La justicia española contribuirá decisivamente a que nos vayamos todos al carajo

La justicia española contribuirá decisivamente a que nos vayamos todos al carajo

Discúlpenme si les digo las cosas en lenguaje técnico, pero es que no encuentro mejor manera de hacerlo: el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha previsto para España una disminución del PIB del -8% para este año.

Como no sé si ustedes comprenden exactamente lo que significa esa magnitud, permítanme que cite en este punto al premio nóbel de economía Paul Samuelson: «significa literalmente que nos vamos a la mierda».

En efecto, una bajada del PIB del -8% implica que nos vamos a ir a la mierda al carajo, aunque, afortunadamente, gracias a la justicia española y al ingenio innegable de quienes la dirigen, los españoles nos vamos a ir al carajo mucho más rápido y mejor que el resto de las naciones. Trataré de explicarles este prodigio.

Para que se hagan una idea de lo que significa para la justicia ese -8% es bueno que recuerden que en 2008, en medio de la histeria del ladrillo y las hipotecas, el PIB aún creció un 1,1% y, en 2009, ya en plena crisis y con media España perdiendo su trabajo, su casa e incluso su vida, el PIB bajó tan solo un -3,6%.

El -8% que predice el FMI significa que la crisis, este año, viene más del doble de dura que la de 2008-2009.

Esto, como dijo Marx, lo entendería un niño de seis años; lo que ocurre es que ni en el Ministerio de Justicia ni en el CGPJ han consultado a ningún niño de seis años, circunstancia esta que va a hacer la crisis española mucho más interesante. Déjenme que se lo explique que ya verán ustedes qué divertidos son estos muchachos del ministerio y los políticos con toga del CGPJ. Se van ustedes a partir. Literalmente.

En 2008-2009, una bajada del PIB del -2,5% en el conjunto de los dos años (1,1 en 2008 -3,6 en 2009), produjo un incremento del 40% de casos en los juzgados de lo social y del 81% en los mercantiles.

Este dato, una minucia sin importancia, significa que centenares de miles de españoles (casi medio millón por año) acudieron a los juzgados de lo social a reclamar el dinero que las empresas habían de pagarles. Ese dato significa también que muchas empresas acudieron a los juzgados para que estos les ayudasen a salvar la crisis.

Ustedes ya saben lo que pasó: los juzgados se colapsaron porque nadie había previsto aquello, de forma que los españoles hubieron de buscarse, como siempre, la vida por su cuenta.

Pero aquello fue un juego de niños comparado con lo que se nos viene encima ahora: con un -8% es de esperar que el trabajo en los juzgados de lo social se incremente en más del 100% y en los mercantiles en un fabuloso 200%. Lo que les digo, la cagada de 2008 va a parecer una broma al lado de esta: en 2020 lo vamos a bordar.

Es verdad que el hecho de que las causas se incrementen en un 200% en los juzgados mercantiles no significa necesariamente que no puedan atenderse. Junto a los 68 juzgados mercantiles de España existen 1.700 juzgados de primera instancia suficientemente cualificados para absorber ese exceso de trabajo, pero es ahí donde entra en juego el innegable ingenio del ministro de justicia y la escolanía del CGPJ.

En lugar de cometer la ordinariez de atender de inmediato a las necesidades que va a generar la carga de trabajo, estos sagaces próceres han logrado centrar la atención pública en sutiles debates relativos a si el mes de agosto será hábil o inhábil, si la cuantía para acceder a los recursos ha de ser esta o aquella o, incluso, maravilla de maravillas, si los bancos podrían beneficiarse algo más de este río revuelto y quitarles las costas en los procedimientos hipotecarios u obligar a los consumidores a interponer tres procedimientos conciliatorios y dos mediaciones (una de ellas canónica) antes de poder reclamar al banco los 600 boniatos que todavía le debe por los gastos de su hipoteca.

¡Ingenio de los ingenios!, ¡Prodigio de prodigios!, «Stupor mundi»: nuestros prebostillos provisionales han logrado que, mientras el transatlántico se hunde, la ciudadanía disfrute oyendo tocar a la orquesta «España Cañí». Es el trile perfecto, la cancamusa total, el «tararí que te vi dospuntocero».

Es maravilloso, mientras los bárbaros asaltan las murallas ellos le buscan las carteras a los defensores; mientras el enemigo avanza hacia la trinchera ellos discuten el último trienio de su salario; mientras las UCI’s se llenan y las empresas se vacían ellos juegan a diseñar nuevos y sutiles requisitos que incorporar a leyes rituarias. Créanme, mucho se les va a deber a ellos, sin una tan eficaz colaboración probablemente nunca nos iríamos todos al carajo con la rapidez y acierto que en esta ocasión lo vamos a hacer.

Tengo tan ciega confianza en ellos que estas van a ser, sin duda, las últimas palabras que escriba ocupándome de este asunto. Que nos vamos a ir al carajo ya es seguro, sólo queda ver si lo hacemos de forma ordinaria, entre quejas, o si lo hacemos en medio de este hermoso espectáculo que ahora contemplamos. Unos acusando a otros de querer trabajar, otros acusando a unos de vagos, los terceros manifestando que no trabajarán por el momento porque son ellos los que deciden cómo se han de gestionar las pandemias y los cuartos que si agosto no es inhábil o hábil —que ya ni sé— que entonces nanay.

Y mientras el ministro habla hoy de acelerar los trámites para entregar la instrucción de las causas penales al fiscal y mientras el CGPJ decide si la mediación con el banco es mejor hacerla en sillón rosa o celeste, los concursos de acreedores se preparan en las mesas de economistas y abogados, las cartas de despido se apilan en las asesorías y el hambre acecha desde su refugio de otoño tras un verano sin turismo.

Sí, indudablemente, nos vamos al carajo, pero no me negarán que gracias al ministro y al CGPJ vamos a llegar allí los primeros.

¡Campeones!

Cómo delinquen los poderosos

A los ojos de los hombres el acto de administrar justicia es algo muy complejo pues exige, no sólo de unas leyes previas que incorporen unos determinados valores de justicia, sino también de la posibilidad de atribuir las acciones a enjuiciar a unas personas determinadas y establecer una clara relación causa-efecto entre estas acciones y las consecuencias de las mismas.

Del primero de los requisitos —la existencia de un ordenamiento jurídico previo que incorpore determinados valores de justicia— me ocuparé otro día, hoy quiero ocuparme de cómo, ciertas personas, especialmente las más poderosas, esquivan el cumplimiento de tal ordenamiento a través de la manipulación del segundo y el tercero de los requisitos a que hice referencia antes: la posibilidad de atribuir las acciones injustas a unas personas determinadas y establecer una clara relación causa-efecto entre estas acciones y las consecuencias de las mismas.

La facultad de atribuir a un indivíduo la comisión de una determinada acción está en la base de cualquier forma, no sólo humana, de cooperación.

A Darwin le fascinaba esta facultad. Para vengarse, por ejemplo, un indivíduo debe tener la capacidad de identificar al causante de su mal entre el resto de los indivíduos, debe tener la capacidad de recordar lo que ha hecho este indivíduo concreto y sólo si ambas precondiciones se dan, podrá el indivíduo agraviado considerar la posibilidad de vengarse. Esto es válido para cualquier especie animal pero, no cabe duda, en el caso de la especie humana esta facultad está especialmente desarrollada y esto fascinaba a Darwin.

Los seres humanos han tratado históricamente de anular la capacidad de vengarse de sus víctimas mediante el uso de disfraces que anulasen esta facultad e impidiesen a la víctima reconocer al autor de la injusticia y poner en marcha los mecanismos de venganza privada o pública de que pudiese disponer.

En el caso de los delincuentes de poca monta, la máscara, el pasamontañas o el antifaz, han sido las herramientas utilizadas tradicionalmente para tratar de evitar la venganza privada de sus víctimas o la pública del estado a través de la acción de la justicia. Tales herramientas se nos aparecen verdaderamente toscas si las comparamos con las sofisticadas máscaras que utilizan los delincuentes de cuello blanco: complejos entramados societarios donde las personalidades jurídicas de las diversas entidades se superponen como si de un complejo juego de muñecas rusas se tratase y donde la auténtica personalidad del autor no puede conocerse sino tras haber ido abriendo trabajosamente un sinnúmero de falsas personalidades, a menudo radicadas en países extranjeros donde la longa manus del estado apenas puede alcanzar o no puede alcanzar en absoluto, e incluso haber tenido que pasar por encima de una buena cantidad de testaferros.

La máscara (del árabe mas-hara y este de sahara —él burló— y este a su vez de sahír —burlador—) ha sido la impostura con la que los delincuentes han tratado tradicionalmente de ocultar sus acciones, pero, esa máscara —fácil de levantar para ver la real cara del delincuente— se ha vuelto virtualmente impenetrable en el caso de los delincuentes poderosos cuando se confecciona con cadenas de personas jurídicas cuyo origen suele estar en un paraíso fiscal donde un trust las provee legalmente de un testaferro virtualmente impenetrable.

La sensación de impotencia que al ser humano común le causa la impunidad que generan estas sociedades anónimas se pinta con maestría en la escena del desahucio de la película «Las Uvas de la Ira», cuando unos campesinos van a ser desahuciados de unas tierras:

—¿Y quién es la compañia Shawny Land?

—¡No es nadie! ¡Es una compañía!

—Pero tienen un presidente; tendrán alguien que sepa para qué sirve un rifle.

—Pero, hijo, ellos no tienen la culpa. El banco les dice lo que tienen que hacer.

—Muy bien, ¿dónde está el banco?

—En Tulsa, pero allí no vas a resolver nada; allí sólo está el apoderado. El pobre sólo trata de cumplir las órdenes de Nueva York.

—Entonces, ¿a quién matamos?

—La verdad, no lo sé. Si lo supiera te lo diría; yo no sé quién es el culpable…

Y si de esta forma evitan los poderosos responder por sus acciones, aún guardan un truco más en la manga para asegurarse la impunidad: la imposible o muy difícil concreción de las relaciones causa-efecto. Déjenme explicarme.

Si usted ve que una persona apuñala a otra para robarle y la mata, a usted no le cabe la menor duda de la relación causa-efecto entre el apuñalamiento y la muerte subsiguiente. Usted puede culpar de la muerte de la persona a quien le apuñala y esto es tan claro que no admite réplica.

No pasa igual con los poderosos y sus máscaras las sociedades anónimas. Cuando una sociedad, para enriquecerse, contamina el aire que respiramos con sustancias potencialmente nocivas, culpar a esta sociedad de las eventuales muertes que esta contaminación pueda producir no es algo obvio en absoluto, como no es obvio que empresas que se enriquecieron con el asbestos sean las culpables de las muertes que ahora se están produciendo por tal causa. Más aún: usted sabe que hay empresas que usan del trabajo infantil en formas equiparables a la esclavitud humana pero, aún así, muchas personas compran los productos así fabricados porque son baratos. ¿Quiénes son los culpables de esa forma de esclavitud? ¿Es usted cómplice de esa forma de explotación si compra los productos así fabricados? ¿O quizá prefiere no saberlo?

No, las acciones con que se enriquecen los poderosos, aun siendo en algunos casos delictivas, no tienen para nosotros ni para nuestra justicia la deseable claridad en la relación causa-efecto. Ya no le digo nada si a esta dificultad añadimos la brevedad de los plazos prescriptivos.

Así pues, cuando un poderoso realiza un acto delictivo no solemos ser capaces de establecer a tiempo la relación causa efecto (piense en el caso del asbestos) entre ese acto y el daño que causa; pero además, cuando seamos capaces de hacerlo, seremos incapaces de establecer con seguridad la real autoría de la acción enmedio de la maraña de compañías y sociedades interpuestas.

La complejidad del mundo actual hace que no seamos capaces de comprenderlo bien, nos incapacita para percibir la maldad de las acciones humanas en toda su crudeza y nos impide dar a cada uno lo suyo porque, simplemente, somos incapaces de distinguir quién es quién.

No se engañen, las grandes acciones delictivas, los grandes robos, los asaltos a países enteros, no los llevan a cabo personas con antifaz o pasamontañas sino corporaciones honorables a través de complejas operaciones financieras. Mientras, nosotros, los seres humanos de carne y hueso, nos seguimos espantando con el último asalto a un chalet que nos ofrece el telediario y exigimos mano dura, los robos y depredaciones verdaderamente importantes no salen en el telediario.

Hemos establecido unas policías y unas administraciones de justicia extremadamente eficaces contra la delincuencia analfabeta, tosca y rudimentaria de antifaz y navaja, pero estamos absolutamente indefensos frente a esas acciones depredatorias que se llevan a cabo en las oficinas con moqueta establecidas en rascacielos del centro de las capitales del mundo. De hecho, cuando estos robos y depredaciones se producen, ni siquiera las llamamos robos, las llamamos «crisis» y culpabilizamos de las mismas al «ciclo económico» o, incluso, en el colmo de la estupidez nos culpamos nosotros mismos («hemos vivido por encima de nuestras posibilidades»), fórmula que no es sino una forma renovada del infame «van provocando» culpabilizador de las víctimas.

A nuestra justicia del siglo XVIII le vienen grandes los delitos del siglo XXI y es obsesión de unos pocos poderosos tratar de que no nos demos cuenta de la situación y esta siga siendo así. Probablemente por esto, determinados grupos, prefieren una administración de justicia con pocos medios y una policía con muchos uniformados que defienda el orden público en que ellos medran y no una justicia capaz y una policía con más recursos en inteligencia que en fuerza.

Vivimos en un mundo complejo y muy difícil de entender, no es posible seguir manteniendo la ilusión de una justicia que hace mucho que dejó de estar a la altura de los tiempos. Y, si alguien le dice que sí lo está, obsérvele con cuidado porque, muy probablemente, está usted ante un cómplice de los poderosos que delinquen, aunque, eso sí, no sabemos si por dolo o por simple estupidez, que es lo más normal.

Darwin, créanme, lo fliparía con nosotros.