Cartagena y Spinoza

Cartagena y Spinoza

Fue el filósofo holandés de origen sefardí hispano-portugués Baruch Spinoza quien afirmó que «cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser». Esta idea viene a decir que cada realidad, desde un grano de arena o un planeta —en incluso las ciudades— tienen dentro de sí cierto ímpetu, cierto dinamismo que les lleva a existir y a perseverar en ese estado.

Sólo desde un punto de vista «Spinoziano» puede entenderse que una población como La Unión, con escasos veinte mil habitantes, sea todos los años noticia cultural en los telediarios nacionales gracias a su Festival Internacional del Cante de Las Minas. La Unión, perseverando en su esencia, en lo que saben hacer y en lo que les es propio, consigue año a año una visibilidad cultural que Murcia, con sus cuatrocientos mil habitantes no logra. Es algo admirable esto.

Murcia o Cartagena tienen la costumbre de no seguir la máxima de Spinoza de perseverar en sus esencias y por eso Murcia ha destruido lamentablemete su huerta —que era una maravilla del mundo y probablemente un patrimonio de la humanidad avant la lettre— y Cartagena deja languidecer su patrimonio histórico en favor de acciones culturales y ciudadanas de corte foráneo.

Miren, ciudadanos de Murcia y Cartagena, por más que nos empeñemos en invertir millones en palacios de congresos, auditorios o estadios, nunca sobresaldremos por eso, siempre habrá en el mundo al menos unas cuantas decenas de construcciones similares y seguramente mucho mejores. Lo que no hay en ningún lugar del Mediterráneo, por ejemplo, es una plaza de toros construida sobre un anfiteatro romano en una ciudad donde se dieron juegos de gladiadores (munera gladiatoria) antes que en ninguna otra ciudad de Hispania, la Galia o Britania. Y, si hay en el mundo lugares con edificios parecidos, son pocos y nuestras ventajas competitivas son grandes.

El Puerto de Cartagena ha decidido invertir para modificar por enésima vez el frente marítimo de la ciudad. No puedo negar que el Puerto de Cartagena es la primera empresa de la región, que tienen dinero y que, como el dinero es suyo, se lo pueden gastar como quieran; sin embargo mucho me temo que volver a modificar el frente marítimo de la ciudad es mucho más que innecesario en estos tiempos y creo que hasta perjudicial.

El Teatro Romano de Cartagena es hoy por hoy el primer museo de la región por número de visitas y ha devuelto a esta ciudad —y no hablo sólo en términos económicos— el ciento por uno de lo invertido en su recuperación. Con esa iniciativa los cartageneros perseveramos en nuestra esencia y la ciudad nos lo premió, creo que el ejemplo debiera servirnos para recuperar el degradadísimo anfiteatro y dedicar a él un dinero que veríamos centuplicado en retornos.

Hay muy pocas ciudades en España que conserven un recinto abaluartado de tanta extensión como el de Cartagena, hay pocas ciudades donde la poliorcética clásica, medieval y moderna puedan estudiarse con ejemplos tan vívidos y reales como Cartagena, hay, en fin, una esencia en esta ciudad a la que, en la mayoría de los casos, no se presta la más mínima atención cuando no simplemente se la asesina (¡Ay de la Muralla del Mar y su criminal coronadura moderna!).

Creo que los habitantes de esta región debieran, en algún momento, reexaminarse y sentirse para, como dijo Spinoza, perseverar en su esencia. A mí la esencia de mi ciudad me motiva como pocas cosas en el mundo, desgraciadamente veo cómo se la maltrata por quienes más obligados estarían a cuidarla.

Hoy he leído un corto de mi amigo Miguel Pouget en Facebook y ha hecho que me acuerde no solo de Spinoza, sino de los ancestros más frescos de quienes nos gobiernan o nos han gobernado olvidando sus preceptos.

La calle de la muerte

La existencia de lugares sugestivos, sagrados o numinosos, está indisolublemente unida a todas las culturas y religiones. La existencia de esos lugares se experimenta por los indivíduos más que se prueba, es verdad, pero, aún cuando no existan pruebas, pregúntese usted mismo si no ha experimentado al llegar a ciertos lugares sensaciones relacionadas con lo sobrenatural. Puede ser que la existencia de esos lugares pertenezca al mundo de lo imaginario pero le aseguro que la sensación que usted experimenta existe y pertenece al mundo de lo real.

Todas las civilizaciones han tenido su peculiar geografía sagrada y así pasa también en mi ciudad, Cartagena, con la particularidad añadida de que han sido muchas las civilizaciones que han pasado por esta vieja adolescente de tres mil años y, por inquietantes motivos, la geografía numinosa de la ciudad ha sufrido muy pocos cambios y permanece fiel a los designios y experiencias de sus primeros pobladores. Me explicaré.

Hoy he salido a pasear decidido a recorrer en toda su rectitud la calle en donde vivo, La Serreta, pues cada vez que la paseo tengo la extraña sensación de que podría entender el mundo sin salir de ella, me parece que la vida, la religión, el amor, las pasiones, tienen sus espacios numinosos avecindados en ella. Hoy, sin embargo, quería acercarme al solar más ominoso, el lugar donde la muerte deja sentir su presencia.

Permítanme que les aclare algo: cuando hablo de «La Serreta» no hago distingos entre sus tramos: que se llame en unos tramos Serreta, en otros Caridad y en otros Gisbert es cosa que me importa poco, no me andaré con finezas, para mí la Serreta numinosa discurre desde el viejo Parque de Artillería hasta el agujero de la Muralla del Mar, déjenme que al menos para mis post me tome esta licencia.

Hoy, como les digo, he decidido visitar el predio donde gobierna la muerte; si son de Cartagena lo conocerán, está en ese tramo al que los cartageneros llamamos calle de Gisbert.

Allí, sobre el cantil izquierdo del cortado según se mira al mar, se encuentran las ruinas del viejo anfiteatro romano, un edificio singular. Las luchas de gladiadores que en él se celebraban no sólo están relacionadas con la muerte por su propia naturaleza violenta, sino porque los espectáculos de gladiadores (los munera gladiatoria) son en origen un rito funerario romano.

Casi con total seguridad, los romanos adoptaron la práctica de incluir combates rituales en sus funerales a partir de sus contactos con los etruscos y las poblaciones itálicas del sur de Campania. Esta costumbre tendría sus raíces en ceremonias religiosas en las que se honraría a los difuntos con sacrificios humanos destinados al apaciguamiento de sus manes mediante el derramamiento de sangre de las víctimas. La primera noticia escrita sobre la celebración en Roma de unos munera gladiatoria se sitúa en el año 264 a. C. con motivo de los funerales de Junio Bruto Pera.

También en Cartagena las primeras luchas de gladiadores de que tenemos noticia tienen carácter de rito funerario: los juegos organizados por Publio Cornelio Escipión en Carthago Nova en el 206 a. C. constituyen uno de los testimonios más antiguos de la celebración de estos rituales y fueron también los primeros que se llevaron a cabo fuera de Italia.

Las luchas con armas como rito funerario tampoco parece que sea costumbre exclusiva de los romanos —según nos cuenta Tito Livio, que dedica mucha atención a estos «Primeros Juegos Cartaginenses»— pues la participación en ellos de la población autóctona fue abundante y no debería de extrañarnos: sabemos que, tras el funeral de Viriato, tuvieron lugar combates junto al lugar donde reposaban sus cenizas, hecho este que nos ilustra bastante bien sobre la presencia de estos ritos en la península.

Así pues me he dirigido al anfiteatro, lugar de indudable carácter funerario, pero no sólo animado por él mismo sino porque, sobre él, se edificó nuestra vieja plaza de toros, lugar también consagrado al culto a la muerte y a una actividad, la tauromaquia, cuyo origen está también vinculado a los ritos funerarios. No me extenderé en esto, sólo les contaré que en un sarcófago micénico del siglo XIII A.C. hallado en Tanagra (Grecia central), podemos contemplar representado un funeral en el que se oficia un combate con armas y también salto del toro.

Este coupage de anfiteatro y plaza de toros, con ser único en el mediterráneo, no es lo más insólito porque, cuando muchos años después se decidió contruir una morgue en la ciudad, también fue este fundo de la muerte el elegido para construirlo y, todo ello, adornado con la circunstancia de que el propio ruedo del anfiteatro ejerció como fosa común para los cadáveres de una epidemia de peste que asoló la ciudad. Si hay lugares relacionados con la muerte este, sin duda, tiene que ser uno.

Para tomar la foto que figura al principio de este post he tenido que desplazarme al cantil opuesto del cortado de la calle de Gisbert y —tate— mientras hacía las fotos he caído en la cuenta de que ese es el lugar usado tradicionalmente por los cartageneros para suicidarse (algo así como el viaducto en Madrid) y las coincidencias han empezado a intrigarme tanto como para pensar en dedicarles este post que ya va siendo demasiado largo. Debo decirles que la presencia numinosa, habitualmente señalada por los romanos con una serpiente, también está presente en esta historia, pero eso se lo contaré otro día.

Por hoy déjenme concluir diciéndoles que todo este conjunto de anfiteatro romano y plaza de toros se encuentra en un estado lamentable. Cálculos objetivos demuestran que «ponerlo en valor» (disculpa José Francisco) costaría unos seis millones de euros, cantidad ridícula si se la compara con los más de 60 millones que el ayuntamiento gastó en el Auditorio de El Batel. Y pienso en el retorno económico que para la ciudad supondría recuperar este espacio numinoso y único. Porque auditorios como El Batel -y aún mejores- los puede tener cualquier ciudad, pero un conjunto como este otro del que les he hablado en este post no lo van a encontrar en ninguna parte, salvo aquí, y eso sí justifica un viaje.

Como dijo Spinoza «cada cosa se esfuerza cuanto puede en perseverar en su ser» y nuestra ciudad se esfuerza como ninguna en perseverar en el suyo a pesar de quienes la han dirigido. Conviene que la ayudemos en ese trabajo de perseverar en su esencia porque ella nos devolverá con creces lo que le destinemos; ir en sentido contrario cuesta demasiados millones y, en verdad, reporta poco.