Falacia «ad hominem»: el rebuzno humano

Falacia «ad hominem»: el rebuzno humano

La libertad de expresión no es la libertad de decir lo primero que se te ocurra; decir majaderías, emitir rebuznos o lanzar ladridos es algo para lo que, muy probablemente, la libertad de expresión no fue pensada.

Los rebuznos más habituales del discurso humano son las falacias de entre las cuales destaca, antes que ninguna otra, la falacia «ad hominem», esa que se caracteriza por intentar desacreditar a la persona que defiende una postura, señalando una característica o creencia impopular de esa persona, en vez de analizar el contenido del argumento que defiende la postura contraria.

La verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero, decían los antiguos sabios, la falacia «ad hominem» trata de desacreditar al porquero por su trabajo, no por la veracidad o inveracidad de sus afirmaciones; la falacia «ad hominem» es esa que cuando te acusan de corrupto te hace ladrar ¡fascista! o ¡perroflauta! a tu interlocutor… es la falacia del «¡y tú más!». Es esa que cuando se analizan las acciones del Tito Berni responde Rato o cuando se juzga Gürtel responde ERE.

La falacia «ad hominem» jamás conduce a la verdad sino sólo a la bronca; es una falacia tabernaria, grosera, faltona e incapaz de generar nada bueno para la convivencia. La falacia «ad hominem» es propia de mala gente y es por eso lamentable que no se enseñe en el colegio desde las edades más tiernas a despreciar a quien la usa, sería una enorme contribución a la mejora de este país.

Hay muchos más tipos de rebuznos habituales en el entendimiento humano, desde el «ad hoc ergo propter hoc» al casi siempre mal utilizado argumento de autoridad, pero, seguramente, ninguno tan disolvente y despreciable como este de la falacia «ad hominem».

Toda libertad lleva aparejada una responsabilidad y cuando la libertad es grande la responsabilidad es grande también. Si la libertad de expresión es grande tu responsabilidad antes de usarla es pensar y trabajar tu pensamiento con la misma grandeza con que te es permitido expresarlo para que, aquello que expreses, sirva para generar una sociedad mejor y no sirva solo para envenenarla.

El informe forense según Platón

El informe forense según Platón

Entretengo el verano leyendo y, hoy, buscando el famoso discurso contra los libros y la escritura que hace Platón por boca de Sócrates en su diálogo «Fedro», he recordado que, antes que un tratado sobre el amor, este diálogo es más bien un tratado de retórica y crítica literaria.

Tan es así como digo que dentro del propio diálogo Sócrates nos enseña las partes que, a su juicio, deberían integrar el informe oral de un abogado en el mundo forense.

Por no contarles yo mal lo que Platón cuenta bien, les transcribo el fragmento:

«Sócrates

—Lo primero es el exordio, porque así debemos llamar el principio del discurso. ¿No es este uno de los refinamientos del arte?

Fedro

—Si, sin duda.

Sócrates

Después la narración, luego las deposiciones de los testigos, en seguida las pruebas, y por fin las presunciones. Creo que un entendido discursista, que nos ha venido de Bizancio, habla también de la confirmación y de la sub-confirmación…»

Si alguna vez, al ir a informar, has dudado sobre el orden que debes dar a tu informe una buena opción es seguir el esquema que te da Sócrates:

—Exordio
—Narración de los hechos
—Análisis de la prueba de testigos
—Análisis del resto de las pruebas
—Presunciones

Y como nos dirá más adelante en el propio diálogo, concluiremos el informe como más adelante veremos.

Ni que decir tiene que la «inventio» corre de tu cuenta y ahí habrás de demostrar tu pericia para lidiar con muchos y muy diversos factores que, por cierto, habrás de dominar antes de construir tu informe y que también enumera Sócrates en «Fedro», a saber:

—Ser capaz de conocer la verdadera naturaleza del objeto sobre el que se habla.
—Estar en disposición de dar una definición general del mismo.
—Ser capaz de distinguir los diferentes elementos que componen el caso, descendiendo hasta sus partes indivisibles.

Y cuando seas capaz de hacer lo anterior, lo que no es tarea fácil, habrás de pasar al último elemento que debes analizar: la audiencia a quien te dirigirás.

Nos dice Sócrates que, antes de confeccionar el discurso, le es necesario al que informa haber determinado la especie de discurso que es propia para «convencer a los distintos espíritus» y que, el informe, debe ser dispuesto y ordenado de manera que «ofrezca a un alma compleja discursos llenos de complejidad» y de armonía, y «a un alma sencilla discursos sencillos».

Para un profesional que informa en el foro, sea letrado o fiscal, el juez o la audiencia no son más que elementos que se deben analizar a fin de crear para ellos y sus características (no digamos en el caso del jurado donde incluso existen profesionales de informar sobre estos aspectos) el informe adecuado. Para persuadir la ley y la jurisprudencia no son más que algunas de las muchas herramientas que debe saber manejar un letrado. De hecho, si el juez o la audiencia se equivocan en la aplicación de la ley o la jurisprudencia, corregir ese error por vía de recurso es bastante más fácil que cambiar una apreciación perjudicial de los hechos para nuestra parte.

Como vemos el trabajo de un letrado en sala es ímprobo, y así lo reconoce el propio Platón que sentencia que «es imposible manejar perfectamente el arte de la palabra, ni para enseñar ni para persuadir», y esto es mucho más verdad en el caso de letrados y fiscales cuyos informes no pueden prepararse antes del desarrollo de la vista sino que deben articularse a la vista del resultado de aquella.

No recuerdo que, mientras cursé la carrera ni mientras estuve en la escuela de práctica jurídica, ningún profesor me hablase de lo que sobre retórica enseñaron Platón, Aristóteles o Cicerón. No recuerdo que nadie considerase la retórica —oral o escrita— como un capítulo fundamental de nuestra formación como letrados. Por eso, ahora que llevo bastante más de treinta años improvisando informes, redactando escritos de alegaciones y lidiando con todo lo que Platón, por boca de Sócrates, nos cuenta en Fedro, siento que me engañaron.

Y siento que me engañaron, porque estudiar leyes, jurisprudencia y doctrina es imprescindible y está bien pero, al final, donde se deciden los juicios es en el cerebro del juez que, en el fondo, es sólo nuestra audiencia (recuerda que «audiencia» viene de «oír») y no es más que uno de los muchos elementos con que los letrados debemos construir nuestro trabajo, entendiendo a nuestro cliente, gestionando sus expectativas, soportando sus frustraciones, defendiéndolo de sí mismo, preparando jurídicamente el asunto y lidiando con la prueba, la vista y el siempre difícil oyente en función de las características de cada caso.

Y todo para, al final, comprobar que tenía razón Platón y que es muy difícil hacerlo bien, que es jodidamente difícil hacerlo bien.