La nueva máscara del poder

Para darnos una idea del avance técnico de la humanidad podemos recordar que, en 1950, Alan Turing, en su libro «Computing Machine and Intelligence» propuso un test (el «test de Turing») para comprobar si una máquina era inteligente y capaz de dar respuestas como lo haría un humano.

Setenta años después esas mismas máquinas nos realizan test a los seres humanos para que demostremos que no somos máquinas.

Cada vez que resuelves un captcha o le dices a una máquina eso de «no soy un robot» cliqueando sobre una casilla estás, de una forma u otra, reconociendo quién tiene la sartén por el mango en esta sociedad.

Quién está detrás de esa máquina y por qué parece preocuparnos poco, creemos en el funcionamiento de las máquinas del mismo modo que creemos en las religiones, confirmando de este modo la corrección de aquella vieja cita de Arthur C. Clark que decía: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».

Lo malo es que creemos en la magia.

Creemos en los resultados de las máquinas con una fe inquebrantable sin preguntarnos nunca quien está detrás de esa máquina, quién es el ingeniero que la ha programado, para quién trabaja o qué fines persigue. Desde los velocímetros que nos mandan a prisión o los etilómetros que nos convierten en delincuentes hasta el algoritmo que dice que hemos recibido una notificación por LexNet nos creemos que están «calibrados» y «testeados» y que ello es suficiente a garantizar la corrección de su funcionamiento olvidando que ningún algoritmo ni programa cuyo código fuente no sea auditable es seguro ni debería hacer prueba de nada en derecho.

Me he enfrentado ya a este problema algunas veces —incluso ante el tribunal constitucional— pero la inteligencia humana parece no avanzar a la misma velocidad que la artificial y la velocidad de los procesos judiciales es tan lenta que cada pequeño paso exige años de desesperantes esperas. Mientras los algoritmos procesan información a la velocidad de la luz en favor de sus propietarios y, nosotros, los humanos, somos ya quienes hemos de demostrar que no somos máquinas.

Y les rendimos cuentas a ellos, la nueva máscara tras la que el poder se oculta.

La lectura de la hipoteca


Esta vez no iban a cogerle por sorpresa; el notario leía monótonamente la escritura de préstamo hipotecario hasta que llegó al terrible párrafo que contenía la fórmula maldita. Sin embargo, esta vez, estaba preparado. Miró al prestatario por encima de la montura de sus gafas de cerca y, tras coger aire discretamente, dirigió su mirada de nuevo al maléfico algoritmo y atacó con voz firme el pasaje:

-«Sepa usted que la cuota es igual a «C» mayúscula, multiplicada por la inversa del sumatorio desde «m» minúscula igual a uno, hasta «n» minúscula del productorio desde «p» minúscula igual a uno hasta «m» minúscula de la inversa de la suma de uno más el cociente del producto de «i» minúscula por «d» minúscula sub «p» minúscula dividido entre 36.000…»

(…)

-¿Lo ha entendido usted? 

El prestatario, que había ido abriendo progresivamente los ojos hasta adquirir la expresión de un pez abisal, respondió con un hilo de voz…

-Perfectamente, está claro como el agua… ¿dónde hay que firmar?

El control social y los «media» 

Revolviendo papeles por el despacho me he encontrado con estas notas que tomé creo que en 2008 y que no son más que la copia y traducción de un famoso papel que escribió en su día Doug Ruskhoff.

Recuerdo que me pareció una forma interesante de explicar el control social en función del dominio de las tecnologías de la información a lo largo de la historia.

Según este algoritmo el dominio de los media por quienes ejercen el control de las masas va siempre una era por delante del que las masas tienen sobre los mismos.

Así, cuando la élite dominante dominaba (valga la redundancia) la lectura, la masa sólo podía escuchar, es la era de los sacerdotes que controlaban a las masas leyendo los textos sagrados a que esta masa no sabía sino escuchar.

Cuando las élites dominaron la escritura y otras tecnologías escénicas la masa controlada apenas si podía leer, mirar o escuchar (literatura, cine, radio). El uso que hicieron estados totalitarios (nazismo, estalinismo) del cine, la radio y otros medios de comunicación es el cénit de un control que comenzó en lo que Ruskhoff considera ser la era de los reyes.

En nuestros días nos encontramos en lo que Ruskhoff llama la era de los gobiernos, las masas saben escribir pero lo hacen en interfaces programadas por otros. Nuestra capacidad -y nuestra libertad- de expresión está condicionada por las interfaces que usamos. De hecho usted sólamente podrá escribir en determinadas redes sociales aquellas ideas que los propietarios de la red entiendan admisibles. Como escribía Jorge Campanillas en un tuit hace unos días, “la libertad de expresión se decide en Sillicon Valley”.

¿Qué ocurrirá cuando las masas adquieran esta capacidad de programar que ahora dominan las élites?. Buena pregunta. Ruskhoff denomina a esa era la era de las corporaciones y sus características les dejo que las adivinen ustedes porque yo hoy, en realidad, sólo me he reencontrado con unas notas que tomé hace ocho años y que no quiero volver a extraviar. 

Perdón por el rollo cyberpunk.

Legislación y algoritmo genético

Un algoritmo genético (Wikipedia, en castellano) es una técnica informática que imita el funcionamiento de la evolución biológica para resolver problemas, buscando, combinando y optimizando soluciones, y produciendo innovación. Opera mediante simulación por ordenador, combinando aleatoriamente soluciones posibles a un problema, para producir diversidad, y seleccionando las soluciones más aptas, que se vuelven a recombinar y evaluar en sucesivas generaciones. La aptitud media de cada generación va creciendo, y al final, se obtiene una solución si no óptima, convergente con lo óptimo. Seguir leyendo «Legislación y algoritmo genético»