciones invierten ingentes cantidades de dinero en un arsenal tan útil que, sin disparar un sólo tiro, puede permitirles colocar de presidente de los Estados Unidos a quién ellos deseen y no digamos lo que pueden hacer en países con menos capacidad tecnológica.

De cómo se libran estas guerras y de sus doctrinas militares, estratégicas y tácticas hablaremos otro día.

De virus y canciones: información y viralidades.

De virus y canciones: información y viralidades.

Ya que hoy vamos de virus hablemos de otro tipo de viralidades.

Seguro que en muchas ocasiones habrás oído decir que una información es «viral». ¿Qué quieren decirnos con esto? Antes de responder te diré que, a mi juicio, la expresión debiera efectuarse justo al revés; es decir, afirmando que los virus son «informacionales». Dicho de otro modo, los virus son una especie dentro del género de la información y por eso se comportan como ella.

Otro día les contaré cómo se comporta la información, hoy estamos de cuarentena y les propondré un experimento que puede ser ilustrativo y es comparar el comportamiento de un virus con un trozo cualquiera de información (eso a lo que Richard Dawkins llamó «meme»), por ejemplo una canción, una canción cualquiera, si tienen dudas piensen, qué les digo yo, en la «Macarena».

Ni un virus ni una canción son seres vivos pues son incapaces de reproducirse por sí mismos ni vivir fuera de huesped, son una especie de parásitos que sólo viven incorporados a otro ser vivo. Es verdad que, en cuanto que cadenas de información, puedes encontrarlos fuera de un ser vivo en forma de «viriones» o «partituras», pero un virión a la espera de un huesped donde incrustarse es poco menos que una melodía a la espera de entrar en la mollera de un humano.

Los virus, como las canciones, infectan cuando entran en contacto con el huesped, por eso lls productores musicales se empeñan en hacer sonar sus producciones en las cadenas de radio pagando por ello y, por lo mismo, los ejércitos medievales arrojaban cadáveres de enfermos de peste dentro de las ciudades que asediaban catapultándolos desde las lineas propias. Si no quieres quedar infectado por un virus o una canción lo mejor es que te pongas en cuarentena apagando la radio o no saliendo a la calle.

Los virus (y las canciones) para tener mayor eficacia reproductiva y transmitirse más fácilmente evolucionan de forma que producen en su huesped comportamientos favorables a su transmisión; así hay virus que producen estornudos o tos (esto facilita su proyección hacia otros huéspedes) y, por lo mismo, hay canciones que inducen a los por ella infectados a dar saltos y contorsionarse en una extraña patología llamada «baile» (¡Heyyyy Macarena! ¡Aaaaaarrghhhh!) de forma que otros incautos se ven atraídos por tan llamativa y aparentemente divertida conducta.

Como buenas entidades informacionales los virus y las canciones mutarán hasta alcanzar su máxima eficacia replicativa y por eso la gripe cada año es distinta y por eso «Macarena» acabó cantándose en inglés con una versión que, eso sí, mantuvo siempre los genes esenciales de su ADN musical (¡Heyyyy Macarena! ¡Aaaaaarrghhhh!).

Ocurre con las canciones como con los virus que, cuando se te pasa la fiebre de esa canción que se te ha metido en la cabeza y cantas todo el día te acaba hartando. Sí, has elaborado los necesarios anticuerpos y ahora estás vacunado contra ella, la canción no te gusta, ahora incluso te molesta, y no volverá a «infectarte» hasta que la olvides o mute hasta una forma para la que no dispongas de anticuerpos. Justito igual que los virus.

Sí, sé que todo esto te parecerá gracioso pero ¿Qué dirías si te digo que epidemias y canciones se propagan siguiendo idénticos patrones? ¿Qué dirías si te digo que ADN y ARN no son más que unas cadenas de información?

Sé que no me vas a creer pero el mundo, el universo, se compone solo de tres cosas: materia, energía e información y virus, viriones, viroides, canciones, literatura o fórmulas bioquímicas no son más que especies de un género fascinante: la información.

Es verdad que lo que he escrito aquí es no más que una broma pero, créeme, yo que tú no me reiría demasiado.

Paternalismo

Escribe John Stuart Mill en «Sobre la libertad»:

La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría más feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. […] La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.

A pesar de que el razonamiento anterior aparenta ser evidente por sí mismo y parece constituir un eficaz límite a la irrefrenable voluntad de los gobiernos para controlar nuestras vidas, sin embargo, tropezamos diariamente con injerencias de los gobiernos en muchos aspectos de nuestras vidas. Ese principio de libertad que enunció John Stuart Mill parece estar en la crisis más absoluta.

En nuestros días, aunque un albañil desee trabajar en un andamio sin arnés de seguridad, porque le molesta y no quiere usarlo, la ley obliga al empresario a imponerle su uso incluso contra su voluntad, imposición que, si bien atenta contra la más elemental concepción de libertad, creo que todos estamos de acuerdo en calificar como sensata. Si usted desea bañarse en la playa cuando hay bandera roja no podrá hacerlo en la medida que un agente de la autoridad le descubra: usted no puede arriesgar su vida aunque le venga en gana. De nada le servirá decir que su vida es suya y que usted se la juega como quiere, el policía no se lo permitirá y le protegerá a usted de usted mismo. Si decide usted correr un encierro en San Fermín y un policía estima que no está usted en las condiciones físicas precisas le impedirá correr y le expulsará de la carrera. ¿Para cuando podrá la policía protegerme de mis gustos alimenticios e impedirme comer bocadillos de chopped-pork porque el pan es bollería industrial y el chopped colesterol malo?. Boxeo, motociclismo, automovilismo, alpinismo, comida basura, McDonalds, Burguer King… son actividades que «por nuestro bien» podría prohibir el estado. Ya lo hace con algunas plantas —cannabis— aunque lo permita con otras —tabaco—. ¿Hasta dónde llega la capacidad del gobierno de inmiscuirse en nuestras vidas y decidir por nosotros lo que podemos y no podemos hacer? ¿Hasta dónde puede el estado protegernos de nosotros mismos y tratarnos como menores de edad?

Esta pregunta ha ocupado a muchos pensadores y políticos y ha dado lugar a un término —paternalismo— con el que se designa a estos regímenes o a estas políticas caracterizadas por inmiscuirse en las decisiones de los ciudadanos con la idea de protegerlos de sus propias decisiones equivocadas.

La pregunta es ¿quién nos asegura que quienes toman esas decisiones en los gobiernos están mejor informados o tienen una mayor garantía de acierto que nosotros mismos? ¿Hasta dónde esa política de decidir por sus ciudadanos no esconde una forma de dictadura?. Tenemos ejemplos de gobernantes lo suficientemente necios como para tomar sistemáticamente las decisiones equivocadas y lo suficientemente corrompidos como para tomar decisiones que sólo les favorecen a ellos con el subterfugio de que es «por nuestro bien».

Yo, por mi parte, no sé dónde se encuentra el límite óptimo entre libertad y paternalismo aunque tengo para mí que la clave se encuentra en la información. No sé si el estado debe decidir por mí —creo que no, ya he conocido a demasiados majaderos con mando en plaza— lo que sí sé es que el estado debería garantizar que yo tuviese a mi alcance toda la información necesaria para tomar una decisión adecuada.

Si la doctora me prohibe la glucosa el gobierno no debe prohibirme el pan, pero sí debería cuidar de que yo supiese cuánta glucosa contienen los alimentos que se venden en los comercios, de forma que yo pueda decidir con acierto; yo debería poder saber si el aceite con que se ha elaborado un determinado producto es aceite de palma o no y que este hecho no se camufle bajo equívocas etiquetas como «aceites vegetales». No se debería permitir que se informe que la margarina es «saludable» porque le han añadido artificialmente calcio cuando es una grasa «trans» perniciosa para el organismo. Lo decisivo es que los ciudadanos dispongan de la máxima información disponible para tomar decisiones y sólo en casos excepcionales y bien fundamentados limitar su autonomía de decisión. Para eso la transparencia y el libre flujo de información son esenciales.

En la vida real, por desgracia, pasa justo lo contrario de lo que debería, unos ciudadanos sin más ni menos formación que otros ciudadanos, por ejemplo, toman decisiones por todos, ocultando de paso los debates y elementos de juicio que han tenido en cuenta. Tales prácticas no merecen siquiera el calificativo de paternalismo sino de sociedad secreta, pues tal forma de proceder es más propia de una sociedad secreta que de un órgano democrático.

En todo caso el debate sigue abierto: ¿hasta dónde puede restringirse la libertad del individuo incluso en el caso de que se haga pretendidamente por su bien?

Decisiones trascendentales

Hoy he tomado una decisión que yo calificaría de trascendental: me he comprado un botijo.

No, no, no empecemos con bromas y chascarrillos que ya os conozco a todos y sé de qué pié cojeáis; un botijo es una herramienta tecnológicamente avanzadísima y por completo integrada en el mundo de las tecnologías de la información. Lo que pasa es que, como la ignorancia es atrevida, siempre habrá algún ignaro que diga aquello de «es simple como el mecanismo de un botijo».

«Simple como el mecanismo de un botijo», hay que ser un beocio de España para decir tal majadería. El mecanismo del botijo es tan complejo que daría para explicar desde la formación del universo hasta su mismo final, y no les exagero lo más mínimo.

El principio de funcionamiento del botijo es el siguiente: el agua almacenada se filtra por los poros de la arcilla y en contacto con el ambiente seco exterior (característica del clima mediterráneo) se evapora, produciendo un enfriamiento (2,219 kilojulios por gramo de agua evaporada). La clave del enfriamiento está, por lo tanto, en la evaporación del agua exudada, ya que ésta, para evaporarse, extrae parte de la energía térmica del agua almacenada dentro del botijo.

Los beocios a que antes aludía —que no distinguen un kilojulio de lo que cabe en una litrona de cerveza en verano— menos aún van a saber lo que es la energía térmica más allá del difuso concepto de “la calor”, sin acertar a distinguir entre conceptos tales como temperatura, calor, energía cinética macroscópica y energía interna. La próxima vez que un beocio de estos les diga lo de «simple como el mecanismo de un botijo» pídale usted que le explique ese mecanismo y disfrute viendo al beocio boquear como un aladroque fuera del agua.

Bien, ya tengo mi botijo y soy un poco más feliz. Lo he llenado y lo he puesto sobre un plato para que el exudado no moje la mesa y ahora ya solo me queda disfrutar de agua fresquita todo el año. Va por ustedes.

Todo necio confunde valor y precio

Se atribuye comúnmente esta cita a Antonio Machado y he tenido ocasión de recordarla este principio de verano cuando, por razones largas de explicar, he vuelto a leer los capítulos iniciales de «El Capital», obra fundamental de Karl Marx y base de la ideología comunista. En ellos Marx habla de las mercancías y, muy machadianamente, distingue lo que él llama «valor de uso» del «valor de cambio». El valor de uso de una mercancía no precisa mayor explicación, las cosas sirven naturalmente para algo pues, si no sirven para nada, carecen de valor de uso; el valor de cambio, por el contrario, nos habla del intercambio de las mercancías y de las cantidades de cada una que habríamos de trocar para obtener una cantidad de la otra… es decir, cuantos pollos vale una vaca o cuántos litros de leche vale un martillo, proceso de cambio para el cual resulta muy útil el dinero, entidad que, fuera de esto, carece del más mínimo valor de uso como puso de manifiesto la archicitada frase que, entiendo yo que de forma apócrifa, se atribuye a los indios Cree.

Sólo después que el último árbol sea cortado, sólo después que el último río haya sido envenenado, sólo después que el último pez haya sido atrapado, sólo entonces nos daremos cuenta que no nos podemos comer el dinero.

Marx, en su análisis, prescinde de conceptos básicos para la formación de los precios y que son objeto fundamental de estudio para la economía clásica, como son los de demanda y oferta, y por ello ha sido criticado; sin embargo, a pesar de que comparto plenamente esa crítica negativa a la visión de Marx, su intento de tratar de comprender el «valor» de las cosas me parece loable aunque, ya que estamos en el siglo XXI y en la sociedad de la información, su visión se me antoja absolutamente obsoleta a pesar de que es, ciertamente, inspiradora en algunos momentos.

Para Marx la base del valor estaba en la cantidad de trabajo que había sido necesaria para obtener una determinada mercancía, desde la materia prima hasta el producto acabado. Así, el valor de una sartén de hierro se determinaría por la cantidad de trabajo empleado en extraer el mineral de hierro, fundirlo y dejarlo apto para ser trabajado por los herreros y, finalmente, por el trabajo del herrero que transforma el hierro en sartén. Toda la suma de este trabajo sería para Marx el valor de la sartén.

No voy a discutir el punto de vista de Marx ni su caracterización del trabajo como elemento generador de valor, sólo voy a tratar de dar un salto de la Sociedad Industrial del siglo XIX a la Sociedad de la Información del siglo XXI, salto en el que, quizá, alguna de las ideas expresadas pudieran ser de utilidad. Veámoslo.

Si pensamos la realidad con un enfoque informacional no nos costará entender que el universo está compuesto esencialmente de tres cosas: materia, energía e información, si bien, es esta última la que verdaderamente hace interesante al universo. Quizá en este punto convenga aclarar a qué me refiero cuando hablo de información y esto puedo hacerlo de dos formas: o bien remitiéndome a la teoría de la información de Claude Shannon y a los postulados de la termodinámica y demás teorías científicas o bien vulgarizando de un modo más sencillo para ahorrarles el trabajo científico que lleva aparejada la primera opción. Voy a tratar de hacerlo.

Créanme, en el universo se desarrolla una guerra eterna entre el orden y el caos, entre la información y la entropía, una guerra que sabemos de antemano que ganará el caos pues, como sin duda sabrá usted aunque no haya estudiado física, la entropía es la única magnitud que siempre crece en el universo junto con el tiempo.

Sin embargo, el que la entropía (si quiere llámele caos) crezca siempre en el universo no significa que, localmente, no haya lugares en el cosmos en los cuales el orden (la información) se manifiesta en todo su esplendor y revierte este fatal sino universal. Mire a su alrededor, las plantas y árboles engendran plantas y árboles, los animales y microbios campan por doquier y esas son realidades que contradicen el inexorable camino al caos del universo: un maravilloso orden rige aparentemente la biosfera de la Tierra. Sin embargo, créame también, este efímero triunfo del orden sobre el caos no es gratis, pues sólo puede producirse a costa de un generoso aporte de energía.

Si usted mira a su alrededor verá las mismas materias y energías que pudieron ver los dinosaurios en el Jurásico y el Cretácico… sí, mire bien, lo que usted está contemplando es el mismo hierro, el mismo granito o sílice que ya estaba en la Tierra en los períodos en que los dinosaurios imperaban en nuestro planeta. No hay ninguna materia ahora en la Tierra que no estuviese ya en ella en el Jurásico y, sin embargo, usted sabe también cuán diferente resulta nuestro mundo de aquel: aviones, rascacielos, naves espaciales, microprocesadores… La realidad es que, siendo el mismo mundo y la materia la misma, hemos logrado «informarlo» de forma muy distinta y reordenar la materia de manera que adquiera nuevas formas y propiedades. Un vaso de vidrio, en realidad, no es más que un puñado de silicio informado de una manera muy particular. Calentando el silicio se consiguió vidrio al que luego se le dio la forma precisa para que fuese un óptimo recipiente para líquidos. La metáfora es bastante exacta: el ser humano, a costa de un generoso aporte de energía, ha informado el silicio con una forma nueva aumentando el orden de manera local en este rincón del universo. Si bien lo examinamos toda la obra de la humanidad no es más que el producto de tres factores: materia, energía e información, hecho este que supone una tentación casi irresistible para tratar de elaborar sobre él una nueva teoría de la economía o incluso de la justicia. Sin embargo, mil palabras ya son suficientes por hoy, máxime si tenemos en cuenta que este post no va a interesar a nadie o casi nadie, de forma que dejaremos esas tentaciones para otras tardes de este mes de agosto.