Los primeros vecinos de la ciudad

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Esta vivienda que ven en la foto (no la batería de cañones sino la cueva) bien podría ser la casa número «1» de Cartagena y con toda probabilidad lo sea.

Es conocida popularmente (y no sé por qué) como «la cueva de los aviones» pero antes, hace unos 50 mil años, fue el domicilio de una familia de neanderthales que, al marchar, dejaron allí olvidado parte de su ajuar doméstico en forma de conchas decoradas con una pigmentación roja producida por un material identificado como hematita (oligisto), el mismo material que usaron los habitantes de las Cuevas de Altamira en sus pinturas. Los expertos que las han examinado sostienen que estos bivalvos han de interpretarse como «adornos personales». Dice la wikipedia que estos pigmentos rojizos se originaron con seguridad a una distancia de entre 3 y 5 kilómetros de distancia, en la zona noroeste de la Sierra Minera de Cartagena-La Unión, un colorante que se extraería posteriormente en la Antigüedad junto al oro y la plata.

Así pues, caben muy pocas dudas de que esta es la vivienda número uno de la ciudad, si bien, por aquella época la cueva no estaba inundada como ahora por el mar, pues la línea de costa se hallaba a varios kilómetros de distancia; el final de la glaciación hizo subir el nivel del mar y quién sabe si fue esto lo que determinó el abandono de la cueva. El problema de las humedades y el cambio climático, como vemos, viene de lejos.

Neanderthales y Cro-Magnones se sabe que convivieron en la península ibérica y las últimas investigaciones en materia de ADN parecen confirmar que ambas especies se mezclaron y que los europeos conservamos restos del ADN de aquellos primeros vecinos de la ciudad.

Hoy que hace bueno y el sol acompaña me he decidido a darme una vuelta por la casa de los abuelos, es un lugar bonito y tiene todo lo que a los cartageneros nos gusta: Mar, una batería de cañones, bloques de escollera por los que saltar, norays para sentarse mientras se lanza la caña y cincuenta mil años de historia. Casi nada.

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La Quer de las 27 letras

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Hoy me ha tocado desplazarme hasta Callosa de Segura, en la Vega Baja, a causa de un episodio más de esa interminable historia que hermana a los calés y a los Guardias Civiles y que García Lorca cantó de forma insuperable.

Al llegar me ha llamado la atención descubrir que el cuartel de Callosa responde al viejo patrón arquitectónico de las casas-cuartel: Medio edificio oficial, medio fortín o blocao.

Muchas de las viejas casas-cuartel estaban construidas en lugares absolutamente despoblados donde eran objetivo fácil para bandoleros o contrabandistas y por eso, esas viejas casas cuartel, contaban con garitas aspilleradas en los cantones que permitían a los guardias hacer un eficaz fuego de flanqueo si alguien las atacaba. No dejaban ángulos muertos bajo las garitas y todo el perímetro de la casas podía ser batido y defendido usando de dos o, a lo sumo, cuatro guardias. Mi padre nació en uno de esos cuarteles (el de Cabo Tiñoso) y pasó su infancia en otro de ellos (el de Boletes) y aún recuerdo a mi abuelo contando viejas historias de carabineros y guardias civiles sobre los hombres de Juan March, un contrabandista que no dudaba en usar del soborno o la violencia para conseguir sus fines. Más adelante los azares de la política hicieron de él diputado y más adelante aún uno de los hombres fuertes del régimen de Franco; de hecho fue él quien pago el alquiler del «Dragon Rapide», el avión que llevó a Franco de Canarias a Melilla dando comienzo a la guerra civil; como digo, viejas historias de guardias.

Hoy me ha llamado la atención que este edificio siga ostentando con toda dignidad el viejo nombre que estos puestos tenían:

«Casa cuartel de la Guardia Civil»

aunque, es justo decirlo, los calés no las llamaban así; porque en caló a esos edificios se les llamaba

«La quer de las veintisiete letras».

«Quer», como sin duda sabrán, significa «casa» en caló (de ahí la palabra «kely» que algunos «modernos» suelen usar para referirse a su casa) y el analfabetismo hacía el resto. Estos edificios eran las casas («quer») que tenían veintisiete letras en la puerta.

Como digo viejas historias y hoy, mientras hago tiempo esperando a que tomen declaración a mi cliente, me entretengo recordándolas.

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