Miguel pasa con holgura los setenta años y ejerce de guía. Entre las mil maneras en que los cartageneros se buscan la vida él eligió la de ser guía turístico: a cambio de unos pesos él te cuenta la historia de lo que ves en la plaza donde habita… y lo hace como nadie. La necesidad le obligó a tener que dominar varios idiomas y el hombre se expresa con fluidez en lenguas extrañas. Sus conocimientos admiran a los cartageneros y hoy, mientras me acercaba a la catedral de Santa Catalina, el taxista no ocultaba su admiración por él. «Ese hombre sabe muchísimo» —me ha dicho— y se notaba la admiración y el respeto en sus palabras.
En las sociedades occidentales hemos interiorizado tanto el principio de igualdad que no sólo es que nos creamos iguales jurídicamente a los demás, es que creemos que nuestras opiniones o habilidades son igual de valiosas que las de los demás y apenas si nos reconocemos inferiores y rendimos respeto a nadie vivo. En ese tipo de sociedades como la nuestra sólo el dinero marca las diferencias y así nos va.
Aquí aún no es así, Miguel es pobre de solemnidad pero despierta la admiración no solo del taxista sino de la profesora de universidad que me acompaña —Claudia— y de mí mismo.
Miguel nos da datos y nos cuenta historias, unas historias sin duda recibidas por tradición oral porque entroncan directamente con viejas historias que yo ya tengo escuchadas en la península. Cartagena es patrimonio de la humanidad pero Miguel es patrimonio oral no sólo de América sino de España.
Dudo y le pregunto: ¿sabe usted leer y escribir?
Me responde que sí y respiro aliviado, si este hombre hubiese recogido todos estos conocimientos de forma oral no me habría quedado más remedio que pedir a alguna real academia que lo estudiase.
Y le pido hacerme una foto con él y el hombre acepta. Y hoy dos días después aún me acuerdo de Miguel, el hombre que cuenta historias.