El mono marino

Ayer disfruté con un inspirado documental que emitió TVE1; en él,su guionista, el antropólogo Niobe Thompson2, mientras se preguntaba por las razones de que la única especie de homínidos que había sobrevivido fuera la nuestra, apuntaba a la posibilidad de que fuese la especial adaptación al medio marino que presenta nuestra especie la que nos permitiera sobrevivir.

El clímax del documental y de la odisea de la supervivencia humana se plantea mientras se muestran los descubrimientos realizados en la excavaciones de la sudafricana Cueva de Blombos: la definitiva configuración de la mente humana moderna. Parece que dicha configuración de la mente se alcanza en un período prehistórico (hace unos cien mil años) en que nuestra especie entra en contacto con el mar.

Las excavaciones realizadas en la Cueva de Blombos abonan esta tesis pues allí, junto a maquillajes y abalorios que nos indican la presencia de un fuerte pensamiento simbólico, encontramos restos de fauna que nos demuestran que en aquel tiempo se sexplotaba un amplio rango de recursos marinos. Más de mil huesos de peces, muchos de ellos de ejemplares grandes, caparazones marinos, pinnípedos e incluso delfines, atestiguan de la presencia de una explotación extensiva de recursos acuáticos.

¿Fue la pesca una actividad consecuencia del aumento de la inteligencia de nuestra especie o fue, por el contrario, el aumento de nuestra inteligencia una consecuencia de la pesca con su mayor aporte de nutrientes?

El mejor recurso para el desarrollo de nuestros cerebros parecen ser los ácidos grasos poliinsaturados de cadena larga presentes en la cadena trófica marina. La correlación observable entre el aumento de inteligencia de nuestra especie en los períodos en que se alimentaba de recursos marinos ha llamado la atención de los expertos y les ha llevado a preguntarse si fue esta peculiar alimentación la que dio el último impulso a la mente de nuestros antepasados para alcanzar, hace casi cien mil años, su configuración actual.

Dicho esto, naturalmente, la pregunta está servida: ¿es el hombre un mono especialmente evolucionado para adaptarse al medio acuático?

El documental, para responder a tal pregunta, se dirige hasta la tribu de los Badjao3, en Filipinas, un pueblo marinero nómada, que en la actualidad todavía sigue practicando este estilo de vida. Allí comprueba cómo todavía los antiguos pescadores tradicionales son capaces de bucear en apnea a grandes profundidades permaneciendo sumergidos y sin respirar durante períodos de cinco minutos. La adaptación de la especie humana al buceo4, las reacciones biológicas que llevan a nuestro cuerpo, en ausencia de oxígeno, a dirigir los recursos al cerebro y al corazón, la extrema resistencia al frío que manifiestan otros pueblos cazadores-recolectores marinos llevan al documentalista a plantearse la pregunta que nos formulábamos al principio: ¿Es el hombre un mono acuático?

Mientras estaba viendo el documental caí en la cuenta de que esa tesis ya la había defendido con vehemencia, años atrás, la campeona de la teoría del «simio acuático» Elaine Morgan5.

Escuchar a Elaine Morgan (1920-2013) es un placer que hace pensar. Recuerdo cuando, viendo una charla suya en Ted, preguntó

¿Podrían darme ejemplos de mamíferos que, como el ser humano,no tengan pelo?

La pregunta es estupefactante, de primera impresión uno no encuentra en la naturaleza mamíferos que no tengan pelo, salvo claro está, delfines, ballenas, morsas o leones marinos y todos ellos, para nuestra sorpresa, resultan ser animales marinos.

Si uno trata de buscar mamíferos sin pelo que no sean animales acuáticos no le salvará el ejemplo del hipopótamo, por razones obvias, pero quizá, pensando en él, vengan a su memoria las imágenes del elefante y el rinoceronte como únicos representantes —junto con el ser humano— de los mamíferos terrestres sin pelo. No se alegre antes de tiempo, recientes investigaciones apuntan a que tanto el rinoceronte como el elefante evolucionaron de animales acuáticos. En el caso del elefante su relación con el manatí está totalmente acreditada. Los manatíes pertenecen al orden Sirenia, algo que difiere de los elefantes, pero ambos presentan similitudes morfológicas y anatómicas que reflejan la relación de su pasado. Debido a las necesidades de supervivencia de ambos, finalmente uno continuó su vida en el agua mientras otro representa hoy al mamífero terrestre más grande del mundo. En el caso del rinoceronte, un pariente lejano del hipopótamo, un antepasado de él encontrado en Florida parece acreditar sus costumbres acuáticas.

Aunque chimpancés y bonobos son genéticamente parecidísimos a nosotros, es evidente que nuestro parecido externo con ellos no es tanto: ellos tienen el cuerpo cubierto de pelo y caminan principalmente a cuatro patas mientras que nosotros presentamos una piel prácticamente sin pelo y caminamos sobre nuestras dos piernas. Ya, ya sé que monos y bonobos pueden caminar sobre sus dos patas traseras y que, de hecho, lo hacen por breves períodos de tiempo; sin embargo, como señala Elaine Morgan, hay un momento en que todos los simios caminan exclusivamente en dos patas y este no es otro que cuando se encuentran en el agua. Ciertamente atravesar un cauce de agua a cuatro patas no parece muy apropiado, mucho más eficaz parece bipedestar mientras se está rodeado de agua, postura que además libera las manos para pescar. Curioso e inspirador ¿Verdad?.

No les voy a fatigar añadiendo los muchos y muy buenos argumentos adicionales que abonan la tesis del simio acuático, pues llegados a ese punto del documental mi mente vagó hasta la primera vivienda de mi ciudad, la llamada «Cueva de los aviones», que fue domicio hace unos 40.000 años de una familia que también se decoraba la piel con maquillajes y conchas de animales que perforaba para adornarse, exactamente igual que los ocupantes de la cueva de Blombos en Sudáfrica hace 80.000 años, salvo que en el caso de los ocupantes de la «Cueva de los aviones» se trataba de Neanderthales.

Tengo que seguir investigando el asunto, la hipótesis del simio marino es sugerente y puede tener interesantes consecuencias, pero, de momento, he dejarles; es casi la hora de comer y me espera en el refrigerador un animal marino lleno de ácidos grasos poliinsaturados de cadena larga (lo que viene siendo un filete de atún) y la cosa de la gazuza empieza a apretar.


  1. «La gran odisea de la humanidad: el nacimiento de una especie». Canadá 2015. Dirección, guión y producción: Niobe Thompson.
  2. Niobe Thompson. Wikipedia.
  3. Badjao. Wikipedia
  4. Tiempos de trabajo en apnea de buceadores tradicionales
  5. Elaine Morgan. Wikipedia

La maldita tercera persona del plural.

La maldita tercera persona del plural.

Cuando escribo sobre los aspectos innatamente altruistas y morales del hombre y de los primates superiores, mi amigo Miguel, bastante menos optimista que yo respecto a las bondades de la naturaleza humana, suele recordarme la existencia de la guerra como contraejemplo demostrativo de la maldad evidente del homo llamado sapiens. Suelo objetarle que la guerra no es sólo ejemplo de maldad y escenario de atrocidades, sino que en ella se encuentran también perfectamente ilustradas algunas de las mayores virtudes del ser humano: Heroísmo, abnegación, sacrificio, camaradería… ejemplos supremos, suelo decirle, de altruismo y generosidad. Claro es que tal argumento no me convence ni a mí pues ¿cómo pueden esas acciones borrar el horror que causan las carnicerías provocadas por las guerras?

Resulta chocante como, todo ese altruismo y voluntad de servicio que ponemos a disposición de «los nuestros» (nosotros) se convierte en salvaje instinto homicida cuando hablamos de «los otros» (ellos).

Basta con señalar a un grupo como distinto de nosotros, incluso usando los criterios más estúpidamente pueriles, para obtener el caldo de cultivo en que hacer crecer la violencia. Los políticos saben esto y lo usan eficazmente para azuzar reivindicaciones de todo tipo. Aquel capaz de establecer el criterio que determine quienes somos «nosotros» y quienes son «ellos» acabará mandándonos contra «ellos» tarde o temprano. Como reflexionaba Estanislao en mi anterior post «Homo homini lupus» cuando Plauto escribió esa frase en la «asinaria» no dijo estrictamente que el hombre fuese un lobo para el hombre, sino un lobo sólo para aquellos hombres que le eran desconocidos; es decir, era un lobo para «ellos» para los integrantes de la maldita tercera persona del plural.

La guerra ha sido una actividad común a todos los grupos humanos desde la noche de los tiempos. Es bien conocida la crueldad de algunas especies de simios (singularmente los chimpancés) para con sus congéneres, y no parece sino que la guerra hubiese acompañado al homo sapiens desde sus primeros estadios evolutivos, de tal forma que estuviese escrita en su ADN. Hoy he tenido ocasión de leer un trabajo publicado por la Universidad de Oxford que ilustra sobre la crueldad de que es capaz el ser humano incluso en los estadios más primitivos de civilización. Algunos de los datos que ofrece, por sorprendentes, merecen un capítulo aparte

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¿Cuánto vale la vida de una persona?

Los estados son propensos a poner precio a la vida de las personas. De mis películas infantiles del Far-West recuerdo aquellas recompensas que se ofrecían por la vida de los forajidos («dead or alive») y de mis primeras lecturas recuerdo también la valoración que hacía Huerta de la vida de Emiliano Zapata: Dieciocho centavos, el precio de una soga para ahorcarlo.

Por eso, cuando inicié mis estudios de derecho, me sorprendió la coherencia del derecho romano que, considerando que el valor de la vida humana era inestimable, no concedía valor alguno en dinero a la misma en el caso de que el muerto fuese un hombre libre. Cuestión distinta era el caso de los esclavos que, por estar asimilados a la categoría de cosa, si tenían valor pecuniario y su muerte podía y debia ser indemnizada en buenos sestercios.

Avanzando el tiempo los ordenamientos jurídicos fueron admitiendo la indemnización en dinero de la vida humana y, al menos en España, hasta 1995 la tarea de fijar la indemnización para la vida humana se dejó en manos de los jueces que deberían atender de forma individualizada a cada caso concreto. Sin embargo en 1995 todo cambió por la influencia que el lobby de las compañías de seguros ejerció sobre el gobierno. Seguir leyendo «¿Cuánto vale la vida de una persona?»