¿En qué creen los abogados?

Hace un par de días organicé una encuesta en twitter en la que preguntaba a quién quisiera responder una pregunta relativamente simple: ¿Cuál diría que debe ser el primer objetivo de un despacho de abogados?

La pregunta tenía cuatro respuestas posibles: a) servir al cliente, b) el beneficio económico, c) defender la justicia y d) otros fines sociales.

Como pueden ver en la captura del tuit, tres de cada diez encuestados respondieron que era «el beneficio económico»; afortunadamente, siete de cada diez encuestados, respondieron marcando una cualquiera de las demás opciones, siendo la preferida el servicio al cliente que obtuvo el 43% de los votos.

Y digo afortunadamente porque ese enfoque mercantilista, que desde hace tiempo han querido dar a nuestra profesión quienes no comprenden qué tipo de abogacía ejercemos, aún no ha calado.

Hay un punto de vista que sé que comparto con muchos compañeros y compañeras de ejercicio y es que el primer objetivo del ejercicio profesional de un letrado o una letrada no puede ser nunca el propio beneficio empresarial; por encima del beneficio económico del abogado se encuentra siempre el interés del cliente y esto no necesita de demasiadas explicaciones; si el interés del letrado estuviese por encima del interés del cliente el letrado prolongaría los juicios, aceptaría soluciones sólo cuando fuesen buenas para él aunque no para el cliente, no buscaría las soluciones menos onerosas y, en general, haría todo aquello que jamás debe de hacer un letrado. 

Pero además, ese principio de que el interés del cliente es el principal objetivo del letrado tiene importantísimas consecuencias externas a la mera relación a igado-cliente.

Si el primer objetivo de un letrado fuese el beneficio económico ¿con qué derecho podría quejarse de que alguien anunciase divorcios a 50€? ¿cómo podría defender el colectivo la existencia de unos honorarios mínimos por debajo de los cuales es imposible prestar un servicio de calidad? ¿qué legitimidad tendría para solicitar un incremento de las prestaciones del turno de oficio si este sólo está sometido a las leyes de oferta y demanda?

Créanme, las mejores edtrategias exigen siempre de buenos principios y si nos empeñamos, como muchos se empeñan, en ver nuestra profesión como una mera actividad negocial nuestra forma de ejercicio estará condenada a desaparecer.

Los servicios que prestan los abogados no son servicios como cualesquiera otros ni pueden estar sometidos exclusivamente a las leyes de la oferta y la demanda como desean fervientemente la Comisión de Defensa de la Competencia y otros órganos estatales, los servicios que prestan los abogados, antes que a la obtención de un beneficio económico se dirigen a defender los intereses del cliente y luego, sí, cómo no, a obtener un legítimo ejercicio profesional. De hecho, esta primacía del interés del cliente es clave para que los derechos fundamentales de los ciudadanos y el Estado de Derecho en su conjunto puedan ser viables.

Es por eso que los servicios jurídicos precisan de una regulación propia y es por eso que el mercado de servicios jurídicos exige una regulación especial —existente en otros países— que, hasta ahora, parece no importar a ninguno de los que mandan en España ni en el gobierno ni en la organización colegial.

Creo que ese 30% de encuestados que situan al «beneficio económico» como primer objetivo de su actividad profesional o no son abogados, o no entienden su profesión, o pertenecen a uno de esos despachos/empresa que ahora se estilan, o simplemente han respondido dando por descontado el interés del cliente se ve salvaguardado por la regulación legal de nuestro ejercicio profesional. Quiero pensar en que esto último es el motivo se su respuesta porque, de otra forma, siento que serían muchos los encuestados que no entienden la función de un abogado. O al menos no la comparten conmigo y con muchos compañeros de profesión que conozco.

Mucho más interesante que ese 30% de encuestados que sitúan al beneficio económico como el objetivo primordial de un abogado son las disparidades en cuánto a las otras tres respuestas: un 43% responde que el objetivo prioritario es la defensa de los intereses del cliente, un nada despreciable 25% (uno de cada cuatro encuestados) pone por encima de las dos opciones anteriores la defensa de la justicia y un pequeño pero interesante 3% que llamaremos «abogados de ideales» estima que el objetivo son «otros fines sociales» que, la propia estructura de la encuesta, impide que sean especificados.

Digo que es mucho más interesante porque, desde antiguo, la profesión de abogado ha sido objeto de un fuerte debate ético en cuanto a su naturaleza y sus fines y, por lo que se ve en la encuesta, ese debate aún no está cerrado (al menos entre los encuestados).

En los viejos tiempos de la República Romana un abogado sólo debía defender aquello en lo que creyera; alquilar sus conocimientos y servicios al mejor postor era algo no muy distinto de lo que hacía una meretriz y resultaba, por tanto, despreciable. Nada había peor en el foro romano que ser una execrable vox mercenaria.

Han pasado más de 20 siglos desde aquello y aún hoy día es la profesión de abogado una de las que mayores problemas éticos suscita.

Acabado el día, cuando abogados y abogadas abandonan sus despachos, no es difícil verlos reunidos en algún lugar hablando de sus asuntos; la ética en las relaciones entre compañeros, la moralidad o inmoralidad de los comportamientos de otros intervinientes en la administración de justicia o incluso la poca vergüenza de sus propios clientes son, en la práctica totalidad de los casos, tema de conversación. Pareciera que ninguna otra profesión espera tanto de la moralidad ajena y, sin embargo, al final del día, ninguna parece tan frustrada con lo que ha vivido durante la jornada laboral. Sí conoce usted abogadas o abogados y les ve hablando acérquese y escúchelos, sus temas suelen ser siempre los mismos… La irremediable desvergüenza diaria de la administración de justicia que tolera que ya el primer juicio de cada mañana empiece tarde. Jueces que llegan a una vista que ellos mismos señalaron con inexplicable retraso, funcionarios que parecen no estar nunca en la oficina judicial, clientes que demandan continuos trabajos y atención pero jamás pagan… pero también compañeros y compañeras que durante las negociaciones previas al proceso o incluso durante el mismo se comportan con inaceptable falta de ética… Todo esto, claro, siempre a juicio de quien habla.

Si, las exigencias éticas de abogados y abogadas son de las más altas, pero también sus expectativas de cumplimiento se cuentan entre las más bajas. No es raro, pues, que sean tantos los abogados y abogadas que están hoy día quemados.

Personalmente nunca he visto tanto consumo de ansiolíticos entre compañeros y compañeras como ahora; afortunadamente compartimos con los trabajadores autónomos la refractariedad a las enfermedades pues, de ser funcionarios o trabajadores por cuenta ajena, las bajas por motivos psicológicos se sucederían.

Y, sin embargo, el debate sobre la naturaleza y objetivos del ejercicio profesional de los abogados subsiste, incluso entre ellos mismos.

Muchos abogados, la mayoría (un 43%) según la encuesta, piensan que su trabajo consiste en poner sus habilidades jurídicas al servicio de los objetivos del cliente, sin embargo, otro grupo menor (un 28% y en especial el 3% que marcó «otros fines sociales»), piensan que su trabajo consiste en defender unos ideales o un concepto de justicia en el que creen.

Para poder seguir estudiando el asunto y siguiendo la terminología de la doctrina norteamericana que se ha ocupado de esta cuestión (Luban, D. Lawyers and Justice: An Ethical Study. Princeton University Press. 1988) llamaremos «abogados convencionales» a los primeros y «abogados de ideales» a los segundos, sin que los nombres usados para clasificarlos supongan ninguna preferencia teórica (que los segundos sean «de ideales» en modo alguno significa que hayan de ser mejores) y hecha esta división señalemos algunas notas.

El «abogado convencional» entiende que se defiende la justicia defendiendo lo mejor posible a su cliente en el proceso; por eso en su concepción ética de la profesión no hay dificultad alguna en defender un día una postura y al siguiente la contraria, él defiende la justicia haciendo bien su trabajo y lejos de considerar esa acción falta de ética la considera un timbre de honor y motivo de orgullo, es lo que se ha llamado la moral tradicional del abogado. Si usted que lee estas lineas no lo entiende recapacite: un abogado, según esta concepción de la naturaleza y objetivos del ejercicio profesional, no debe nunca confundir su moral personal con la ética profesional, lo contrario le llevaría a dejar condenar a su cliente, en lugar de usar las herramientas que la ley le da, simplemente porque su personal criterio moral está en contra de la conducta de su cliente. Los abogados «convencionales» saben lo que hacen, créame, y no hay nada inmoral ni falto de ética en su conducta, si usted no lo ve así quizá es que no ha reflexionado lo suficiente sobre ello.

Pero no podemos negar que en el extremo diametralmemte opuesto al abogado convencional hay otro tipo de abogado, minoritario, al que se ha dado en llamar abogado de ideales.

Para un letrado de ideales es la defensa del ideal que propugna la medida del éxito, este tipo de letrados selecciona a sus clientes en función de la utilidad que sus casos puedan tener para la defensa del ideal que persigue y su interés, más que en la defensa de los objetivos del cliente, se centra en la persecución unos determinados
objetivos de naturaleza social, cultural, política, económica o incluso legal.

Este tipo de abogacía es aún extraña en España aunque ha sido perfectamente visible en momentos y casos concretos, como por ejemplo los de muchos abogados laboralistas durante el franquismo, en que su ejercicio profesional no era ajeno a una forma de activismo político; o incluso en la actualidad donde el ejercicio profesional se utiliza, a veces, como herramienta para la consecución de objetivos sociales o políticos.

La popularización y florecimiento de la abogacía de ideales (cause lawyering) ha sido principalmente un fenómeno extranjero que comenzó en los Estados Unidos en la década de los 60. Los éxitos de los movimientos de derechos civiles y el trabajo de varias organizaciones de defensa social bien establecidas como el Fondo de Defensa Legal de la NAACP, el Fondo de Defensa Ambiental, el Centro de Derechos Constitucionales y muchos otros, fueron un buen caldo de cultivo para este tipo de abogacía.

Tal y como señala Scheingold el surgimiento y popularización de la abogacía de ideales en otras partes del mundo puede atribuirse a una combinación de factores, incluida la difusión de constituciones escritas y tribunales constitucionales, los valores neoliberales que impulsan la globalización y el desarrollo de redes transnacionales de derechos humanos (Sarat y Scheingold, 2001) .

A mí todo esto me parecen afirmaciones extremistas.

Es obvio que esta distinción radical no existe en la práctica, como es obvio también que los abogados convencionales siempre han visto influida su ejecutoria profesional por los principios que defienden del mismo modo que los letrados de ideales no pueden sustraerse a la siempre inesquivable defensa de los objetivos del cliente.

La abogacía convencional siempre ha estado presente en las sociedades modernas, pero también y hasta cierto punto la abogacía de ideales. Es importante subrayar que tanto los abogados de ideales como los convencionales tienen y defienden principios éticos; los abogados convencionales no son simplemente
maximizadores cínicos de su propia riqueza y estatus y los abogados de ideales no son seres simplemente altruistas y abnegados. Cada
uno de los abogados y abogadas que componen la abogacía real se situa en el continuum existente entre los dos extremos descritos. Es
más, un determinado letrado o letrada puede ejercer convencionalmente en la mayoría de los casos para comportarse como un abogado de ideales cuando le llega un caso en el que están
involucrados principios o ideales respecto de los cuales mantiene una relación especial.

Como ven si alguna profesión se faja diariamente con un debate ético profundo y cambiante es la jurídica, cuál es la dimensión moral y ética de nuestro ejercicio, qué principios deben presidir nuestra actuación… Todo eso es un debate que, creo que se detecta fácilmente en los resultados de la pequeña encuesta realizada pero que, al mismo tiempo, ilustra bien la naturaleza profundamente moral del ejercicio profesional de la profesión de abogado; un debate que solo casa mal, muy mal, con las conductas de aquellos que, cobrando cuantiosas dietas, se niegan a dar cuenta de las mismas a quienes se las pagan.

Perdónenme, tenía que decirlo.















Rebeldes con causa

El status quo, la ley establecida y el cambio social dirimen diariamente sus diferencias en un, frecuentemente, olvidado campo de batalla: los tribunales de justicia.

Es en ese peculiar campo de batalla donde bancos y aseguradoras, por ejemplo, defienden frente a los particulares una concreta interpretación de la abusividad u opacidad de determinadas cláusulas de sus contratos que les permiten enriquecerse; las empresas y los empresarios defienden en los juzgados de lo social unos derechos y facultades que los trabajadores y los sindicatos discuten en defensa de otros derechos distintos y antagónicos; en los juzgados y tribunales del orden penal los particulares y la fiscalía tratan de perseguir en larguísimos procedimientos a quienes, ejerciendo el poder político o económico delinquen contra todos, mientras que —los más desfavorecidos— son condenados en rapidísimos juicios rápidos y, finalmente, mientras todo esto sucede, en la sala de al lado, en el juzgado o sala de lo contencioso-administrativo, los ciudadanos discuten con la administración la regularidad del ejercicio del poder por esta en una larga serie de casos en los que, por definición, siempre es parte la administración.

El panorama anterior podría incluso parecerles bien, pero no conviene que se hagan demasiadas ilusiones, amigos lectores: las instituciones legales, aunque pudiera no parecerlo, son un campo de batalla donde los poderosos gozan de la mayoría de las ventajas.

Los poderosos, las corporaciones, las grandes sociedades mercantiles, son usuarios intensivos de la administración de justicia y estos usuarios intensivos son quienes hacen las reglas y tienen recursos para hacer cumplir las leyes a su favor. Si lo piensa usted bien, hay procedimientos cuyos usuarios son casi exclusivamente las grandes corporaciones, como por ejemplo los procedimientos de ejecución hipotecaria. La ley tiene la deferencia de establecer procedimientos rápidos para aquellos supuestos en que los poderosos reclaman lo que se les debe; en la misma ley, en cambio, no parece tan sencillo encontrar ejemplos de lo contrario. Por otro lado, estas personas a las que englobamos bajo el epíteto de «los poderosos», cuentan con los medios económicos precisos para acudir a los juzgados tantas cuantas veces sea necesario y acudir ante los más altos tribunales para tratar de fijar una jurisprudencia que les resulte favorable. Sólo, a veces, su egolatría les conduce a la catástrofe; como me relata Dionisio Moreno —el abogado que defendió a Aziz en el famoso caso que cambió la jurisprudencia en el mundo de las hipotecas—, si el banco se hubiese allanado y hubiese transaccionado el asunto con Aziz la sentencia que cambió todo el panorama hipotecario jamás se habría producido pues Aziz no pretendía cambiar el mundo ni el sistema hipotecario sino solo defender su derecho. Fue la egolatría, el obcecado empecinamiento y la vanidosa seguridad en sí mismo del banco demandado el que permitió que llegase hasta las últimas instancias el caso Aziz.

En general los ciudadanos no actúan ante los tribunales de justicia persiguiendo que estos fijen unas líneas jurisprudenciales que favorezcan a los particulares, se limitan a litigar tratando de obtener justicia en su concreto y particular caso, no son usuarios intensivos como bancos y aseguradoras de la administración de justicia.

Los usuarios intensivos y poderosos económicamente de la administración de justicia gozan de importantísimas ventajas: pueden seleccionar los casos que llevarán a apelación, casación o amparo, de forma que se garantizan las mejores oportunidades para obtener o establecer una jurisprudencia que les favorezca. Los usuarios intensivos de la administración de justicia pueden transaccionar o pagar aquellos asuntos que no desean que lleguen más allá de la primera instancia, de forma que resoluciones que podrían perjudicarles jamás alcancen ni siquiera el rango de «jurisprudencia menor». Los usuarios intensivos de la administración de justicia, además, complementan toda su estrategia anterior con una eficaz y constante labor de lobby ante gobiernos y partidos de la oposición y con el uso de medios de comunicación que ellos financian con su publicidad, para establecer premisas mayores —luego les pondré un curioso ejemplo— que luego ellos aprovecharán para construir silogimos tan falaces como aparentemente irrefutables. Los usuarios intensivos de la administración de justicia incluso recurren a la financiación de grupos y actividades parajudiciales (congresos o jornadas para peritos, abogados u otros juristas, etc.) con lo que acaban de redondear una maquinaria que funciona como un mecanismo de relojería perfectamente engrasado. Todo sea por el beneficio (suyo).

Además, en la cultura política contemporánea, la ley es tan omnipresente que ha llegado a dominar la forma en que la gente común piensa sobre sus problemas y las decisiones que toman sobre la resolución de esos problemas en su vida cotidiana. De esta manera, la ley preserva los privilegios de los usuarios intensivos de la administración de justicia, no solo a través de decisiones judiciales, sino también a través de las creencias y prácticas de la gente común (Ewick & Silbey 1998, Silbey 2005).

Sin embargo, a pesar de lo dicho hasta ahora y de la refractariedad de los ciudadanos comunes a acudir a la justicia e incluso de la inclinación natural de sus abogados a tratar de evitar el conflicto jurídico por todos los medios, resulta evidente que a los individuos, a menudo, no les queda otro remedio que acudir a los juzgados y tribunales para defender lo que consideran legítimamente su derecho y es ahí donde la ley y las categorías legales tienen una potencialidad verdaderamente admirable para motivar a la gente a movilizarse y resistir contra determinadas injusticias y es ahí también donde —a veces, algunas veces— los tribunales de justicia se convierten en el campo de batalla donde se juega el mantenimiento de un determinado statu quo o el progreso y el cambio social.

Los abogados y abogadas, dentro del panorama descrito, son poderosos guardianes de las instituciones políticas y legales donde tiene lugar la dinámica entre la ley y el cambio social (Galanter 1974, Hunt 1990, Silbey 2005) y, si me lo permiten, déjenme que les ponga algunos ejemplos.

Cuando en 2012 el ministro de justicia de infausto recuerdo Alberto Ruíz Gallardón estableció unas infames tasas judiciales para poder acceder a la administración de justicia, se cuidó muy mucho de que las tasas que gravaban el acceso a los recursos fuesen las más elevadas. Esto no era casual, era la forma de colocar más lejos del ciudadano común las instancias donde se fija la jurisprudencia y era la forma de permitir a los poderosos seleccionar los procesos más convenientes para llevar ante ellos. De paso se nos dijo que los ciudadanos españoles eran muy querulantes y que para evitar las altas tasas de litigiososad de los españoles lo mejor era establecer unas tasas que se destinarían a justicia gratuita.

Como sospecho que ustedes saben, todo era un inmenso cúmulo de mentiras: los ciudadanos españoles no son usuarios intensivos de la administración de justicia, quienes lo son, son precisamente bancos, entidades financieras, aseguradoras y en general los poderosos que han hecho de la administración de justicia su particular oficina de cobros o la trinchera donde defender sus desvergonzados incumplimientos1; tampoco era cierto que lo recaudado en tasas fuese a financiar la justicia gratuita como —con incalificable desvergüenza— se atrevieron a escribir en el propio texto de la ley y la única verdad fue que los poderosos pudieron felicitarse al ver aumentadas sus herramientas y posibilidades de control.

Fue con la infamia de las tasas cuando apareció con fuerza en España una abogacía rebelde, bien que con causa, que no estuvo dispuesta a aceptar como inevitable aquella iniquidad. Una abogacía que usó de las mismas herramientas de los poderosos, que ya no litigaba por el caso concreto sino en el marco de una estrategia procesal mucho más amplia: se buscaban denodadamente casos «perfectos» que poder llevar ante los tribunales españoles y europeos a la busca de unas resoluciones que pusiesen fin a la infamia de las tasas. Ya no se litigaba por el resultado de un solo caso sino por el resultado deseable de una situación inaceptable.

Esta abogacía no era —no es— una abogacía de causas perdidas sino una abogacía de futuro, que ya no busca ganar un caso concreto sino que trabaja para ganar una causa colectiva, ya sea esta una ampliación de derechos fundamentales, la derogación de una ley injusta o el remedio de lamentables situaciones de hecho.

Siento latir este tipo de abogacía en muchas acciones de los abogados de extranjería, laboralistas, de consumidores, partidarios del conocimiento y el software libres… una dimensión ética empieza a generalizarse —siempre ha estado ahí, bien que menos visible— en la abogacía buscando con tal dimensión, abogados y abogadas, separarse de la imagen de la mera voz mercenaria o del profesional absolutamente neutral.

Desde los viejos abogados laboralistas que —durante la transición— trabajaron (y a veces murieron) defendiendo una causa y un cambio necesario, hasta los modernos abogados tecnológicos que persiguen una determinada concepción del mundo y la sociedad, la abogacía ha sido siempre un importante agente de cambio y progreso social capaz de forzar avances tan sorprendentes como necesarios.

Es quizá tiempo de que abogados y abogadas tomen conciencia de su inmenso potencial como agente de cambio y busquen la manera de organizar y optimizar su trabajo, no sólo en interés de sus clientes, sino de toda la sociedad.

¿Qué tal si lo hacemos juntos?


  1. El mejor ejemplo de esto son los juzgados trampa hipotecarios, establecidos exclusivamente en beneficio e interés de unos bancos y cajas que pierden casi el 100% de los casos y que, lejos de buscar justicia en estos juzgados, lo que han buscado es un eficaz pozo que disuada a los consumidores de reclamar y una magnífica trinchera donde ralentizar sus indudables condenas para mayor disfrutes de socios y accionistas. ↩︎