Extranjero

Extranjero

Si me lo hubieran dicho cuando yo tenía sólo diez años no lo hubiera podido creer.

A esa edad yo ya había tenido dos primos emigrados, uno trabajando en Bélgica y otro en Alemania. También había tenido un tío que había estado en Francia y en casa oía hablar de familiares que habían marchado a la Argentina y de los que hacía años no sabíamos nada.

Todos sabíamos que, en la generación de nuestros padres, muchos no emigraron por trabajo sino por salvar la vida y acabaron de las más distintas formas que pueda imaginarse; algunos en sudamérica, muchos en México, acogidos por un gobierno comprensivo y otros peleando una nueva guerra como soldados bajo banderas francesas, no tanto por defender a esa República como por escapar de los nuevos amos de Francia, unos hombres que pensaban que su sangre era mejor que la de los demás.

Sí, si me hubieran contado lo que pasa ahora cuando yo tenía diez años no les hubiera creído.

Cuando estalló la crisis del petróleo a principios de los 70 las radios y las televisiones españolas tronaron: los alemanes pretendían expulsar a los inmigrantes turcos y españoles. Aquello, en las voces de los locutores de entonces sonaba a agravio, ¿cómo podían los alemanes siquiera plantearse expulsar a españoles?

Y claro yo pensaba en mis primos, o en mi tío, o en los muchos españoles que andaban por el mundo buscando un nuevo cielo bajo el que vivir en paz y no entendía aquello. En España recibíamos con alborozo a los turistas alemanes ¿cómo podrían ellos hacernos eso?

Tardé tiempo en entender que en la vida real sólo hay dos naciones, la de los que tienen y la de los que no tienen, y que a España llegaban los turistas a gastar dinero y que, quien tiene dinero, nunca es extranjero en ningún lugar.

Yo entonces no podía imaginar que nadie pudiese discriminar a los seres humanos sólo por el idioma en que su madres les contaron los cuentos, ni pensé nunca tampoco que hubiese una hambre española o una hambre argentina. El hambre es siempre la misma, me habían enseñado, sólo va cambiando de sitio: entonces nosotros emigrábamos a Argentina y hoy los argentinos emigran a España.

Pero claro, estas cosas las pensaba yo con diez años, ahora me dedico a leer historias de sumeria. Historias de ese tiempo en que el ser humano dejó de ser cazador-recolector y se hizo agricultor y empezó a adueñarse de una tierra por la que antes todos habían podido pasar. Un tiempo en el que los hombres trazaron rayas en el suelo que no se podían traspasar, un tiempo en que los agricultores se unieron en estados que también trazaron rayas en el suelo e inventaron conceptos hasta entonces inexistentes: estado, imperio, frontera, inmigrante, extranjero, peregrino, ciudadano…

Y no, no me malinterpreten: sé que hay unas leyes y que estas leyes se dictaron por algo y hay que cumplirlas. Sé que no es posible —al menos por ahora— un mundo sin fronteras y sin una ordenación del fenómeno de las migraciones. Pero como hijo de una generación emigrante me sorprende ver a muchos hijos de ese pueblo de emigrantes reclamando que no se dé a otros lo esos otros sí dieron a sus padres.

Todos los pueblos, en un momento u otro, se han creído el pueblo elegido, desde unos alemanes locos que un día sostuvieron que su sangre era mejor que la de los demás a unos estadounidenses que creyeron que los dioses habían fijado para ellos un destino manifiesto que no era otra cosa sino la creencia de que los Estados Unidos de América era una nación elegida y destinada a expandirse desde las costas del Atlántico hasta el Pacífico.

¿Y por qué les cuento esto?

Pues no lo sé muy bien, quizá porque hoy, navegando por la red, me he encontrado con esta tablilla sumeria en que se plantea a los escolares el problema de dividir con una recta un trapecio de lados irregulares a fin de que resulten dos fincas iguales.

Y porque mientras pensaba en cuán novedoso debió resultar a los hombres del neolítico que otros hombres, agricultores, se apropiasen de la tierra y trazasen lineas en ellas, no he podido evitar pensar que, entre las muchas cosas que inventaron los sumerios, también están algunas tan desagradables como la palabra «extranjero».

Niyireth

Niyireth

Dicen que los de Bilbao nacen donde quieren pero no es verdad, los que nacen donde quieren son los colombianos y por eso Niyireth había nacido en Bilbao, una zona rural en Tolima, Colombia. Hija de campesinos sabía todo cuanto había que saber de cuidar ganado y, vecina como era de una región bajo la influencia de las guerrillas de las FARC, había hecho de las armas y del miedo unos viejos conocidos.

Logró con esfuerzo ser profesora de primaria y, como muchas colombianas, también fue madre soltera. Sabía quién era el padre pero —cuestión de orgullo— jamás le pidió nada y, como «más cornás da el hambre», cuando se le acabò el contrato de profesora lió el hato y se vino a España donde dio todos los campanazos que un inmigrante ha de dar para salir adelante de forma que, en cuanto pudo, se alistò en el ejército español.

He escrito mucho sobre mujeres valientes, frecuentemente rusas y hoy, mientras venía para casa, he sentido que quizá era un buen día para escribir de una española.

Fue mientras estaba destinada en Fuerteventura cuando a Niyireth Pineda Marín, la bilbaína de Tolima, se le presentó la ocasión de marchar voluntaria a Afghanistán y fue allí donde, el 27 de junio de 2011, acabó dándolo todo por la patria cuando una bomba terminó con su vida y la del sargento Manuel Argudín.

Así que, amigo, cuando vayas a hacer algún comentario a propósito de españoles, españolas, extranjeros o extranjeras, recuerda que a ti la condición de español te la regalaron al nacer mientras que otras se la han ganado a pulmón y, sobre todo, no olvides nunca que, las soldados de España como Niyireth, nacen donde les da la gana, incluso en Bilbao, Tolima, Colombia.

Esta va por la memoria de Niyireth Pineda, una soldado de España.