Una elección decisiva

Una elección decisiva

Una batalla decisiva se está librando en el mundo de la abogacía, una batalla que ha de definir cómo será el mercado de los servicios jurídicos en el siglo XXI.

Esta batalla se libra, de un lado, por un activo bando de fondos de inversión, empresas multinacionales, grandes corporaciones, aseguradoras y bancos. Personas jurídicas todas estas cuyo objeto social, única razón de ser y primer mandamiento inscrito en sus estatutos, es el ánimo de lucro.

El otro bando de esta batalla lo componen un grupo desestructurado de abogados y abogadas que ejercen su profesión en despachos individuales o de pequeña dimensión cuyos objetivo vital es a día de hoy la supervivencia, pero que saben que la actividad que desarrollan no está sometida a la ley de la oferta y la demanda ni al principio de máximo beneficio, al menos, con carácter principal.

El ejercicio de la abogacía nunca ha tenido como primera finalidad el lucro del abogado; por encima de este lucro están los intereses del cliente y por eso, cuando entran en conflicto las instrucciones del cliente y el propio ánimo de lucro del letrado o letrada, una concepción antigua y honesta de la profesión dictaba a los profesionales con toda nitidez qué habían de hacer.

Estos profesionales, además, han sido quienes han defendido a las personas, a los comunes, al pueblo, frente a los abusos de bancos, compañías de seguros o inmobiliarias, principales protagonistas de los litigios en este país en cuanto que principales infractores de las normas. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que ha sido esta clase de letrados y letradas las que han salvaguardado hasta ahora los derechos y libertades de los ciudadanos pues, absolutamente independientes en sus intereses personales y profesionales de bancos, aseguradoras, inmobiliarias o poderes políticos, han litigado contra ellos hasta lograr tumbar algunos de sus más viles abusos.

Lo que ocurre en esta batalla es que, mientras el primero de los bandos —con las arcas llenas— maniobra coordinadamente utilizando sus innumerables contactos políticos y económicos; el segundo, el de la abogacía independiente, carece de unidad y coordinación y, es más, quienes deberían ser sus representantes carecen de conciencia de la existencia de la batalla o, directamente, se han pasado al enemigo porque lo de que de verdad desean es jugar en el otro bando.

Mientras, los fondos de inversión, presionan alrededor del gobierno para que se aprueben reformas legales que regulen las demandas colectivas en las formas que ellos desean para, así, poder montar negocios que dejan a Arriaga jibarizado. Al tiempo, otras empresas, se dedican a la mercadotecnia para captar clientes que luego ofrecer a los verdaderos letrados a cambio de un porcentaje de sus honorarios. Letrados y letradas trabajando a precios de administrativo para empresas de inversión o mercadotecnia y captación de clientes que, bajo la bandera pirata de la abogacía, no son más que mercaderes de carne.

Pero para poder hacer todo esto era preciso antes que toda una estructura deontológica, una forma de entender la profesión, se desmoronase. Que se desmembrasen las normas sobre publicidad para poner a los letrados y letradas en manos de los mercachifles que captan a la clientela, que se liberalizasen precios de forma que pudiesen ofrecerse servicios jurídicos a precios temerarios, que esta labor de intermediación para explotar a clientes y a letrados fuese, en suma, legal y hasta bien vista.

Y eso lo han conseguido.

Lo han conseguido porque quienes dirigen nuestro Consejo General —singularmente su presidenta— ha trabajado para ello. Por eso su foto de ayer en la inauguración de unas oficinas de la empresa Legalitas es tan ilustrativa.

Ella lo ha hecho y los 83 decanos que se sientan en el sótano del Paseo de Recoletos se lo han permitido; no sé si por ignorancia, o por falta de criterio, o por incapacidad para pelear contra un sistema enquistado, o por que la regulación de este Consejo se remonta a tiempos de la dictadura, o porque realmente les parece bien la dirección que llevan las cosas, o por cobardía —que también la ha habido— o por simple interés personal de unos pocos que se han apropiado de las instituciones de la abogacía cual si fuesen parte de su propio patrimonio.

Lo cierto es que, desde hace años, se libra esta batalla definitiva para la supervivencia de esta forma de ejercicio profesional al que he dedicado mi vida y el bando en el que peleo sólo ha sufrido derrotas, unas veces a manos del enemigo otras con la impagable colaboración de quienes dicen estar a nuestro lado.

La batalla está llegando al final, pronto los más nos convertiremos en asalariados de los menos y ya no habrá nada que hacer.

Ayer la fotografía de la presidenta nos dejó claro de qué lado está y con quien juega, ahora falta saber si la abogacía independiente es capaz de hacer algo para detener la catástrofe.

Tú decides: o peleas o te rindes.

Una historia personal

Permítanme que en esta larga noche de autobús y carretera le dé una oportunidad a la nostalgia y les cuente cómo era mi vida en 1993.

Ya supongo que la mayor parte de ustedes no tienen el menor interés en escuchar viejas historias de nadie pero les ruego que tengan paciencia, al fin y al cabo son las historias de un abogado como ustedes —escribo este post para abogados y abogadas— y quizá encuentren en ellas alguna utilidad.

En 1993 yo me dedicaba al derecho de la circulación y trabajaba en un despacho en el que se defendía a varias compañías aseguradoras, los juicios de faltas y los verbales de tráfico se acumulaban y por eso no era raro que, en un día, yo pudiese celebrar cinco vistas y a veces incluso más. Estos años constituyeron una experiencia impagable para mí.

En aquellos años, en la Región de Murcia, el día de baja a consecuencia de un accidente de tráfico se pagaba a 8.000 pesetas y, si el caso era privado y no de compañía, nuestros honorarios estaban en torno al 10%; de forma que, de cada día de baja, yo sacaba unas 800 pesetillas que… que en aquellos años daban para mucho. Porque con 500 pesetas yo podía invitar a mi novia en un restaurate a comer pizza y a regarla con una botellita de vino decente y aún quedaban 300 pesetas para tomarnos un par de cubatas en algún pub no demasiado caro. Eran otros tiempos.

Las 8.000 pesetas por día de baja que se pagaban en la Región de Murcia se convertían en 10.000 si se trataba de Madrid, Barcelona, Alicante u otras poblaciones en las que los jueces juzgaban razonable elevar la indemnización pues, entonces, no había baremo y se indemnizaba cada caso individualizadamente por los jueces, práctica esta que resultaba odiosa a las aseguradoras por razones que luego veremos.

En aquella época comenzó a producirse un frenético proceso de quiebras y absorciones de compañías de seguros. Quebraron compañías como UNIAL (¿recuerdan ustedes la estafa de las cooperativas de viviendas de la UGT?), Multinacional Aseguradora, Grupo 86, Apolo… y las fusiones o absorciones se sucedieron (La Equitativa, La Unión y el Fénix, Schweiz…) y en medio de todo ese panorama el lobby de las aseguradoras presionó y presionó hasta obtener un baremo, orientativo primero y obligatorio después. La indemnización por día de baja se redujo a 3.500 pesetas y el resto de las lesiones vieron aplicar una norma uniformizadora y todo porque las aseguradoras aseguraron que sus dificultades económicas nacían de esa detestable conducta de los jueces que, según este lobby, «parecían disfrutar haciendo caridad con dinero ajeno».

Nada dijeron de la pésima gestión de riesgos cuando no de la simple caradura de sus gestores, pero lo cierto es que tuvieron éxito y, a pesar de la protesta generalizada de jueces y magistrados, impusieron su baremo. Nada dijo la abogacía a pesar de que ella y los consumidores eran los más perjudicados y a partir de ahí ya no pude comprarle una pizza a mi novia en el bar…

Traducido a euros aquellas 8.000 pesetas son los cincuenta euros que casi se corresponden a la indemnización por día de baja actual; es decir, 25 años después, los consumidores españoles han alcanzado los niveles indemnizatorios de 1993 y los abogados españoles con los 5€ que representan su 10% probablemente ahora ya ni podrían entrar en un bar.

Las aseguradoras triunfaron, su labor de lobby ha sido continua y eficaz y ha alcanzado sus objetivos máximos al ver despenalizados los accidentes de tráfico incluso en contra de la opinión de la Fiscalía General del Estado. Y, nuevamente, ni los consumidores ni la abogacía han levantado la voz (ni siquiera una ceja), es más, la abogacía se ha apresurado a considerar un logro el utilizar un sistema informático de contacto con las compañías de seguros cuyos servidores, por cierto, están en manos de las propias aseguradoras.

Los consumidores están cada vez más en manos de las aseguradoras y todo el trabajo que para los abogados suponía este campo ha desaparecido virtualmente por completo. Aquellas mañanas de juicios de faltas de tráfico en los juzgados de instrucción no parece que vayan a volver; el lobby de las aseguradoras funciona eficacísimamente, el de la abogacía simplemente no existe o incluso parece a veces que trabaja para ellas.

A los grandes no les gustan los juzgados, esos lugares donde un banco lleno de dinero y una pobre familia están a la misma altura en estrados y en condiciones procesales de igualdad; los grandes no gustan de la “judicialización” y es natural, los procesos judiciales respetan escrupulosamente la igualdad de las partes y eso resulta odioso a quienes están acostumbrados a jugar siempre con ventaja.

Consumidores y abogados estamos en niveles indemnizatorios de 1993 para que las compañías de seguros engrosen su cuenta de resultados y no contentas con ello trabajan para privarnos del acceso a ese lugar donde todos los españoles son iguales.

Esta mañana he escrito cómo los pagos a los abogados de oficio en la llamada zona ministerio no han sido modificados desde 1996, esta noche escribo como las cuantías indemnizatorias están hoy a niveles de 1993. En ambos casos los órganos institucionales de la abogacía española se han revelado absolutamente inútiles para corregir la labor de otros grupos de presión.

Pero bueno, no pasa nada, en el fondo, ya se lo dije al principio de post, todo esto que les cuento no pasa de ser una simple historia personal.

Juicios de tráfico: el triunfo de las aseguradoras.

Creo haber vivido lo suficiente como para tener una cierta perspectiva en este asunto de los juicios de tráfico. Permítanme que comparta con ustedes un poquito de lo que he visto durante mi vida profesional y luego, al final, hablamos.

En 1990 me dedicaba mayoritariamente a defender compañías de seguros. Mis compañeros de despacho y yo nos ocupábamos de defender los intereses de cuatro o cinco aseguradoras y eso me hizo conocer bien ese mundo desde el interior de las propias compañías. Por otro lado también actuábamos como acusación particular contra aquellas compañías que no eran nuestras clientes. Fueron muchos juicios los que celebré, tantos que, alguna vez, sigo soñando todavía con el artículo 586(bis) del viejo Código Penal.

A principios de la década de los 90 la indemnización que los jueces solían conceder a los lesionados por cada día de baja en Madrid o Alicante, por ejemplo, ascendía a 10.000 pesetas (60€). En la Región de Murcia, más modestamente, la indemnización, en cambio, tan solo era de 8.000 pesetas (50€). 

Sí, he dicho «la indemnización que los jueces solían conceder», porque quienes fijaban la indemnización entonces eran los jueces atendiendo, no a un baremo rígido, sino a todas las circunstacias que se presentaban a su valoración por las partes. Trataban de ser justos y, en general, lo lograban pero eso, ¡ay!, no les parecía convenir a las compañías de seguros de automóviles que, por entonces, desataron una lucha de precios sin cuartel. 

La década de los 90 vio quebrar a muchas compañías de seguros y la CLEA (Comisión Liquidadora de Entidades Aseguradoras) y el Consorcio hubieron de trabajar a destajo. Fue en esa época cuando quebraron compañías como «UNIAL» (una compañía del sindicato UGT que quebró en la época del vergonzante fraude de las cooperativas de viviendas), Grupo 86, Mercurio (una empresa que aseguraba autobuses urbanos y tenía una siniestralidad delirante), Apolo, Multinacional Aseguradora y muchas más…

Las compañías atribuyeron aquella cadena de quiebras no a su insensata política de riesgos y a las circunstancias específicas de su sector sino que culparon de todos sus males a los jueces: esos oscuros y malintencionados sujetos que hacen caridad con dinero ajeno, decían, y que no dando de lo propio curan sus conciencias con el dinero de las honestas compañías generando todo tipo de inseguridades jurídicas. Si usted no lo ha vivido le parecerá delirante pero le aseguro que así es como se hablaba en los departamentos de siniestros de las aseguradoras.

Por eso las compañías de seguros decidieron que retirarían del ámbito de competencia de los jueces la valoración del daño corporal y a fe mía que tuvieron más éxito del que ellas mismas podían llegar a imaginar. Para 1993 ya habían publicado un baremo «orientativo» de indemnizaciones para daños en tráfico que los jueces —simplemente— ignoraron, pensando cándidamente que ese baremo orientativo nunca podría llegar a ser obligatorio.

Y, si esta era la situación en el lado de las aseguradoras, el campo de los abogados en aquellos primeros años 90 ofrecía un panorama que no hacía presagiar lo que vendría después.

Por aquel entonces los abogados tenían prohibida (en contra del derecho europeo) la «cuota litis» pero, en el mundo del tráfico, todos la usaban y esta cuota era, en general, del 10%. Como el tiempo estándar de curación en aquellos años de un síndrome postraumático cervical, por ejemplo, era de 90 días, saber cuánto dejaba a un abogado medio de Alicante uno de aquellos pequeños accidentes era sencillo ((9010.000)10%): 90.000 pesetas; es decir unos 540 euros. Eso sin secuelas de ninguna especie.

Muchos de quienes no sean lo suficientemente mayores quizá no sepan lo que eran casi 100.000 pesetas en el año 1993… Esos 540€ actuales eran una cantidad muy respetable y con ella se podían hacer muchas cosas, como por ejemplo, salvar un mes. Fue en aquel año 93 cuando, con los honorarios que me reportó un caso en el que mi clienta había sufrido una lesión de rodilla, pude casarme. Con las 270 mil pesetas que cobramos mi entonces novia y yo (1.600€) pagamos la boda, la entrada de la casa, el viaje de novios y parte del mobiliario. Impresionante. Piense qué puede hacer usted hoy con 1.600€ y empezará a entender de qué le hablo.

Pero llegó 1995. Las aseguradoras habían dado al gobierno la matraca implacablemente con la cancamusa de la inseguridad que los jueces producían con sus resoluciones, con la grave situación por la que atravesaba el sector, con lo malvados que eran los españoles que se dedicaban a engañar a las honestas compañías de seguros (una matraca esta que las compañías se ocupan de mantener año tras año mientras mantienen un cuidadoso silencio acerca de sus propias tropelías), y con la pasividad de jueces y forenses para controlar un fraude que era evidente, obviamente, para las compañías.

Y triunfaron: en 1995 y enmedio de un sonoro escándalo entre jueces, abogados y el resto de lo que ahora se llaman «operadores jurídicos», el gobierno (socialista entonces) convirtió en obligatorio aquel baremo orientativo que despreciaron los jueces. Ahora los jueces ya no valoraban el lucro cesante ni el daño emergente que las lesiones habían producido a cada persona en concreto; a partir del baremo todos los casos (iguales o desiguales) pasaron a valorarse con ese único rasero y, por ejemplo, la indemnización por día de baja fue reducida a 2.500 pesetas (15€) de la noche a la mañana.

La judicatura se rebeló contra aquel baremo que juzgaron una tropelía y cuestiones de inconstitucionalidad y recursos de amparo fueron sometidos a la consideración del Tribunal Constitucional pero sin éxito, de forma que, poco a poco, amainó el temporal y las aseguradoras se salieron con la suya: habían triunfado.

El éxito de las aseguradoras fue una derrota para los asegurados y víctimas de accidentes de tráfico;  sin embargo, la tradicional falta de capacidad asociativa española y la debilidad de nuestra sociedad civil hizo que el «lobby social» no dejase sentir su justa protesta. Tampoco la abogacía institucional tuvo éxito (si es que acaso lo intentó, que no lo sé, yo desde luego no recuerdo que lo hiciera) y aquel recorte impuesto por el baremo hizo que los consumidores vieran reducidas sus indemnizaciones de forma draconiana para regocijo de las aseguradoras y sus cuentas de resultados y que, de paso, los abogados de tráfico perdieran un enorme poder adquisitivo. Perdían los ciudadanos, ganaban las aseguradoras, la abogacía no protestó y quienes entonces representaban a los ciudadanos se olvidaron de ellos para no volver a recordarlos jamás en este tema.

Si echamos cuentas resulta que, ahora, en 2017, la indemnización por día de baja se encuentra en España a niveles del año 1993 (unos 50€ y pico por día de baja), lo que significa que, desde 1995, hemos tardado más de 20 años en regresar al pasado. Los ciudadanos de 2017 son indemnizados como los ciudadanos de 1993 (a veces menos) y, si aplicamos a esas magras indemnizaciones la cuota litis del 10%, resultará que los abogados de tráfico están cobrando cantidades de 1993 para afrontar gastos de 2017 y, todo ello, con el noble fin no de indemnizar en justicia a los perjudicados, sino con el más prosaico de que las aseguradoras mejoren sus cuentas de resultados.

Sí, la aseguradoras se salieron con la suya, obtuvieron del gobierno la rebaja pretendida y la furibunda protesta judicial inicial se fue disolviendo como un azucarillo. Los abogados, hasta donde yo sé, no parece que protestásemos entonces con la necesaria firmeza ni que hayamos trabajado con posterioridad en sentido contrario al de las compañías de seguros y en pro de los perjudicados. El lobby de las aseguradoras ha funcionado desde entonces como una máquina bien engrasada y el de aquellos que quieren una valoración específica para cada caso concreto sin aplicar automatismos que lleven a soluciones absurdas en muchos casos, ese lobby, ni siquiera ha llegado a nacer. Pero no nos quedemos aquí porque la historia continua.

Tras la aprobación del baremo el lobby de las aseguradoras prosiguió con su buen hacer (buen hacer para ellos, se entiende) y, de forma generalizada, comenzaron a bajar las garantías de defensa y reclamación jurídicas en las pólizas de automóviles. Si a finales de los 90 las coberturas para esta garantía estaban habitualmente cifradas en varios miles de euros, para 2015 casi todas las pólizas que emitían las compañías no pasaban de 600€; una medida muy útil para evitar que en los asuntos de tráfico interviniesen abogados particulares distintos de los de las compañías. A esta inicua medida se unió la facilidad y gratuidad con que las compañías asumían la defensa de los ocupantes del vehículo propio mientras que ponían todo tipo de problemas y ejercían todo tipo de presiones si estos decidían buscar —como era natural y aconsejable— un abogado de su elección.

También les salió bien a las aseguradoras este plan, nadie protestó desde el campo de los consumidores, la CNMC no abrió la boca ni para respirar y tampoco en el campo de la abogacía pareció interesarle a nadie el tema y, si alguien protestó, (recuerdo una desagradable experiencia sufrida hace años con un post mío sobre este mismo tema) recibió advertencias incluso desde el propio campo.

Sí, el futuro sonreía a las aseguradoras, pero el golpe de gracia se produjo a finales de la legislatura pasada con la eliminación de los juicios de faltas y la desaparición de la mayor parte de los juicios de tráfico que se redujeron a un proceso extrajudicial donde la figura del abogado es perfectamente prescindible. Nadie solicitaba esa reforma, nadie pedía la despenalización de los accidentes de tráfico (salvo las aseguradoras se entiende), pero el gobierno (en este caso el actual con R. Catalá como ministro de justicia) decidió que, nuevamente, volvería ayudar a las aseguradoras contra los consumidores y contra la abogacía.

Nuevamente los consumidores han dejado oír sus protestas, pero, esta vez, ya la judicatura no ha dejado sentir su voz (al fin y al cabo les reducen la carga de trabajo) y la abogacía ha sido una balsa de aceite en manos de Rafael Catalá a pesar de que esta reforma suponía la pérdida de un sector de actividad importantísimo para la abogacía y el cierre anunciado de muchísimos despachos.

Las compañías de seguros, en interés propio y con la colaboración impagable del gobierno, han logrado eliminar la presencia judicial y reducir la de los juristas en los procesos de tráfico que ahora se ven reducidos a unos cuantos trámites extrajudiciales. Sea como fuere la realidad es que lo sucedido es bueno para las compañías y perpetúa esa realidad de las indemnizaciones baremadas que, si pareció inadmisible en 1994, es ahora una situación con la que la sociedad se ha acostumbrado a vivir.

En 2017 el futuro de los abogados de tráfico es muy incierto —aunque ello no ha parecido provocar la menor inquietud en los representantes de la abogacía— y hablar con estos abogados es palpar una inquietud ante el futuro que no es exclusiva, por cierto, sólo de ellos sino de muchas otras ramas de la profesión.

Hay en España unos 130.000 abogados y datos recientes parecen indicar que una quinta parte de ellos están afrontando graves problemas económicos en sus despachos; si a tal situación le añadimos la crisis entre quienes se dedican o dedicaban al tráfico es posible que estemos viviendo los momentos más graves de la historia de la abogacía en España sin que aparentemente nadie parezca inmutarse. Desearía equivocarme pero lo que desearía además es que, si has sido abogado estos últimos 20 años, me permitieses escuchar tu opinión sobre la evolución de la profesión que nos da de vivir. 

Ah, y no esperes que nadie proteste ni haga nada por ti si tú no lo haces.

Lo dejaré aquí por hoy. Perdón por extenderme.

Aseguradoras: Gana la casa.

Llevo muchos años trabajando en casos judiciales en los que está implicada una aseguradora; hasta el año 2000 defendiéndolas y desde ese año hasta ahora demandándolas. Creo que he vivido lo suficiente para saber lo qué pasa.

Si usted se acerca a un juzgado de instrucción un día de juicio verá con sorpresa cómo, en un porcentaje sustancial de los juicios, ellas son las denunciadas; hay días en que ellas son denunciadas en todos los juicios que se celebran ese día. No crea que le exagero, cuando quiera le acompaño.

Las compañías de seguros no son entidades benéficas, son entidades cuyo único fin es el lucro y usarán de cualquier medio a su alcance para alcanzar ese objetivo. Tienen además una tremenda influencia financiera y política… Y la usan. Déjenme que les explique.

En 1994 los jueces españoles solían indemnizar con unas 8.000 pesetas cada uno de los días de baja que un español sufría como consecuencia de un accidente de tráfico, pero las aseguradoras no estaban de acuerdo con los jueces en este punto y decidieron cambiar el criterio. Lo lograron: En 1995 el gobierno aprobó el baremo que reducía de 8.000 pesetas a 2.500 la indemnización por día de baja. Los ciudadanos hemos tardado 18 años en recuperar el nivel indemnizatorio de 1994. ¿Protestó alguien?

A pesar de la tremenda reducción en las indemnizaciones las compañías de seguros no se animaron a pagar con prontitud y los juicios de faltas de tráfico siguieron siendo la especie más frecuente en nuestros juzgados y las compañías elaboraron sofisticados sistemas jurídicos para limitar las opciones de los asegurados, a saber:

1º. Limitaron el derecho a la libre elección de abogado rebajando la garantía de reclamación y defensa de varios miles de euros a los pocos cientos que son lo común hoy día.

2º. Fijaron baremos de honorarios ínfimos a sus propios abogados y elaboraron sofisticados protocolos para que los asegurados acudiesen a ellos con preferencia a un profesional independiente.

3º. Dieron amplia cobertura a cualquier mínima irregularidad de los asegurados y se hicieron pasar por víctimas de una población que presentaron como altamente querulante.

4º. Presionaron a la baja los criterios médicos para indemnizar…

Pero siguieron siendo las principales protagonistas de los juicios de faltas, siendo condenadas en la generalidad de los casos o pagando en el último momento cantidades inferiores a las debidas, transaccionando con el perjudicado que suele aceptar ante el panorama de un proceso judicial que puede ser largo.

Sí, las compañías de seguros no dejan de discutir ni un céntimo y son con mucha seguridad las principales usuarias de nuestro sistema judicial.

Ahora el gobierno pretende eliminar los juicios de faltas de tráfico. Esto tiene una serie de consecuencias inmediatas:

1º. El informe médico-forense, que hasta ahora era gratis y de alta fiabilidad por su imparcialidad, ya no estará al acceso del perjudicado que deberá pagar a su propio perito médico.

2º. El perjudicado, demandante en el 100% de los casos, habrá de pagar las tasas mientras que las aseguradoras disfrutarán de ver caer este coste del lado del ciudadano.

3º. Dados los gastos anteriores y a la vista de las ridículas cantidades garantizadas en la garantía de reclamación y defensa ¿quien podrá elegir libremente abogado? Caerán en manos del abogado de la compañía y perderán este derecho fundamental y con mucha seguridad sus informes médicos los elaborará también un médico a sueldo de la compañía.

Hay que reconocer que han tenido éxito: Los gobiernos dictan leyes a la conveniencia de ellas, siendo las principales usuarias del sistema judicial disfrutan viendo como los ciudadanos pagan las tasas y, encima, han logrado hacernos creer que los ciudadanos son unos malvados.

¿Pasará esta vez como en 1995 y nadie alzará la voz? ¿Pagarán los ciudadanos su insaciable hambre de dinero?

No espero mucho ya de nadie pero muchos abogados y ciudadanos se están jugando sus derechos para que ellas ganen más a costa de todos.

Yo que usted protestaría.