La cuestión teológica del homoousios, el caldero y el arròs a banda

La cuestión teológica del homoousios, el caldero y el arròs a banda

Hoy en mi casa de comidas habitual se anunciaba como plato del día un sospechosísimo «Arroz abanda» (sic) y aunque he dudado, tras pedirlo, ha comparecido ante mí el individuo que ven en la foto el cual dijo ser y llamarse «arròs a banda» pronunciado con un sospechosísimo acento castellano de la parte de Ciudad Real y al que someto al imparcialísimo juicio de mis lectores levantinos.

El «arròs a banda», ofrecido fuera de la zona sur de la Comunidad Valenciana, suele producirme desconfianza pues ya he visto que me han presentado bajo ese nombre todo tipo de preparaciones donde, efectivamente, el arròs a banda debía servirse «a banda», porque lo que me han servido a mí no lo era.

El «arròs a banda», si no entramos en debates teológicos a propósito de la taxonomía de los peces o el «melis» canónico del arroz, es más que primo hermano del caldero de la costa de Cartagena, San Pedro del Pinatar, San Javier, Los Alcázares y La Unión. El caldero, en la Carthaginense, no suele tener más patria que el mar donde se pescan los peces con los que se prepara y se le llama caldero «del Mar Menor» si los peces vienen (venían) de ese mar o «de Cabo de Palos o el Mar Mayor» si los peces son de los que nadan en el Mediterráneo.

Desconfíe de los anuncios de «caldero murciano» o «caldero cartagenero»; si el restaurante sabe lo que hace no anunciará nunca el caldero así.

Fuera de la Carthaginense existen calderos magníficos en Tabarca (por cierto, ando esperando a que alguien me invite a ir a la isla a dar mi opinión) y Torrevieja (al menos existían) y todo esto conviviendo en paz y armonía con su casi homocigótico hermano el arròs a banda.

¿Cómo distinguimos un caldero del arròs a banda? Difícil cuestión.

Unos le dirán que hay que atender al «melis» que el caldero es más meloso. Otros le dirán que hay que atender a los ingredientes, en el arròs a banda habrá marisco, mejillones, clóchinas o calamar, mientras que en el caldero sólo habrá pescado. Otros atenderán a los «vuelcos» del plato pues, con el arròs a banda, o previamente, se preparará un guiso que incorpora patatas y el pescado del arròs en un sabroso caldo.

Pueden creer a todos y a ninguno. En el barrio de Santa Lucía, Cartagena, se prepara (o al menos se preparaba) un caldero con los mismos vuelcos y patatas que el arròs a banda; el melis depende de muchas circunstancias, que haya o no haya marisco es decisión del chef y, en fin, no se puede estar seguro casi nunca de nada.

Ambos necesitan del imprescindible concurso de la ñora, producto venido del cercano pueblo de La Ñora que dió nombre al pimiento seco de bola. Ambos se acompañan de all i oli (alioli castellanizado) y, eso sí, el uso de la salmorreta es casi exclusivo de nuestros vecinos del norte, en el sur no acostumbramos.

Y dicho esto ya pueden empezar todos los paisanos de Tirant lo Blanc a maldecir el arroz que sale en la foto, lo aceptaré sin rechistar, porque en esto de los arroces hay más sutilezas que en las discusiones teológicas de Bizancio. Eso sí, les diré que estaba bastante bueno.

Diálogo social

Diálogo social

El objeto de forma circular y color amarillo-verdoso que se ve en el ángulo superior izquierdo de la imagen se llama limón y es un periférico que suele acompañar a la unidad central del sistema, visible abajo a la derecha, llamada «arroz» y a la que tal adminículo suele ofrecer funcionalidades nada despreciables.

Comer arroz en Cartagena no es cosa para tomársela a broma pues, dependiendo de los componentes, periféricos e interfaces del mismo, uno puede ser acusado de «murciano», cargo este del que, cualquier nacido en esta ciudad, se ve impelido a defenderse con vehemencia.

Los guardianes de la cartageneridad —un sanedrín cuyo evangelio les impone seguir una estricta dieta compuesta exclusivamente de caldero, michirones y asiáticos— por ejemplo, a la vista del limón, se apresurarán a cubrir su cabeza de cenizas y a proclamar la herejía de tal costumbre a la que ellos, antes de mirar ninguna postal de Valencia, calificarán despectivamente de «murciana».

Acostumbrado al neocartagenerismo reinante, hoy, cuando el camarero me ha traído la ración de arroz sin limón acompañante, he llamado su atención y le he dicho en lengua vernácula: «ponme un trocico de limón, pijo», cosa que el joven ha hecho al instante.

Esta casa de comidas en la que como hoy es un negocio pequeño pero bien administrado y ofrece no pocas atracciones al comensal.

El camarero jefe es hombre de firmes convicciones izquierdistas y furibundo seguidor de Barcelona, al tiempo que su jefe es hombre declaradamente madridista y con toda la pinta de votar a Vox. Con estas alineaciones el diálogo social en el restaurante está servido y este democrático detalle ameniza mucho las comidas.

Conocí al dueño de esta quer del jalar chipén una noche que, volviendo a casa, vi a un cura de sotana, cubo de agua e hisopo, largando una arenga a los camareros del bar. El cura, un tipo preconciliar, parecía saber de lo que hablaba y arreaba duro:

«Ser un comerciante no es ganar dinero a todo trance. Vamos a ser buenos cristianos, a no engañar en los precios y vamos a dar buen género, que os conozco bien…»

Viendo como repartía estopa el arcipreste me acerqué al dueño y le dije:

—Tira con posta el «páter» ¿Cómo te has buscado a este cura para bendecir el local?

A lo que me respondió

—Es que este c.b.r.n es mi hermano y él es así. Y se empeñó en venir a la inauguración.

Cuando me fui el cura metió el hisopo en el cubo y aspergió agua bendita sobre los presentes del mismo modo en que un sargento de la wehrmacht arrojaría granadas de mano sobre un pelotón de rusos.

Ahora, pasados los años, me gusta venir a comer de vez en cuando por aquí; y, así, hoy, por diez euros, me he zampado un zarangollo cojonudo, me he comido el arroz que ven en la foto y no he tomado postre porque para mí la fruta es sagrada en ese trance y los dulces y pasteles me parecen costumbres bárbaras.

Ahora, tras la comida, veinte minutos de sueñecito, y a trabajar, que el 29 tengo congreso y hay que dejar hecho el trabajo.

Limón escurrido

El arroz es comida, ya lo conté en otro post, que provoca discusiones casi teológicas; discusiones que, debidamente mezcladas con el gusto personal de alguien o con la ultima ocurrencia político-local del momento, pueden dar lugar a auténticas leyendas urbanas. En estos días he tenido que lidiar con una.

Tengo por seguro que, si usted hace memoria de cuantas paellas haya comido o simplemente visto en fotografía, en ellas figurará como elemento casi inevitable el limón. He hecho la prueba, he buscado en google la palabra “paella” y en el apartado de imágenes puedo asegurarles que en la mitad de ellas figuraba el limón. En unas aparecían carnes, en otras verduras, en otras mariscos, en otras pescado… que fuesen “paellas” todos los platos de las imágenes no puedo afirmarlo pero que el limón era el ingrediente visible más repetido a excepción del propio arroz eso sí puedo decirlo.

En tiempos recientes se ha puesto de moda una curiosa leyenda urbana en relación a esos limones que ven ustedes en las fotos y es una peregrina tesis que sostiene que los limones que aparecen en las paellas no se consumen sino que están de adorno, porque al arroz -según esta leyenda urbana- jamás se le debe añadir limón, acción esta que, según estos novísimos teólogos de los arroces, es poco menos que herética.

Vayamos por partes (como los limones en las paellas): sostener que los antiguos andaban sobrados de limones y que los colocaban en las paellas por puro gusto estético no parece ni sensato, ni cierto, ni respetuoso.

No es sensato porque a uno se le ocurre que, puestos a desperdiciar limones, para estos antiguos que no tenían refrescos carbonatados de limón, mejor les resultaba el hacerlos en ensalada (deliciosa la ensalada manchega de limón) o en “aigua-llimó”.

No es cierto porque, como veremos, los limones son la auténtica “navaja suiza” de cualquier paella.

No es respetuoso porque, teniendo en cuenta que nuestra generación no ha inventado la paella, debiéramos mirar con cierto respeto lo que nos legaron aquellos que también nos legaron la propia receta de la paella y de los demás arroces que en el levante español se hacen. Así que, si estos antiguos tenían la manía de “decorar” sus arroces con limón y “escurrir” alguno que otro sobre el arroz, antes de criticar la costumbre haríamos bien en tentarnos la ropa con cuidado.

Hago un inciso aquí; observarán que he dicho “escurrir» un limón y no “exprimir” y lo he hecho a conciencia, porque han de saber ustedes que en el sur valenciano, el este de Albacete y en los territorios de la sacratísima Diócesis de Cartagena los limones no se “exprimen” (eso son cosas que hacen madrileños, barceloneses y otros finústicos habitantes del norte) sino que se “escurren”. También en valenciano el limón se “escurre” (escorregut) y no se “exprime” (expremut) pues esta región del arroz bien hecho se da el lujo de disponer de un verbo específico para la acción de aliñar una comida con limón, extremo este que, de inicio, debiera hacer reflexionar a la muy errada y novísima cofradía del “limón exprimido/llimó expremut”.

Y ahora vamos a lo que importa: ¿por qué el limón está omnipresente en casi todos los arroces levantinos hasta formar parte casi consustancial con ellos? Si me lo permiten lo resumiré en tres razones (hay muchas más):

La primera por una pura cuestión higiénica. Los jabones con “limones salvajes del Caribe” los inventamos en estas tierras antes que existiese la TV y como quiera que la paella se coloca al fuego sobre leña que deja hollín una de las más eficaces formas de eliminarlo es el limón; ni que decir tiene que usar las manos para comer marisco es indispensable y ahí nuevamente el limón tiene amplio uso superando eficazmente a esas modernústicas toallitas. No necesito explicarles lo que les ocurrirá si hacen un arroz con alcaciles y presciden del limón: aunque sea usted prioste de la finústica cofradia dels expremuts le auguro un futuro negro a su arroz. Así pues, el limón, la navaja suiza de la gastronomía de esta zona, tan sólo por estas finalidades higiénicas tendría mucho sentido.

La segunda razón es de salud. Como cualquier médico especialista le dirá, para una cómoda digestión de comidas grasas no hay mejor específico que unas gotas de limón. Por eso, con sabiduría infinita, los viejos añadían limón principalmente a los arroces de carne o a cualquier otro que, por un motivo u otro, pudiese resultar pesado. De ahí que la presencia del limón en las presentaciones varíe en función de los ingredientes del arroz que vamos a comer (los de la cofradía dels expremuts nunca han dado una buena explicación a este fenómeno). Por cierto, esta sabia costumbre de añadir limón a los alimentos para hacerlos más fácilmente digeribles, alcanza sus mayores cotas de difusión en esa ciudad de la Diócesis de Cartagena que llamamos Murcia. Allí podrán ustedes ver que a las patatas fritas de bolsa, hijas de aceites poco fiables, se les añade limón, aliño que, además de darles sapidez, las hace mucho más digeribles. El murciano, para horror de los habitantes del resto de España, le “escurrirá” limón incluso al queso pero, si se fijan, no al queso fresco -pobre en grasa- sino al curado. Un murciano no comerá costillas “de vareta” o de cerdo sin limón (y hará bien) y sin embargo raramente le verán hacer lo mismo con la ternera, costumbres todas estas que nos indican que no hay tanta irracionalidad en las costumbres cuanto en las críticas.

La tercera de las razones para escurrirle un limón al arroz es puramente organoléptica: es un aliño maravilloso. Los de la cofradía dels expremuts sospecho que prohibirían el vinagre en las ensaladas (no se puede “estropear” el sabor de las hortalizas) con el mismo fundamento con el que prohiben el limón en el arroz. Allá ellos: conforme a dicho razonamiento no existiría guiso ni preparación alguna, especias y condimentos estarían prohibidos y deberíamos ingerir los alimentos crudos. Miren: el limón da sabor y a poco que el arroz tenga su poquita de grasa lo mejora sustancialmente.

Los aliños tradicionales de los arroces no son casuales: el “all i oli” que acompaña a los arroces de pescado y el limón del que hoy les hablo son el producto de la experiencia de muchas generaciones; cuando escurro un limón al arroz no soy el primero en hacerlo sino el último de una larga lista de generaciones, de forma que si eres de los de los de la cofradía dels expremuts deberías repensar la crítica fácil.

Creo que lo dicho es suficiente y, por si no lo fuera, les daré un último argumento inapelable: “A MI ME GUSTA”. Y, además de a mí, añadiré, a centenares de miles de personas habitantes, como, yo de estos reinos del “llimo escorregut/limón escurrido” que van desde Valencia a Almería y de Cartagena a Albacete.

¡Ah! Y si no le pones limón al arroz porque te parece que es “poco cartagenero”, entonces ya mejor no te digo nada.