La tecnología y las revoluciones políticas

La tecnología y las revoluciones políticas

Las formas de gobierno y la política en su conjunto evolucionan a remolque de la evolución de los conocimientos técnicos de la humanidad y esta lección no debiéramos olvidarla.

El conocimiento de la agricultura nos hizo pasar de ser animales nómadas a sedentarios, nos hizo vivir juntos en concentraciones de individuos nunca vistas hasta entonces e hizo aparecer nuevos tipos de sociedades y nuevas formas de gobierno.

La aparición de la escritura hizo posible que en torno al siglo VII AEC el rey Josías de Judá imaginase una revolución política donde el poder supremo no correspondería a una persona sino a un texto. El «antiguo texto» (un protoejemplar del Deuteronomio) que Josías dijo haber encontrado en el templo inauguró una forma de diseñar el funcionamiento del poder y el estado de la que aún hoy día somos herederos.

La escritura permitió también que los ciudadanos atenienses, en el siglo VI AEC, pudiesen expulsar de la ciudad a cualquier tirano por el simple método de escribir su nombre en un trozo de cerámica (óstrakon) inaugurando todas las técnicas, censos y escrutinios necesarios para poner en marcha una forma de gobierno que aún hoy perdura.

Pero no fue hasta la invención de la imprenta que los más fundamentales textos sagrados pudieron ponerse a disposición del gran público para ser sometidos a su implacable examen. Los pilares del poder de los intérpretes del libro se resquebrajaron y la humanidad se abrió a la una nueva era donde las luces fueron la clave del progreso.

La imprenta también democratizó el uso cotidiano de periódicos y gacetas y gracias a ello se constituyó en la principal herramienta con que el pueblo podía formar la voluntad que luego expresaría en las elecciones también por medio de la escritura.

La prensa, la radio, el cine, la televisión, se convirtieron en poderosos medios para formar la voluntad de las gentes; pero eran medios unidireccionales donde una sola voz hablaba a muchos oyentes y esto era demasiado tentador para quienes habían comprobado ya que dominar la prensa era dominar el poder. Los regímenes totalitarios se apoderaron de las imprentas, de las emisoras de radio, de las productoras de cine y los estudios de televisión y así decidieron qué noticias nos llegarían y qué idea tendríamos del mundo. No hubo país en la tierra tan libre que no viese a sus medios de comunicación dominados por el estado o por grandes corporaciones financieras.

Ahora que la prensa, la radio, la televisión y el cine han entrado en competencia directa con un mundo donde los ciudadanos ya no solo consumen sino que producen las noticias puedes esperar cambios en las formas de gobierno y en la política tan profundos como los habidos en el Judá de Josías o la Atenas de los óstrakon… Pero no te hagas ilusiones.

Ahora que puedes no sólo recibir sino producir información debes saber que el alcance de la misma no sólo la determinarán tus facultades retóricas (ya sean audiovisuales o escritas) sino, sobre todo, la voluntad y la conveniencia del dueño del lugar donde las expresas. Tu mensaje no alcanzará a más gente de la que desee el dueño del ágora (red social) donde la expreses.

Por eso, sistemas de formación de la voluntad política novedosos, de expresión de las ideas o de articulación de la sociedad civil como el blockchain levantan críticas implacables.

Ya ocurrió hace 20 años con internet. La moda parecía despreciar internet en los primeros 2000 o asustar a los posibles usuarios con timos y estafas sin cuento. Aún recuerdo a un presidente de Tribunal Superior de Justicia manifestando a toda plana que «dar el número de tu tarjeta de crédito en la red era una locura».

Ahora, quienes no se han molestado en profundizar en qué es el blockchain y las maravillosas herramientas que nos facilita para evolucionar social y políticamente, vociferan contra él, mientras los dueños de los estados luchan a todo trance por impedir que esa tecnología se democratice porque saben cuáles son las ideas que se hallan en su base y saben que no son buenas para la continuidad del sistema que les permite instalarse en el poder.

Aunque no me crean no lo olviden: todas las innovaciones tecnológicas arrastran detrás de sí cambios sociales y políticos y estamos ante la mayor revolución tecnológico-cultural que ha vivido el ser humano desde la invención del alfabeto.

Y dentro de pocos años nada volverá a ser igual. Espero vivirlo.

El despotismo cateto

Quizá no exista una república más igualitaria que la de los abogados y abogadas; en ella, de la primera al último de sus componentes, todos tienen una y la misma condición: son abogados. Cada uno de los abogados y abogadas que la componen son tan buenos y válidos para opinar sobre sus problemas como cualquier otro y es por eso que, el hecho de que uno de ellos pretenda tener superior cualificación para hacerlo, no es más que una confirmación de que el efecto Dunning-Kruger existe también en la abogacía.

Y si de algo entienden abogados y abogadas es de leyes, de contratos, de estatutos… por lo que el caudal de conocimientos del colectivo en este punto es enorme.

Digo esto porque en 2010, hace ya 11 años, se comenzó a redactar por parte del Consejo General de la Abogacía Española lo que se llamó el «nuevo estatuto de la abogacía», un texto que, por inexplicables razones, se redactó de espaldas a los auténticos especialistas en la redacción de normas y estatutos: los abogados y abogadas de España.

La cosa podría ser asumible si ese estatuto fuese a regular a algún colectivo ajeno a los conocimientos jurídicos, pero es que ese estatuto se dirigía a gobernar las vidas de quienes ejercían la abogacía en España, un colectivo al cual, minuciosamente, se excluyó del debate del nuevo estatuto cual si su opinión no sirviese.

Algún decano rebelde publicó el anteproyecto en la web para que, quien quisiera, formulase enmiendas que él llevaría al pleno, pero esta iniciativa fue vista como una excentricidad y, todas aquellas enmiendas que habían redactado abogados tan abogados como los miembros del Consejo, fueron rechazadas en conjunto sin ser siquiera leídas ni debatidas.

Ese «nuevo proyecto de estatuto» durmió el intranquilo sueño de los poco justos desde entonces hasta el año 2021 en que fue aprobado por un, hasta entonces, renuente gobierno luciendo todas sus galas de estatuto ya viejuno y redactado de espaldas a los profesionales de la abogacía.

Toda esta forma de actuar me recuerda que existió una vez una ideología a la que se llamó despotismo ilustrado o absolutismo ilustrado en la que, partiendo de la incultura de la masa, se trataba de reformar los países desde la razón absolutista.

Sin embargo, en pleno siglo XXI, algún extraño virus debe anidar en el búnker de Recoletos para que quienes lo ocupan crean que son ellos los «ilustrados» y no otros los que entienden sobre algún tema. Iguales en esencia a cualquier otro abogado o abogada de España pareciera que la bajada al búnker produce en algunos miembros del consejo efectos taumatúrgicos y de pronto, como en un nuevo Pentecostés, comienzan a gozar de conocimientos que antes no tenían.

Hasta la aprobación en 2021del actual —y viejuno— estatuto, el Consejo General de la Abogacía Española tenía a gala saltarse el anterior e incumplía flagrantemente sus prescripciones a fin de evitar que la voz de la abogacía de a pie pudiese llegar a mayor nivel que el de las asambleas de su colegio. El Estatuto General de la Abogacía anterior garantizaba que, cada cuatro años, habría de celebrarse un Congreso que sería el principal órgano consultivo de la abogacía, sometido a un reglamento y donde podrían presentar ponencias los abogados y abogadas de España.

Obviamente el virus del búnker de Recoletos hizo que este tipo de congresos no se celebrase, que esa participación de la abogacía se cercenase, y los congresos se convirtieron en ferias de muestras —algunas vergonzantemente dedicadas a algún gran despacho de abogados— donde las editoriales exhibían sus productos y donde los adictos al régimen lucían su influencia dejándose ver en actos y saraos. Con la reforma del Estatuto, afortunadamente para ellos, ya no necesitarán infringir el Estatuto porque lo han reformado de forma que los colegiados ya no dispongan de aquel derecho que el estatuto anterior les daba. Lo de avanzar en participación y transparencia no parece ser ninguna máxima de la actual dirección del CGAE.

Las asambleas del consejo son secretas (no sea que alguien se enteren de lo que dicen allí y les pida cuentas) y tan sólo se exhiben las actas, parcialmente y censuradas, desde que algún letrado particular les puso en vergüenza ante los órganos estatales de transaparencia. Ahora quienes más dinero reciben en concepto de dietas, gastos, viajes, comidas, noches de hotel y pisitos alquilados, son quienes más fuertemente defienden que esos datos no sean conocidos por sus iguales. Son ellos mismos los que llegan a acuerdos que hacen pagar a todos los letrados por un correo que solo usa un tercio de los mismos, llegan al acuerdo pero, eso sí, lo mantienen secreto porque ¿por qué habrían de saber los letrados y letradas por qué les hacemos pagar?

Decisiones que costaron muchos millones a los letrados y letradas de este país —recuerden el cierre de LexNet abogacía (±5.000.000€) o el arrendamiento de lo que llamaron de forma tan pomposa como sietemesina «el correo de la abogacía» (±6.000.000€), entre otras— fueron tomados por un reducido número de personas cuyos conocimientos de estos asuntos eran cercanos a la nada. ¿Para qué iban a solicitar la opinión de los letrados?.

El búnker del Paseo de Recoletos (ahora Paseo de Recolectas en ingeniosa dicción de algún letrado) está narcotizado por una droga que solo conviene al pequeño núcleo que lo dirige; sería bueno que recordasen quiénes son y que no son más ni menos que los 140000 letrados y letradas que hay afuera y que, si hay profesionales que sepan, antes se encuentran entre los que están fuera que entre los que están dentro.

Luego se quejan de que, si se les censura desde fuera es «porque no comunican bien lo que se hace»; obsérvese que no se reconocen errores, sólo que se comunica mal. Y tiene gracia porque, con la de cientos de miles de euros que dedican a comunicación, muy mal deben hacerlo para haber generado una casi unanimidad exterior en cuanto a su incompetencia. Si uno mira los tuits de la presidenta o del Consejo podrá comprobar que en un 80% los retuits son de cuentas de colegios o de miembros del propio Consejo lo que ilustra en qué burbuja, en qué cámara de eco se mueven.

Es tiempo de que quienes bajan al búnker de Recolectas se vacunen de una cultura corporativa tan rancia y antidemocrática que no se aguanta un segundo más.

Afortunadamente son sólo cien personas que, aunque se gasten 11.000.000€ salidos del bolsillo de todos, no dejan de ser una minoría al lado del resto de los 140.000 abogados y abogadas ejercientes de España y no dejan de representar una forma de pensar y ejercer la representación tan rancia, absurda y periclitada que no puede sino estar condenada a la desaparición.

Democracia ingenua

Democracia ingenua

Tengo ideas un tanto infantiles sobre la democracia. A mí me parece que la democracia, lejos de ser un sistema para resolver las cosas votando, en realidad es un sistema para llegar a acuerdos debatiendo.

Recurrir al voto para dirimir una disputa es un fracaso.

Las votaciones crean vencedores y vencidos y una persona derrotada es una persona que no cooperará para llevar adelante la solución vencedora; antes al contrario, trabajará para cambiarla.

Si no hay acuerdo y consenso un país jamás avanzará mucho tiempo en una dirección concreta y, como dicen los jugadores de ajedrez, es mejor tener un mal plan que no tener ninguno. Cambiar de plan a cada momento es lo más parecido a no tener ningún plan.

Sí, tengo ideas infantiles a propósito de la democracia y recuerdo cómo, entre 1977 y 1978, nuestros representantes se esforzaron por llegar a acuerdos amplios; consenso era la palabra de moda.

Pero de 1982 en adelante la búsqueda de acuerdos y el consenso fue sustituída por la aplicación de un rodillo parlamentario nacido de una amplísima mayoría absoluta que exterminó del panorama político español el debate y el consenso.

El debate fue sustituido por las votaciones.

Pero los perdedores de anteayer fueron los ganadores de ayer y, acostumbrados a que la democracia era el triunfo de las mayorías, aplicaron el mismo sistema y el mismo rodillo.

Sí, tengo ideas un tanto ingenuas a propósito de la democracia, no me gustan las votaciones que generan ganadores y perdedores y por eso creo que debe darse a la deliberación tanto tiempo como sea necesario para que, cuando llega la hora de votar, todos puedan sentirse ganadores.

La democracia tortífera

La democracia tortífera

Esta tarde, mientras tomaba un café, me he quedado absorto pensando en nada y, como no puedo darle tregua a la mollera, han acudido a mi cabeza recuerdos infantiles, supongo que como consecuencia de una conversación mantenida ayer con unos amigos.

A mí de niño me interesaba la política lo cual, tratándose de la España de los 60-70, no deja de resultarme llamativo y, en mi pensamiento infantil, de entre todos los sistemas posibles la democracia me parecía que era el que tenía más sentido.

Según mi razonamiento de aquellos años la forma natural en que las personas resolvían los conflictos era a tortas y —en general— cuando de solucionar las cosas a tortas se trataba, solía ganar el bando más numeroso.

La democracia, en mi cabeza, no era más que una abstracción, un refinamiento, de la pura pelea a tortas, pero una pelea donde las tortas no eran necesarias. Bastaba con contar los partidarios de cada bando y, determinado que bando contaba con más integrantes, se procedía a declarar ganador a este pues, con toda probabilidad, puestos a darse tortas, el más numeroso sería con toda probabilidad el bando ganador.

Los tebeos de aventuras estropeaban un poco mi razonamiento sobre la democracia tortífera pues, en las peleas y combates de mis héroes, los menos siempre ganaban a los más; los menos solían ser gente honesta mientras que los más solían ser unos sujetos anónimos y despreciables; los menos, en fin, eran gente inteligente y los más una colección de botarates.

Claro que yo sabía que todo aquello no era más que literatura y que las peleas reales solían seguir otra lógica, de forma que mi pensamiento democrático tortífero persistió en mí bastante tiempo.

Sólo había una cosa que no me gustaba de la democracia y era que, en general, yo solía adherirme emocionalmente siempre al bando perdedor. Me gustaban más los indios que los vaqueros, el esclavo negro al blanco del látigo y prefería, sin duda, a Sandokan, Yáñez y Giro Batol a toda la escuadra inglesa.

Tras las guerras siempre había vencedores y vencidos y yo solía estar emocionalmente más cerca de los segundos que de los primeros y esto, naturalmente, me hacía dudar de las bondades de mi democracia tortífera: si las votaciones no eran más que una batalla sofisticada, al final también habría un bando ganador y uno perdedor y el mismo resquemor moral entre vencedores y vencidos que tras una ensalada de tortas y —pensaba yo— a veces incluso más, pues tenía por cierto que, tras una buena mano de tortas, había quien quedaba muy satisfecho con las dadas y las recibidas.

Pronto olvidé mis ideas sobre la democracia tortífera, crecí y todas mis ideas al respecto se diluyeron con el intenso debate político de la transición.

No obstante creo que nunca se borró de mi inconsciente aquella idea de que las batallas y las votaciones crean vencedores y vencidos y que tal resultado es indeseable, con o sin tortas de por medio; de forma que, en mi cabeza inmadura, se fue asentando la convicción de que, en verdad, la democracia no era un buen sistema si antes no venía precedida de una intensa deliberación, tan larga como fuese necesaria, hasta lograr alcanzar un acuerdo satisfactorio para todos, de forma que la tentación de recurrir a las tortas o a votar se evaporase. Si era preciso aplazar la votación había que aplazarla, pues pocas cosas había tan urgentes que no se pudiesen aplazar mientras que, bien definido un problema, tampoco existían posturas racionales absolutamente irreconciliables y respecto de las cuales no fuese posible un acuerdo aceptable para todos.

Cuando pensaba que mis ideas sobre la democracia tortífera estaban olvidadas, la vida me llevó a trabajar en la década de los 80 al lado de hombres y mujeres que creían en algo muy parecido a lo que yo pensaba antes de que la adolescencia me distrajese con asuntos más urgentes.

Hoy no queda ni rastro de aquellas cosas en que yo creía.

Los debates en las Cámaras políticas ya no son sino una pura formalidad previa a las votaciones; nadie trata en los debates de convencer al adversario ni, mucho menos, está dispuesto a dejarse convencer; quien goza de la mayoría la impone en el 99% de las ocasiones y si la mitad de la población se siente derrotada poco importa mientras que la otra mitad, la vencedora, sea la que les da los votos.

Es la calidad y profundidad del debate la que convierte a la democracia en un sistema admirable, no los votos.

Una democracia que se autotitula así porque las decisiones se toman votando, como en la que parecemos vivir ahora, en mi sentir no merece el nombre de democracia pues no pasa de ser, como yo pensaba de niño, una democracia puramente tortífera.

La república perfecta

Fue el jurista y político francés Alexis de Tocqueville quien nos ofreció alguna de las más lúcidas visiones que se han dado sobre las democracias.

Una de las cosas que Tocqueville nos enseñó fue la necesidad de que las democracias mantuviesen un delicado equilibrio entre libertad e igualdad porque, en una sociedad donde prima absolutamente la libertad, se estará siempre al borde de la anarquía, mientras que un justo equilibrio entre libertad e igualdad nos proporcionará un sistema político estable y siempre en perenne renacimiento.

La preocupación de Alexis de Tocqueville era, sin embargo, otra; su inquietud fundamental eran aquellos sistemas donde la igualdad se convertía en el único valor, una posibilidad que a él, ciertamente, le causaba honda preocupación.

En otros tiempos los apellidos, los estudios, la raza, el sexo o la religión determinaban la posición social de las personas; pero, ya en tiempos de Tocqueville, esa situación había ido cambiando aceleradamente de forma que, en la actualidad, afortunadamente, progresamos hacia la igualdad y eso está bien.

Sin embargo, tal y como señaló oportunamente Alexis de Tocqueville, la vida en una democracia de iguales tiene facetas oscuras.

Ínsito en el alma humana está el ánimo de competir y, en una sociedad donde todos nos sabemos iguales, finalmente sólo hay un elemento que diferencia a unas personas de otras: el dinero. Allá donde tendemos a no reconocer a nadie superioridad, el dinero se erige como el único y evidente criterio diferenciador y eso tiene, para Tocqueville, consecuencias muy peligrosas.

Tiene consecuencias peligrosas porque, si el dinero es la medida del éxito, las personas orientarán su vida a tenerlo y abandonarán toda actividad que no lo reporte. En esta sociedad de iguales donde el éxito se mide en dinero estudiar filosofía, por ejemplo, será un trabajo de fracasados; la producción musical se orientará inevitablemente a las composiciones comerciales y ningún literato querrá escribir otra cosa que no sean best-sellers, cuanto menos algo tan poco comercial como la poesía.

En una sociedad que pierde la capacidad para descubrir y reconocer el talento ajeno, y en la que, por sistema, sus habitantes rehuyen reconocer a las opiniones ajenas valor superior a las propias, siquiera sea en campos determinados, el dinero acaba convirtiéndose en la única medida del éxito y es el dinero el que estratifica y determina las clases sociales. Una sociedad así, dice Tocqueville, es un lugar donde no tienen cabida muchos de los más profundos valores del alma humana. Una democracia así es, para él, un sistema degenerado.

Sin embargo, a mí, todo esto no me preocupa demasiado porque yo sé que todavía existen geografías, acaso más soñadas que reales, donde ese reconocimiento entre iguales aun pervive, donde las personas aún sienten admiración y reverencia por sus semejantes sin necesidad de mirar sus cuentas corrientes; repúblicas donde aún existe una aristocracia al margen del dinero, lugares donde la chusma selecta —que diría el inolvidable «Capitán Veneno»— ocupa por derecho propio un lugar especial en la sociedad, un lugar, por cierto, inalcanzable para propietarios de cuentas de valores ni fondos buitre.

Me explicaré.

El individuo que ven en el video dirigiendo el ensayo de este grupo de personas se llama Manuel Sánchez Alba, aunque es más conocido como «El Noly» y es nacional de una de esas últimas repúblicas del mundo en las que la sociedad aún se estratifica según los criterios propios de esa aristocracia —esa chusma selecta— de que les hablaba antes.

Manuel Sánchez Alba es compositor, pero no un compositor cualquiera de músicas cualesquiera: él sólo compone música para el Carnaval de Cádiz. A él las consideraciones sobre las tendencias del mercado musical español o anglosajón le traen al fresco; él compone pasodobles añejos, de esos que, la gente que comparte con él esa geografía del alma a la que me vengo refiriendo, identifica con palabras como «tres por cuatro», «tataratachín» y otros complejos términos teórico-musicales de difícil o imposible explicación.

Es por eso que, cuando el Noly compone, sus vecinos saben que están ante un genio y que, cuando el tres por cuatro vuelve, Manuel Sánchez Alba se hace dueño del paraíso y allí ocupa un lugar preferente, entre los ángeles, los arcángeles y los coros celestiales, que, en la plaza del mercado del cielo, le cantan a Yahweh desde una batea tangos de Antonio Rodríguez.

En la pirámide social del carnaval de Cádiz el Noly es un auténtico aristócrata, nadie discute su alcurnia y su nombre y sus melodías se instalan para vivir en los corazones y en los labios de las gentes cuando cantan en sus momentos íntimos, mientras se afeitan, friegan, se duchan o lavan los platos.

En lo personal poca gente me ha regalado tanta felicidad como me ha regalado él.

Por eso —pueden verlo en el video— el Noly tiene fuero especial para hablarle al grupo como le dé la gana, por eso todos le escuchan cuando él les da instrucciones (no se pierdan su arenga sobre la felicidad) y por eso, diga lo que diga, nadie va a discutir su autoridad de Juan Sebastián Bach en chandal y muletas.

El Noly es músico, pero no hay buena canción sin una buena letra y esta que escuchan es obra de otro aristócrata de la república de que les hablo: Miguel Ángel García Güez «El Chapa», un poeta de los de verdad. Analizar la letra de esta canción sería un trabajo largo, toda ella se funda en complicidades intelectuales solo comprensibles para los conocedores de esta geografía del alma. Si el Chapa nos dice que no es que la luna tenga luz de plata, no es porque él nos esté diciendo ni nos quiera decir eso, es que, con esas palabras, convoca ante el público a los espíritus de Paco Alba y sus Fígaros y estos dibujan para él un forillo de más de cincuenta años de profundidad en el corazón de sus oyentes. A usted quizá le parezca una figura literaria banal, pero, para los ciudadanos de su república, la frase viene, como la música, de lo hondo de la historia.

En esta república donde la aristocracia la componen compositores de músicas sin mercado y poetas de letras incomprensibles, también sientan plaza cantantes de estilos que ya nadie cultiva y es por eso que, cuando el Noly escucha que la voz de octavillita de «El Carli» se cuela en la canción, mira a un lado, se rasca la nuca, se emociona y siente que todo está consumado, que el pasodoble va a funcionar, que huele a Cádiz y

…suena a pasado
suena a presente y
suena a la gente
que ya no está…

Y entonces la aristocracia de la república del sur del sur se reivindica, ocupa su lugar en la pirámide social y su particular democracia es salvada una vez más.

Alexis de Tocqueville moriría de felicidad viendo esto.

Quiero cambios

Nací en 1961 y hasta los 14 años viví en la España de Franco. Guardo un recuerdo muy exacto de aquella época —mi niñez— y por eso me fastidia que, gente que entonces no había nacido, venga ahora a contarme cómo era la vida en ellos.

Viví intensamente la Transición como adolescente y traté de no perderme ni un detalle de aquel tiempo. Creo que acudí a todos los mitines de todos los partidos: desde Fuerza Nueva hasta el PCE o la ORT y —en medio de ellos— no dejé de asistir a mitines de partidos ahora olvidados (¿Quién recuerda hoy a Reforma Social Española de Cantarero del Castillo o a la Democracia Cristiana de Gil Robles y Gil Delgado?).

Hoy parece extraño que alguien acuda a mitines de partidos diversos; a los mitines ya solo van los incondicionales del líder, a aplaudirle y a componer un bonito atrezzo para las imágenes que han de salir en los informativos. El asistente a los mítines ya no es nadie que quiere escuchar las propuestas de un partido (eso acabó en 1978) ahora los mitines ya no tienen función informativa alguna, son pura propaganda. La militancia degradada en tramoya.

Éramos demócratas ingénuos, sí, pero, en muchos aspectos, aún prefiero aquella democracia infantil a esta democracia momificada.

Eran tiempos mucho más duros que estos: ETA asesinaba y secuestraba, el GRAPO asesinaba y secuestraba, sectores del ejército amagaban golpes de estado, el «búnker» se resistía a morir y el dinosaurio, en cuanto rascabas un poquito, seguía allí.

Pero la inmensa mayoría de los españoles sabían lo que querían; lo resumió un grupo andaluz en una canción que fue el «leit motiv» de muchas cosas ocurridas en aquel tiempo: «Libertad sin ira».

Hoy, a diferencia de entonces, no existen consensos, el pensamiento único hace de puros detalles motivos de lucha tanto más enconada cuanto más insustanciales y, en general, no hay una idea a largo plazo de qué deseamos que sea España.

Hace falta una ventolera que se lleve las hojas de este otoño democrático y disperse estos tonos medio ocres que nos envuelven.

No me importa hacerme viejo; lo que sí me molesta —y mucho— es vivir en un país viejo, de ideas viejas y de políticos jovenes por fuera, pero irremisiblemente viejos por dentro.

Quiero cambios.

Feliz 42⁰ aniversario.

No en mi nombre

Hoy se celebra algo parecido a unas elecciones en el Consejo General de la Abogacía Española (CGAE) y la candidata oficialista va a ganar esas elecciones, pero ni va a representar a los abogados y abogadas de España ni va a tener la autoridad mínima necesaria para dirigir la abogacía.

Nadie puede pretender representar a alguien cuando la voluntad de ese alguien no ha sido consultada. La candidata, que no ha tenido ni la delicadeza de presentar públicamente un programa electoral, aspira a ser presidenta del CGAE y, sin duda, lo será, pero la antidemocrática forma en que entiende los procesos electorales no le permitirá representar a la abogacía ni representar, en modo alguno, el deseo y los intereses de las abogadas y abogados; en todo caso y como mucho, se representará a sí misma y a los decanos que componen el consejo.

Representar a los decanos o al órgano colegiado que ellos forman, no es representar ni a la abogacía ni a los abogados y abogadas que la integran. La candidata se ha cuidado muy mucho de ocultar a abogadas y abogados cuáles son sus objetivos y los decanos que la han votado han guardado un ominoso silencio sobre las razones que les han movido a votarla, las posibilidades, pues, de intervenir u opinar por parte de abogados y abogadas ha sido simplemente nula.

El vínculo entre la candidata y sus votantes es secreto y es secreto porque, con muchas probabilidades, hsy en el mismo aspectos inconfesables (nadie oculta aquello de lo que no tiene que avergonzarse) que tienen más que ver con un sietemesino reparto de trampantojos, puestos y puestecillos en el consejo que con una visión de futuro para el colectivo. La candidata se ha ocupado de ocultar sus intenciones y buena parte de quienes componen el consejo también. Ellos, pues, sabrán a quiénes pretenden representar actuando de esa forma, desde luego a abogados y abogadas no.

La candidata no puede aspirar a dirigir un colectivo cuando antes no ha manifestado en qué dirección le llevará. La candidata debe entender que las personas y colectivos han de tomar la dirección que ellos desean porque lo contrario no es democracia sino manipulación. La candidata no puede pretender llevar a nadie hacia ningún lugar sin preguntarle antes.

Por eso la candidata debe de saber que cada vez que trate de hablar en mi nombre me ocuparé de que mi voz se escuche alto y claro para que todo el mundo sepa que no representa en ningún modo ni mi opinión ni mi criterio. Y tengo la convicción de que una parte cada día más importante de la abogacía, dejará oír su voz para que los españoles sepan que la candidata que hoy va a ganar estas extrañas elecciones carece de autoridad para hablar en nombre de ellos.

No compañera, y ahora me dirijo a ti, candidata, mientras yo pueda estar presente tú no me vas a representar y mientras yo tenga voz tú no hablarás en mi nombre.

Haz lo que quieras con tu cargo, pero no en mi nombre; cobra dietas y gastos, pero no me representes; regala condecoraciones y organiza saraos, pero jamás, jamás, jamás, hables por mí.

Democracia vs. Derechos

Democracia y derechos humanos parecen estar librando en estas primeras décadas del siglo XXI una sorda contienda en todo el mundo desarrollado.

Las democracias occidentales, vencedoras indiscutibles en la lucha librada contra fascismos y comunismos en el siglo XX, se convulsionan ahora por la lucha interna de sus dos elementos caracterizadores: la voluntad popular y los derechos humanos.

Si consustancial es al sistema democrático el concepto de soberanía popular igualmente consustancial a él es el respeto a una serie de derechos y libertades fundamentales del indivíduo reconocidos en tratados internacionales y constituciones. Sin embargo, estos dos elementos consustanciales a los sistemas democráticos, no parecen poder convivir sin fricciones y sobre estas fricciones están apareciendo movimientos políticos, de extrema izquierda o de extrema derecha en la terminología habitual, que pueden poner en peligro el propio sistema democrático.

Quizá las crisis migratorias que se producen en todo el mundo entre países pobres y ricos o las reacciones legislativas o políticas de los países ricos ante los atentados terroristas u otras caracterizadas formas de delito ilustren perfectamente esto que digo.

La crisis económica ha despertado en los últimos años sentimientos contrarios a la presencia de inmigrantes entre determinadas clases sociales; se cuestionan los derechos de los extranjeros, la conveniencia de su admisión o incluso la posibilidad de su expulsión. La escasez de recursos entre los nacidos en un determinado territorio estimula en ellos el deseo de expulsar del mismo a quienes no han nacido en él, hayan llegado al mismo estos últimos de manera regular o no. Líderes populistas cabalgan la ola de ese deseo y encuentran en él un importante caladero de votos.

Delitos que aparecen como particularmente odiosos a los ojos de la población, en particular los relacionados con la libertad sexual o con los menores, reclaman para su más sencilla persecución o prevención medidas que, en muchos casos, suponen una restricción de los derechos individuales de todos, restricciones que muchos están dispuestos a tolerar pues creen sinceramente que sólo se usarán en casos que a ellos no les atañen y que, por lo tanto, son a menudo demandados de forma enérgica por capas importantes de la población. También en estos casos aparecen pronto líderes políticos dispuestos a cabalgar la ola.

Del mismo modo que en los casos anteriores —dejo que cada uno de ustedes busque el ejemplo— aparecen grupos que expresan su viva indignación frente a principios como el de la presunción de inocencia en determinados casos, al de libertad de información en determinados otros o al secreto profesional en otros muchos. La lista es larga pero la tensión existente entre la voluntad popular —promovida por líderes ávidos de votos— y los derechos y libertades individuales es una constante en la vida política de las naciones llamadas desarrolladas y la curiosa caracterización de los líderes electos en algunas de ellas no puede ser más ilustrativa de esto que digo.

El papel de la abogacía en este punto, en cuanto que defensora de los derechos individuales, es absolutamente capital y no es infrecuente que abogados y abogadas se encuentren sólos e icomprendidos peleando una batalla, a veces sin esperanza, entre el derecho de uno frente a la voluntad de casi todos. Pero eso es lo que hace grande a esta profesión, que es sobre ella sobre la que recae el deber de defender los derechos individuales y que es en ella donde hallan su último reducto las esperanzas de todos; que su pelea en muchos casos incomprendida es la que, en muy buena medida, hace posible que muchas democracias sigan mereciendo tal nombre.

Viviremos muchos más episodios de esta guerra y es bueno saber que, con frecuencia, no estaremos del lado de la mayoría, conviene estar preparados.

La obscenidad institucionalizada

La obscenidad institucionalizada

La etimología de la palabra «obscena» es dudosa (salvo mejor criterio de joludi) y se han ofrecido respecto de ella múltiples versiones. De entre todas, la que más me gusta (nótese que digo «la que más me gusta» y no «la más acertada») es la que se atribuye en unos lugares a D.H. Lawrence y en otros a Philip Matyszak.

Según esta versión que les refiero, la palabra «obscena» derívaría de una especie de compuesto de las palabras «ob» y «skena» y se referiría a aquello que sucede en las representaciones teatrales, no en la escena, sino fuera de ella por razones de moralidad.

Se non è vero, è ben trovato: todos conservamos en la memoria muchos de esos trucos escénicos y cinematográficos que permiten que el espectador sepa que algo ha ocurrido en la obra (un asesinato cruel, un adulterio…) pero sin mostrarlo explícitamente a sus ojos. Como nos dice Cervantes en el Quijote (II, 59) «de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos» y es por eso que en el teatro del mundo las cosas que repugnan suelen ocultarse.

Y dicho esto, cada vez que recuerdo esta definición, no puedo evitar que me vengan a la memoria la balumba de instituciones, corporaciones, organizaciones y congregaciones de todo tipo que rigen nuestras vidas. Y al tiempo que me vienen a la memoria pienso tambien que la forma en que somos gobernados, formalmente democrática, es real y literalmente obscena.

Vemos que, en lugares como los parlamentos, las decisiones no se toman durante los debates ni escuchando las razones del adversario, sino que esas decisiones ya han sido tomadas de antemano en lugares bien distintos del propio parlamento. En los parlamentos la grey parlamentaria no vota según le dicta su razón sino según le dictan las señas de sus jefes de filas que, levantando uno, dos o tres dedos, indican a sus pastueños seguidores lo que han de votar. Los parlamentos, gracias a esto, se han convertido en carísimos teatros donde se representan abyectas funciones que no son sino un esperpéntico reflejo de lo que ya ha sido acordado previamente y en otro lugar apartado de la vista de los ciudadanos.

No es diferente en otras corporaciones: nuestros honestos representantes, conscientes de la fetidez de muchos de sus inicuos tejemanejes, prefieren que estos se produzcan de forma «obscena», es decir, fuera del alcance de las miradas de los administrados; y uno piensa también que, si esto ocurre así, es porque los protagonistas de esas acciones ocultas son plenamente conscientes de la inmoralidad de las mismas y de lo inconveniente que resultaría exhibirlas a los ojos de todos. No creo descubrirles nada nuevo.

Sí, tenía razón Cervantes, «de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos» pero sucede que estos virtuosos de la obscenidad ni apartan sus pensamientos ni sus ojos, sólo apartan sus acciones de la vista -y creen que de los pensamientos- de los administrados.

Vivimos en un mundo donde la obscenidad se ha convertido en la forma habitual de ejercer el poder, donde los acuerdos que han de afectar a toda la humanidad se concluyen a espaldas de ella, donde hasta la más insignificante corporación es degradada en corrala donde la democracia es, a su vez, convertida en comedia.

Quizá sea tiempo ya de llamar a las cosas por su nombre, quizá sea tiempo ya de acabar con esta farsa.

La representación política en crisis

Elecciones en 1933
Elecciones en 1933

La representación política está en crisis, al menos esa forma de representación política que hemos conocido hasta el advenimiento de la revolución tecnológica que vivimos desde finales del siglo XX.

Hasta ahora nuestras constituciones han venido configurando la representación política como un acto mediante el cual un representante (sea este gobernante o legislador) actúa en nombre de un representado (elector en el caso de las democracias) para la satisfacción de sus intereses. Según este sistema el representado no puede controlar ni exigir que el gobernante cumpla con sus responsabilidades sino, exclusivamente, por medio de mecanismos electorales institucionalizados con los que podrá castigar a su representante o partido político en las siguientes elecciones. Este sistema de representación es el que ha dado lugar a las críticas del tipo «la democracia no puede ser votar una vez cada cuatro años» y a exigencias populares del tipo «democracia real ya». A lo que se ve, esta forma de representación política que supuso en el momento de su inicial aplicación un avance de dimensiones históricas y sobre la que se construyeron los sistemas políticos democráticos que hoy conocemos, parece en lo presente insuficiente a los ciudadanos; y puede que sea verdad que es insuficiente.

Muchas cosas han cambiado desde que la revolución tecnológica que se inició a finales del siglo pasado alcanza a capas cada vez más amplias de la población: si la presencia del elector era con anterioridad difícil o imposible, gracias a esas tecnologías de la información de que ahora disponemos esa presencia aparece no cómo posible sino cómo extremadamente sencilla. A los electores ya no les basta con votar cada cuatro años sino que quieren ser escuchados, ya no quieren representación, quieren presencia y cualquier acción que limite, olvide o restrinja esa presencia produce frustración y es juzgada negativamente.

Al asentamiento en España de tal forma de pensar han contribuido de forma más que principal nuestros actuales representantes: en un país carcomido por la corrupción política el discurso y la actuación de estos «representantes» más que referirse a los electores se movía en la pura y simple autorreferencialidad. De ahí a estigmatizarlos como «casta» sólo había un paso, aunque, dada la forma en que esta forma de representación se desarrolla, la autorreferencialidad es casi inevitable. Sea como fuere la demanda de más presencia de los ciudadanos en los asuntos políticos y las sospechas hacia el sistema de representación y a los propios representantes que de ella han surgido se palpa en la calle. En una época donde el botón «me gusta» ocupa gran parte de la vida social de las personas aparece como cada vez más difícil de justificar su exclusión cuatrienal de los asuntos públicos y comienzan a aparecer demandas de participación que hace apenas 15 años eran impensables. Surgen así preguntas como las que el filósofo Byung-Chul Han formula: «¿Para qué son necesarios hoy los partidos si cada uno es él mismo un partido, si las ideologías que en tiempo constituían un horizonte político se descomponen en innumerables opiniones y opciones particulares? ¿A quién representan los representantes políticos si cada uno ya se representa a sí mismo?»

Este proceso de debilitamiento del sistema de representación política que hasta ahora sostiene nuestros sistemas políticos democráticos no es más que una consecuencia natural de la difusión de las tecnologías de la información que hacen posible una presencia inmediata y directa en asuntos en los que hasta ahora era imposible. Si la representación política supone la enajenación por parte de los electores de su poder político durante cuatro años en favor de sus representantes, no es de extrañar que los electores sean cada vez más cicateros a la hora de enajenar ese poder político: la forma en que el mismo se ha empleado por sus representantes no parece aconsejarles otra cosa.

Los riesgos de que la crisis de la representación política se agrave están ahí y haríamos mal en desconocerlos pues este sistema de representación política es aún irremplazable y no existe alternativa a él. Es por eso por lo que nuestros representantes debieran actuar audazmente y en una forma tan antigua como lo hicieron los padres de la Constitución de los Estados Unidos.

En el momento de aprobarse la constitución de los Estados Unidos (1787) apenas un 60% de la población de ese país sabía leer y, sin embargo, apenas dos años después (1789), se aprobaba la primera enmienda a dicha constitución que, entre otras cosas, proclamaba:

«El Congreso no hará ley alguna (…) que coarte la libertad de expresión o de la prensa…»

Con un 60% de población analfabeta cuesta trabajo pensar que el derecho a la libertad de prensa fuese una aspiración fuertemente demandada por los estadounidenses; mucho más aún cuesta pensar que esa demanda se elevase a la categoría de derecho fundamental constitucionalmente protegido. Y, sin embargo, la consagración de ese derecho colocó a los USA a la cabeza del mundo, permitió la democracia tal y como hoy la conocemos y sirvió de ejemplo al resto de los países que en siglos sucesivos la fueron estableciendo también; y esto lo hicieron con un 60% de población analfabeta y cuando, del 40% restante, apenas una ínfima proporción leía la prensa. Los USA se adelantaron a su tiempo, fueron creativos y entendieron que esa nueva tecnología tenía enormes implicaciones políticas. La historia premió su audaz creatividad; en España la libertad de prensa no llegó de verdad sino en 1978; es decir 189 años después que en los USA, y este retraso en este y otros campos aún lo estamos pagando y lo pagaremos en el futuro.

Hoy que en España tenemos un sistema político en descomposición, ahora que se reclaman modificaciones de la Constitución y los estatutos de autonomía uno echa de menos esta creatividad y audacia de que hicieron gala los constituyentes norteamericanos hace 215 años. Nos empeñamos en mantener debates de hace 150 años: Discutimos cansinamente el “ser de España”, la “independencia” de viejos reinos de hace 500 años, el papel de los jefes de estado… Pero no hacemos el más mínimo esfuerzo para ser audaces y creativos y somos incapaces de detectar que hoy la tecnología tiene implicaciones mucho más importantes y acuciantes que en 1789.

Si en 1789 apenas una ínfima parte de la población leía la prensa y consideraron fundamental el derecho a la libertad de la misma ¿qué diremos en 2013 de la enorme trascendencia que tienen las tecnologías de la información?

Hoy esas tecnologías permiten opinar a casi cualquier ciudadano sobre las cuestiones que le incumben; hoy esas tecnologías permiten a casi cualquier ciudadano participar en la elaboración de las normas que le afectan; hoy esas tecnologías permiten que los representantes políticos contacten de forma inmediata y habitual con sus representados, y permiten la transparencia, y permiten que los datos públicos sean verdaderamente públicos, y permiten, en suma, aprovechar intensivamente la mayor riqueza que tiene un país, es decir, su capital humano, los hombres y mujeres que lo integran.

Hoy tenemos cosas que los constituyentes de 1789 ni se atreverían a soñar pero nos faltan justo esas calidades humanas que ellos sí tenían: Creatividad y audacia.

¿No puede España por una vez en la historia ir por delante del resto? ¿Es que siempre habremos de llegar 189 años tarde?