Países ricos y países pobres

Países ricos y países pobres

En casi todas las charlas que di en Colombia, en algún momento u otro, apareció siempre la cuestión de la América del Sur pobre frente a la América del Norte del Río Grande rica y, para enfrentar esa cuestión, siempre traté de poner en claro qué era eso de la riqueza o de la pobreza de un país.

Si por «riqueza» se entiende que un país disponga de abundantes recursos naturales no cabe duda de que América del Sur es un continente agraciado por la providencia pero, les decía, no creo que la abundancia de recursos naturales sea lo que hace en verdad rico a un país y les solía poner el ejemplo de Chile.

Al comenzar el siglo XX Chile era un país ciertamente rico: su renta «per capita» superaba a la de países europeos como España, Suecia o Finlandia. La causa de tal riqueza se encontraba oculta bajo el suelo del desierto de Atacama: el nitrato. Indispensable para la fabricación de pólvora y magnífico como abono, Chile vendía su nitrato a todo el mundo.

Sin embargo, para desgracia de los chilenos, en 1909 los químicos alemanes Fritz Haber y Carl Bosch descubrieron una forma barata de producir este nitrato a partir de otros componentes y las exportaciones de nitrato de Chile comenzaron a caer; sin duda muchos de ustedes recuerdan aún el azulejo que se ve en la fotografía; «agricultores, abonad con nitrato de Chile» y añadía las palabras «único natural», este fue uno de los últimos esfuerzo chilenos por mantener su comercio.

Para 1958 toda la industria chilena del nitrato había desaparecido sin embargo la fortuna volvió a sonreir a Chile pues, en esos lustros, la electricidad, el telégrafo y la telefonía exigían cada día más hilo de cobre y Chile, por fortuna, era rico en cobre.

Y dicho esto ¿consideran ustedes a Chile un país rico o un país pobre?

Yo, permítanme decirlo y que no se me enfade ningún chileno, no lo considero rico, sino ponre. Rico es el país que, comi Alemania, tiene conocimientos suficientes como para prescindir del comercio del nitrato cuando le hace falta (recordemos que todo el comercio de nitrato de Chile estaba controlado por Gran Bretaña) o es capaz de diseñar e implementar esos aparatos que necesitan del cobre que otros facilitan.

Disponer de materias primas es cuestión de suerte, disponer de cultura y conocimiento es cuestión de esfuerzo pero permite forjar el futuro independientemente de la suerte que se haya tenido en el reparto de riqueza. El cobre no vale nada, si vale es porque alguien le ha encontrado un uso revolucionario (la electricidad) y por eso no es rico quien tiene cobre sino quien tiene los conocimientos que permiten su uso.

No, riqueza no es disponer de recursos materiales, riqueza es disponer de conocimiento, de cultura, de todo eso que, en sentido amplio, llamamos información.

No creo que América del Sur sea pobre en cuanto a materias primas sino todo lo contrario, es riquísima; sí es pobre en cuanto que ella no controla estas materias primas, en general explotadas y esquilmadas por empresas anglosajonas que no han dudado en corromper u ocupar gobiernos para ello y, sobre todo, es pobre, en la medida que la pobreza material de sus gentes drena a sus sociedades de inteligencia, cultura e información, permitiendo que sus mejores cerebros acaben siempre en el extranjero enriqueciendo a otras sociedades.

Y esto que digo no sólo sirve para América del Sur sino para mi propio país; un país que confía en buena parte su futuro a unos turistas de sol y playa que un día dejarán de venir y que, de momento, han acabado con el 80% de los recursos naturales y turísticos del Mediterráneo Español. Un país cuyos profesionales de la sanidad marchan recién egresados a países extranjeros; un país cuyos científicos, si quieren desarrollar una carrera científica exitisa, deben marchar al extranjero.

Estamos perdiendo nuestra mayor riqueza en favor de otros países, así que nadie se extrañe si un día descubrimos que somos, esencialmente, pobres.

Entre el anís y la coñá

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Antes de que el coñac de Jerez le desplazase, España era un país que bebía anís mayoritariamente. Se le tenía por una bebida salutífera y se le atribuían toda suerte de beneficiosas propiedades. En 1884 los habitantes de la población de Monóvar (Alicante) quedaron milagrosamente a salvo de la epidemia de cólera que arrasó España y tal prodigio, por obscuros razonamientos, se atribuyó al consumo de anís por parte de los vecinos de aquella localidad; ello, naturalmente, disparó aún más el consumo. Tal fenómeno fue aprovechado por avispados comerciantes de licores que llevaron a cabo campañas de marketing verdaderamente pintorescas. La más recordada fue la llevada a cabo por el comerciante catalán José Bosch Grau quien, al observar que en las tabernas la clientela para pedir anís pedía simplemente “Mono” (apócope de Monovar), decidió incluir la imagen de un simio en la etiqueta. El simio en cuestión llevaba en la mano derecha un pergamino con la críptica leyenda “La ciencia lo dijo y yo no miento” en alusión, al parecer, al prodigio de Monovar. En la cara del mono, además, muchos han querido ver también la efigie de Charles Darwin (que por entonces fletó su teoría de la evolución) o de algún político de la época. Pero, sin duda, la mayor aportación de este catalán insigne fue el diseño de la botella diamantina, imitadísima luego, y que, por azares del destino, se ha convertido en un instrumento folclórico-musical de uso general, algo que Don José Bosch jamás habría imaginado.

Por desgracia la época dorada del anís concluyó con la difusión de los coñacs de jerez que comenzaron a desplazarle de tal manera que, hoy día, míticos aguardientes anclados en el inconsciente colectivo de los españoles ya no existen. Hoy ya nadie podría pedir“una copita de Ojén” porque el Ojén, aguardiente otrora famoso, ha pasado a mejor vida. Con el aguardiente de Cazalla ocurre otro tanto, cada vez es más difícil hallarlo en los comercios y hemos de certificar que este licor, famoso y recio, puede acabar sus días en breve de la misma forma que el Ojén.

Pero, como la moda y los gustos de los españoles son veleidosos, es ahora el coñac el que se ve arrinconado por el consumo de bárbaros aguardientes confeccionados, en el mejor de los casos, con hierbas de dudosa procedencia.

Aguardientes naturales procedentes de la uva (coñac) o caña de azúcar (ron), aptos para ser bebidos y disfrutados solos o en compañía se ven substituidos por la bárbara ginebra, un producto que nadie en su sano juicio podría beber sin mezclarlo antes.

Pues bien, en esta España de Gin Tonics barrocos y coloridos, yo prefiero atenerme al coñac, un producto natural, apto para ser bebido y saboreado sin mezclar con gaseosas ni aguas de litines; bebida que exige conocimiento y paladar y en la que, gracias a dios, todavía no corre uno el riesgo de encontrarse pepinos, trozos de lima o incluso algún trozo de los papeles de Bárcenas.