La reciprocidad y la cooperación

Que un ser unicelular, como conté en el post de ayer, pueda ayudar a sus congéneres a metabolizar sacarosa no le hace ni más listo ni más tonto —a fin de cuentas ni siquiera tiene sistema nervioso— solo le hace diferente; pero la naturaleza tiene estas cosas, de vez en cuando, en medio de la uniformidad general, hace aparecer un mutante, una levadura loca, como en este caso.

¿Qué puede ganar una entidad cooperante en medio de una comunidad que no coopera?

Ya se lo anticipo yo: nada.

Entonces ¿cuándo y bajo qué circunstancias puede la cooperación convertirse en una estrategia exitosa?

Esta pregunta atormentó a los científicos durante mucho tiempo, pero fue con la llegada de los ordenadores cuando pudieron empezar a realizarse simulaciones y experimentos que ofrecieron inspiradores resultados. Los más conocidos —al menos para mí— quizá sean los del científico norteamericano Robert Axelrod y que se recogen en su libro «The evolution of cooperation».

Robert Axelrod pidió a la comunidad científica internacional que remitiese programas de ordenador en los que se diseñasen estrategias de cooperación. Con todos los programas se organizaría una competición a fin de determinar cuál de todas las estrategias cooperativas era la más eficaz. Obviamente, en medio de todos aquellos programas, los había que cooperaban siempre y que no cooperaban nunca y —entre ambos extremos— todo tipo de estrategias intermedias.

Parte de los científicos que presentaron programas así como la longitud de los mismos los tienen en la fotografía de abajo.

Para sorpresa de muchos el programa ganador fue el más corto y más sencillo; presentado por el científico ruso afincado en Canadá Anatol Rappoport, el programa fue bautizado como «tit for tat» y su estrategia era sencilla. En su relación con otros programas «tit for tat» cooperaba siempre en la primera ronda y en las siguientes replicaba la conducta de su antagonista.

Así, si «tit for tat» se enfrentaba a un programa que sistemáticamente no cooperaba, «tit for tat» se convertía en un no cooperador tan duro como su antagonista; si, por el contrario, se enfrentaba a un programa que cooperaba siempre «tit for tat» se tornaba tan cooperador como él y, en medio de ambas estrategias, «tit for tat» se reveló como el competidor más exitoso.

Si Confucio lo hubiese podido ver se habría sentido orgulloso, la informática confirmaba su teoría de la reciprocidad.

En años sucesivos se trató de mejorar «tit for tat» implementando estrategias de perdón pues, si su antagonista tenía programado no cooperar en la primera ronda, «tit for tat» ya no daba oportunidad alguna a la posibilidad de cooperar.

En todo caso la reciprocidad se reveló durante estos experimentos como la estrategia más sólida y estable para generar un entorno cooperativo. Y esto fue solo el principio: se estudió cómo la cooperación «invadía» y triunfaba en diversos ecosistemas con variables diversas y, en fin, se alcanzaron iluminadoras conclusiones que, como pueden imaginar, no caben en un post.

Lo que sí me parece importante señalar es que tanto el «do ut des», como la equivalencia de las prestaciones «sinalagmaticidad» ya funcionan a niver de cooperación unicelular, que no son propios ni exclusivos de la especie humana y que antes obedecen a leyes naturales que humanas. Naturalmente, esas estrategias incorporadas a los genes de organismos simples se reproducen, bien que con mayor complejidad, en organismos superiores.

Pero acabemos por hoy con «The Evolution of Cooperation» de Robert Axelrod. Dentro de estas estrategias que hacen de la cooperación una conducta exitosa se señalaron algunas otras que, de alguna forma, podían complementarla, como por ejemplo:

Las etiquetas: los indivíduos se comportan en relación con otros en función de características externas observables de estos (tamaño, atributos) por lo que la mera contemplación de estas condiciona su conducta. A nivel humano puede usted pensar en un policía uniformado, la conducta de usted se verá modificada por una característica externa observable (el uniforme) que actúa a modo de etiqueta. El funeral de la Reina Isabel II de estos días no está dejando una buena colección de etiquetas que observar.

Reputación: los individuos se comportan en relación con otros en función de su conducta esperable. Entre los humanos babrá observado usted esto con frecuencia; los seres humanos suelen alardear de «no perdonar nunca», de «no olvidar jamás una traición», de que «quien se la hace se la paga»… Esto en realidad no es más que una estrategia de construcción de reputación que a mí, en un bar y en medio de un grupo con algo de alcohol en las venas, me resulta divertidísimo observar. Puedo predecir desde aquí que alguien hará un comentatio a este punto si es qje más de cinco personas leen este post.

Territorialidad: los cooperantes no quieren no cooperantes en sus grupos, esto determina espacios de cooperación.

Y muchos otros, especialmente nos detendremos en otro post en un asunto apasionante al estudiar el dilema del prisionero iterado, las estrategias para «alargar la sombra del futuro», unas estrategias que podrían estar en el fondo de la aparición de fenómenos como el religioso.

Pero por hoy dejémoslo y quedémonos con lo que importa: la reciprocidad es la estrategia gracias a la cual la cooperación triunfa. Millones de años antes de que el primer dinosaurio apareciese o Paulo, Gayo, Ulpiano, Papiniano y Modestino vistiesen la toga todo el algoritmo del «do ut des» y lo «sinalagmático» llevaba millones de años funcionando en la naturaleza, a veces en seres tan simples y ajenos a la realidad de su propia existencia como unas levaduras.

Miedo

Miedo

Somos seres frágiles, la vida es un vidrio que se rompe en cualquier momento y no es fácil vivir con la preocupación constante de perderla. En estos tiempos de enfermedad el miedo crece y es difícil a veces conllevarlo, así que he pensado que, quizá, lo mejor sería tratar de observar lo que hacen para vencerlo unas personas que se enfrentan regularmente a él: los toreros.

De entre ellos, quizá, fue Juan Belmonte quien más y mejor nos habló del miedo a través de la pluma de Manuel Chaves Nogales.

«El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Durante las horas anteriores a la corrida se pasa tanto miedo, que todo el organismo está conmovido por una vibración intensísima, capaz de activar las funciones fisiológicas, hasta el punto de provocar esta anomalía que no sé si los médicos aceptarán, pero que todos los toreros han podido comprobar de manera terminante: los días de toros la barba crece más aprisa».

Y no, no se trata del miedo al público ni al fracaso, ni a ninguna de esas ridículas historias que se inventan los toreros para no tener que confesar la verdad; es, como decía el inolvidable Juncal, «miedo al de las patas negras, al que te levanta los pies del suelo».

Juan Belmonte, para sobreponerse, utilizaba una estrategia que quizá les resulte curiosa pero que les sugiero no tomen a broma demasiado rápidamente. Juan Belmonte hablaba con el miedo.

—¿Ya estás aquí otra vez? Mira, van a venir unos señores y no está bien que te vean por aquí, así que fuera, lárgate un rato…

Chaves Nogales lo cuenta así:

«Acurrucado todavía entre las sábanas, con el embozo subido hasta las cejas, el torero empieza su dramático diálogo con el miedo. Yo, al menos, entablo una vivísima polémica. No sé lo que harán los demás toreros. Al miedo yo le venzo o, al menos, le contengo a fuerza de dialéctica. Es un diálogo incoherente, como el de un loco con un ser sobrenatural».

Puede parecerles una locura pero es bueno llamar a las cosas por su nombre, sobre todo cuando llegan esas horas en que se acaban los engaños y hay que torear a cuerpo limpio. Puede ser un examen importante, una operación o la angustiosa espera de una noticia vital por un ser querido.

—Eso que tienes, Pepe —me digo a veces— se llama miedo. ¿Y qué ibas a tener? ¿Ibas a estar dando saltos de alegría? ¿qué otra cosa puedes sentir sino miedo? Si sintieses otra cosa estarías loco…

—Bueno, mira, chaval, hace tiempo que nos conocemos y sé quien eres; ya sé que eres habitual en estos casos pero apártate un momentito y deja de molestar.

Yo no sabía que Juan Belmonte se entendía así con el miedo pero hoy, releyendo a Chaves Nogales, he vuelto a recordarlo.

Juan Belmonte fue un hombre atípico con una vida llena de momentos singulares y se cuenta de él, entre otras cosas, que anunció que se iría de este mundo el día que no pudiera subirse a un caballo.

A punto de cumplir 70 años y tras de que algunos testigos cuenten que hubo de pedir ayuda para subir a su caballo, Juan Belmonte se suicidó de un disparo en su cortijo de Gómez Cardeña —entre Sevilla y Jerez— el 8 de abril de 1962. A pesar de ser un suicida, se le permitió ser enterrado en el Cementerio de San Fernando de Sevilla.

El «Pasmo de Triana» pasaba por ser el torero más valiente pero, gracias a Chaves Nogales, sabemos que tenía miedo… y mucho.

Pero le hablaba.

Estrategias

Estrategias

«Ningún plan, por bueno que sea, sobrevive al primer contacto con el enemigo». La frase se atribuye al mariscal de campo alemán Helmuth Von Moltke e ilustra a la perfección lo que ocurre con nuestros planes en cuanto son puestos en marcha y empiezan a obtener los primeros resultados. Si se esperaba un resultado de cien y se produce un resultado de mil ya puedes envolver tu plan y guardarlo pues tendrás que planificar de nuevo y volverá a pasarte lo mismo.

Entonces ¿es mejor no hacer planes y dejar que todo ocurra a la buena de dios?

No, lo que hace falta es, sobre todo, inteligencia.

Gran parte del éxito táctico alemán en las guerras mundiales se debió a no considerar a sus soldados máquinas de cumplir órdenes (aunque las películas nos los presenten así, disciplinados y cabezacuadradas) sino como unidades inteligentes. Desde la época de Ludendorff se fue imponiendo la idea de que un soldado, para poder actuar eficazmente, debía poder tomar decisiones por sí mismo pero, para que esas decisiones fuesen correctas, debía conocer con precisión qué es lo que se esperaba de él. Un soldado, según esta doctrina, debía conocer, al menos, las intenciones de sus jefes hasta dos grados por encima de él. Así podría tomar por sí mismo decisiones que contribuyesen al interés general aunque estuviese aislado y sin posibilidad de recibir órdenes.

Si hay un ejemplo universal de ejército desorganizado (en apariencia) pero eficaz fue la guerrilla española. Tan eficaz resultó esta forma de organización que, dos siglos después de su aparición, en casi cualquier lugar del mundo es posible encontrar grupos armados que se denominan «guerrillas», incluso en inglés esta palabra se pronuncia en castellano. Mientras que los vistosos cuadros de infantería napoleónica y las cargas de caballería resultan antediluvianos comparados con los invisibles y mimetizados cibersoldados actuales, la guerrilla es perfectamente reconocible en sus formas de actuación hace dos siglos y ahora. La estrategia de los ejércitos ha cambiado pero la de la guerrilla no, desde Juan Martín El Empecinado a la última guerrilla de sudamérica pasando por las guerrillas chinas de Mao Tse Tung, esta forma de hacer la guerra ha seguido plenamente vigente.

Desde un punto de vista mucho más pacífico el economista de Harvard Jochai Benkler en su libro «The wealth of networks» pone a la guerrilla como ejemplo de una forma de economía social. Los guerrilleros españoles no eran soldados a tiempo completo; es verdad, sí, que contaban todos con unas herramientas susceptibles de ser usadas para la guerra (la faca o el trabuco) pero lo decisivo era la voluntad de la población de usarlas en defensa de una causa. Durante la guerra contra los franceses todos los guerrilleros y guerrilleras (que las hubo) tenían un objetivo común (la vuelta del miserable de Fernando VII y la expulsión de los franceses) y, con ese objetivo en mente, sabían perfectamente lo que se esperaba de ellos: causar tantos daños al francés como fuese posible y, para esto, se organizaban localmente en función de sus posibilidades o incluso de sus necesidades laborales y de tiempo. La mayoría de los guerrilleros eran insurgentes de noche y honestos labradores de día. Eran soldados a tiempo parcial.

Para Jochai Benkler, en la sociedad de la información se da una situación parecida a la de aquellos guerrilleros: hoy ya no tenemos trabucos y facas de Albacete pero disponemos de ordenadores en todas las casas. Movidos por un ideal común muchos ciudadanos y ciudadanas son capaces de coordinar sus esfuerzos en función de sus disponibilidades de tiempo; son muchas las personas que, en la actualidad, dedican una parte de su tiempo a pelear por una causa y lo hacen igual que lo hacían los viejos guerrilleros: peleando de noche tras acostar a los niños y trabajando de día para sacar su familia adelante y poder dedicar unos minutos de su vida a pelear por esas causas en las que creen.

¿Qué estrategia se le puede señalar a esos guerrilleros digitales?

Simplemente ninguna. La única estrategia posible es confiar en ellos y saber que operarán con inteligencia. Que, como las bandadas de pájaros o los cardúmenes de peces, la existencia de un objetivo, de una causa querida por todos, les hará volar o nadar juntos como si fuesen dirigidos por alguien, aunque, en la realidad, nadie les señalará el camino sino que ellos mismos lo elegirán.

Para una acción filantrópica, política, humanitaria o profesional importante en la sociedad de la información el mayor capital es la inteligencia y la seguridad de que nadie te dirá lo que tienes que hacer. Si quieres pelear eficazmente por una causa no esperes que nadie te diga lo que has de hacer (no hay planes estratégicos generales que resistan al primer choque con el enemigo) lo que has de hacer es aquello que tu inteligencia te dicte que has de hacer y que puede resultar útil a la causa.

Quizá no te parezca mucho pero Napoleón aprendió que no se podía acabar con ellos y los Estados Unidos acabaron marchándose de Vietnam simplemente porque no pudieron derrotar a las Guerrillas del Viet-Cong. Mujeres, como esta que se arregla con coquetería el pañuelo (no va a ir una a matar rusos sin arreglar) en un bosque de Chechenia, defendieron a sus hijos a tiros mientras sus maridos buscaban cómo causar más daño al ejército ruso.

Tan antiguo como el sitio de Zaragoza y tan moderno como Internet.

Y ahora estoy yo pensando ¿por qué les habré contado yo a ustedes esto?

¿Los pobres son honestos y los ricos son tramposos?

Richard Dawkins en su libro «El Gen Egoista«, (Salvat Editores, S.A., Barcelona, 1993) plantea a menudo interesantes juegos destinados a explicar cómo el altruismo puede emerger en ambientes absolutamente ajenos al mismo, cuestión esta de la que nos hemos ocupado en otros post de éste blog. Entre estos juegos me resulta particularmente sugerente el que se contiene en la página 210 y siguientes de la edición reseñada y que, por no contar yo lo que él cuenta mejor, dice así: Seguir leyendo «¿Los pobres son honestos y los ricos son tramposos?»