Creo haber vivido lo suficiente como para tener una cierta perspectiva en este asunto de los juicios de tráfico. Permítanme que comparta con ustedes un poquito de lo que he visto durante mi vida profesional y luego, al final, hablamos.
En 1990 me dedicaba mayoritariamente a defender compañías de seguros. Mis compañeros de despacho y yo nos ocupábamos de defender los intereses de cuatro o cinco aseguradoras y eso me hizo conocer bien ese mundo desde el interior de las propias compañías. Por otro lado también actuábamos como acusación particular contra aquellas compañías que no eran nuestras clientes. Fueron muchos juicios los que celebré, tantos que, alguna vez, sigo soñando todavía con el artículo 586(bis) del viejo Código Penal.
A principios de la década de los 90 la indemnización que los jueces solían conceder a los lesionados por cada día de baja en Madrid o Alicante, por ejemplo, ascendía a 10.000 pesetas (60€). En la Región de Murcia, más modestamente, la indemnización, en cambio, tan solo era de 8.000 pesetas (50€).
Sí, he dicho «la indemnización que los jueces solían conceder», porque quienes fijaban la indemnización entonces eran los jueces atendiendo, no a un baremo rígido, sino a todas las circunstacias que se presentaban a su valoración por las partes. Trataban de ser justos y, en general, lo lograban pero eso, ¡ay!, no les parecía convenir a las compañías de seguros de automóviles que, por entonces, desataron una lucha de precios sin cuartel.
La década de los 90 vio quebrar a muchas compañías de seguros y la CLEA (Comisión Liquidadora de Entidades Aseguradoras) y el Consorcio hubieron de trabajar a destajo. Fue en esa época cuando quebraron compañías como «UNIAL» (una compañía del sindicato UGT que quebró en la época del vergonzante fraude de las cooperativas de viviendas), Grupo 86, Mercurio (una empresa que aseguraba autobuses urbanos y tenía una siniestralidad delirante), Apolo, Multinacional Aseguradora y muchas más…
Las compañías atribuyeron aquella cadena de quiebras no a su insensata política de riesgos y a las circunstancias específicas de su sector sino que culparon de todos sus males a los jueces: esos oscuros y malintencionados sujetos que hacen caridad con dinero ajeno, decían, y que no dando de lo propio curan sus conciencias con el dinero de las honestas compañías generando todo tipo de inseguridades jurídicas. Si usted no lo ha vivido le parecerá delirante pero le aseguro que así es como se hablaba en los departamentos de siniestros de las aseguradoras.
Por eso las compañías de seguros decidieron que retirarían del ámbito de competencia de los jueces la valoración del daño corporal y a fe mía que tuvieron más éxito del que ellas mismas podían llegar a imaginar. Para 1993 ya habían publicado un baremo «orientativo» de indemnizaciones para daños en tráfico que los jueces —simplemente— ignoraron, pensando cándidamente que ese baremo orientativo nunca podría llegar a ser obligatorio.
Y, si esta era la situación en el lado de las aseguradoras, el campo de los abogados en aquellos primeros años 90 ofrecía un panorama que no hacía presagiar lo que vendría después.
Por aquel entonces los abogados tenían prohibida (en contra del derecho europeo) la «cuota litis» pero, en el mundo del tráfico, todos la usaban y esta cuota era, en general, del 10%. Como el tiempo estándar de curación en aquellos años de un síndrome postraumático cervical, por ejemplo, era de 90 días, saber cuánto dejaba a un abogado medio de Alicante uno de aquellos pequeños accidentes era sencillo ((9010.000)10%): 90.000 pesetas; es decir unos 540 euros. Eso sin secuelas de ninguna especie.
Muchos de quienes no sean lo suficientemente mayores quizá no sepan lo que eran casi 100.000 pesetas en el año 1993… Esos 540€ actuales eran una cantidad muy respetable y con ella se podían hacer muchas cosas, como por ejemplo, salvar un mes. Fue en aquel año 93 cuando, con los honorarios que me reportó un caso en el que mi clienta había sufrido una lesión de rodilla, pude casarme. Con las 270 mil pesetas que cobramos mi entonces novia y yo (1.600€) pagamos la boda, la entrada de la casa, el viaje de novios y parte del mobiliario. Impresionante. Piense qué puede hacer usted hoy con 1.600€ y empezará a entender de qué le hablo.
Pero llegó 1995. Las aseguradoras habían dado al gobierno la matraca implacablemente con la cancamusa de la inseguridad que los jueces producían con sus resoluciones, con la grave situación por la que atravesaba el sector, con lo malvados que eran los españoles que se dedicaban a engañar a las honestas compañías de seguros (una matraca esta que las compañías se ocupan de mantener año tras año mientras mantienen un cuidadoso silencio acerca de sus propias tropelías), y con la pasividad de jueces y forenses para controlar un fraude que era evidente, obviamente, para las compañías.
Y triunfaron: en 1995 y enmedio de un sonoro escándalo entre jueces, abogados y el resto de lo que ahora se llaman «operadores jurídicos», el gobierno (socialista entonces) convirtió en obligatorio aquel baremo orientativo que despreciaron los jueces. Ahora los jueces ya no valoraban el lucro cesante ni el daño emergente que las lesiones habían producido a cada persona en concreto; a partir del baremo todos los casos (iguales o desiguales) pasaron a valorarse con ese único rasero y, por ejemplo, la indemnización por día de baja fue reducida a 2.500 pesetas (15€) de la noche a la mañana.
La judicatura se rebeló contra aquel baremo que juzgaron una tropelía y cuestiones de inconstitucionalidad y recursos de amparo fueron sometidos a la consideración del Tribunal Constitucional pero sin éxito, de forma que, poco a poco, amainó el temporal y las aseguradoras se salieron con la suya: habían triunfado.
El éxito de las aseguradoras fue una derrota para los asegurados y víctimas de accidentes de tráfico; sin embargo, la tradicional falta de capacidad asociativa española y la debilidad de nuestra sociedad civil hizo que el «lobby social» no dejase sentir su justa protesta. Tampoco la abogacía institucional tuvo éxito (si es que acaso lo intentó, que no lo sé, yo desde luego no recuerdo que lo hiciera) y aquel recorte impuesto por el baremo hizo que los consumidores vieran reducidas sus indemnizaciones de forma draconiana para regocijo de las aseguradoras y sus cuentas de resultados y que, de paso, los abogados de tráfico perdieran un enorme poder adquisitivo. Perdían los ciudadanos, ganaban las aseguradoras, la abogacía no protestó y quienes entonces representaban a los ciudadanos se olvidaron de ellos para no volver a recordarlos jamás en este tema.
Si echamos cuentas resulta que, ahora, en 2017, la indemnización por día de baja se encuentra en España a niveles del año 1993 (unos 50€ y pico por día de baja), lo que significa que, desde 1995, hemos tardado más de 20 años en regresar al pasado. Los ciudadanos de 2017 son indemnizados como los ciudadanos de 1993 (a veces menos) y, si aplicamos a esas magras indemnizaciones la cuota litis del 10%, resultará que los abogados de tráfico están cobrando cantidades de 1993 para afrontar gastos de 2017 y, todo ello, con el noble fin no de indemnizar en justicia a los perjudicados, sino con el más prosaico de que las aseguradoras mejoren sus cuentas de resultados.
Sí, la aseguradoras se salieron con la suya, obtuvieron del gobierno la rebaja pretendida y la furibunda protesta judicial inicial se fue disolviendo como un azucarillo. Los abogados, hasta donde yo sé, no parece que protestásemos entonces con la necesaria firmeza ni que hayamos trabajado con posterioridad en sentido contrario al de las compañías de seguros y en pro de los perjudicados. El lobby de las aseguradoras ha funcionado desde entonces como una máquina bien engrasada y el de aquellos que quieren una valoración específica para cada caso concreto sin aplicar automatismos que lleven a soluciones absurdas en muchos casos, ese lobby, ni siquiera ha llegado a nacer. Pero no nos quedemos aquí porque la historia continua.
Tras la aprobación del baremo el lobby de las aseguradoras prosiguió con su buen hacer (buen hacer para ellos, se entiende) y, de forma generalizada, comenzaron a bajar las garantías de defensa y reclamación jurídicas en las pólizas de automóviles. Si a finales de los 90 las coberturas para esta garantía estaban habitualmente cifradas en varios miles de euros, para 2015 casi todas las pólizas que emitían las compañías no pasaban de 600€; una medida muy útil para evitar que en los asuntos de tráfico interviniesen abogados particulares distintos de los de las compañías. A esta inicua medida se unió la facilidad y gratuidad con que las compañías asumían la defensa de los ocupantes del vehículo propio mientras que ponían todo tipo de problemas y ejercían todo tipo de presiones si estos decidían buscar —como era natural y aconsejable— un abogado de su elección.
También les salió bien a las aseguradoras este plan, nadie protestó desde el campo de los consumidores, la CNMC no abrió la boca ni para respirar y tampoco en el campo de la abogacía pareció interesarle a nadie el tema y, si alguien protestó, (recuerdo una desagradable experiencia sufrida hace años con un post mío sobre este mismo tema) recibió advertencias incluso desde el propio campo.
Sí, el futuro sonreía a las aseguradoras, pero el golpe de gracia se produjo a finales de la legislatura pasada con la eliminación de los juicios de faltas y la desaparición de la mayor parte de los juicios de tráfico que se redujeron a un proceso extrajudicial donde la figura del abogado es perfectamente prescindible. Nadie solicitaba esa reforma, nadie pedía la despenalización de los accidentes de tráfico (salvo las aseguradoras se entiende), pero el gobierno (en este caso el actual con R. Catalá como ministro de justicia) decidió que, nuevamente, volvería ayudar a las aseguradoras contra los consumidores y contra la abogacía.
Nuevamente los consumidores han dejado oír sus protestas, pero, esta vez, ya la judicatura no ha dejado sentir su voz (al fin y al cabo les reducen la carga de trabajo) y la abogacía ha sido una balsa de aceite en manos de Rafael Catalá a pesar de que esta reforma suponía la pérdida de un sector de actividad importantísimo para la abogacía y el cierre anunciado de muchísimos despachos.
Las compañías de seguros, en interés propio y con la colaboración impagable del gobierno, han logrado eliminar la presencia judicial y reducir la de los juristas en los procesos de tráfico que ahora se ven reducidos a unos cuantos trámites extrajudiciales. Sea como fuere la realidad es que lo sucedido es bueno para las compañías y perpetúa esa realidad de las indemnizaciones baremadas que, si pareció inadmisible en 1994, es ahora una situación con la que la sociedad se ha acostumbrado a vivir.
En 2017 el futuro de los abogados de tráfico es muy incierto —aunque ello no ha parecido provocar la menor inquietud en los representantes de la abogacía— y hablar con estos abogados es palpar una inquietud ante el futuro que no es exclusiva, por cierto, sólo de ellos sino de muchas otras ramas de la profesión.
Hay en España unos 130.000 abogados y datos recientes parecen indicar que una quinta parte de ellos están afrontando graves problemas económicos en sus despachos; si a tal situación le añadimos la crisis entre quienes se dedican o dedicaban al tráfico es posible que estemos viviendo los momentos más graves de la historia de la abogacía en España sin que aparentemente nadie parezca inmutarse. Desearía equivocarme pero lo que desearía además es que, si has sido abogado estos últimos 20 años, me permitieses escuchar tu opinión sobre la evolución de la profesión que nos da de vivir.
Ah, y no esperes que nadie proteste ni haga nada por ti si tú no lo haces.
Lo dejaré aquí por hoy. Perdón por extenderme.
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