Caín el agricultor

Cuando Yahweh enseñó a Caín a cultivar y Caín se sintió capacitado para dedicarse a la agricultura, lo primero que hizo fue cercar su plantación para que no se comiese sus plantas el ganado de su hermano. Trazando esa linea Caín señaló aquella tierra como exclusivamente suya, prohibió conductas, definió delitos y, en fin, dividió en dos un mundo que antes era uno: su huerta y el resto.

Ahora que Caín había descubierto la propiedad empezó a experimentar la zozobra de que las aves no se comiesen su cosecha, de que los animales de cuatro y dos patas no entrasen en su huerto, de rezar a Yahweh para que no helase, para que lloviese, para que no hubiese un sol excesivo y para que la plaga no hiciese enfermar sus plantas…

Con todo eso Caín empezó a dudar sobre las verdaderas intenciones de Yahweh al enseñarle las suertes de la agricultura.

Hasta ese momento Caín, como su hermano Abel, había vivido de acompañar al ganado mientras este pastaba por el mundo infinito y sin dueño. Ahora que Caín se había hecho agricultor el mundo era un poco menos infinito, tenía una parcela que era exclusiva de él, pero su vida se había vuelto una pesadilla de trabajos, preocupaciones y temores.

Por eso cuando Yahweh rechazó lo mejor de sus ofrendas tras haberse dejado la vida para obtenerlas, Caín no pudo soportarlo.

Requiem por el Mar Menor

Requiem por el Mar Menor

¿A quién pertenece el paisaje? ¿A quién pertenece el mar? ¿Dé quién es la fauna que habita los mares y la tierra?

La materia prima del turismo es el paisaje y, cuando este se deteriora en beneficio de unos pocos y en perjuicio de todos, se debería ser extremadamente cuidadoso en su administración.

La mayor parte de la humanidad no tiene una segunda vivienda en la ribera del Mar Menor ni tiene explotaciones agrícolas o industriales que viertan en él residuos; los pocos afortunados que disponen de ellas disfrutan de un lugar único en el mundo a costa de estropear su paisaje y su ecosistema y quienes cultivan en sus riberas se lucran a costa de estropear el patrimonio de todos.

¿Y qué ha hecho el derecho y la justicia en todo esto?

Nada.

La justicia del hombre moderno se funda en principios propios de un derecho forjado hace catorce siglos en Constantinopla y este no contempló nunca un poder tan tremendo del ser humano sobre la naturaleza. Tribunales consuetudinarios como los de los regantes de las huertas de Valencia o Murcia se han revelado más eficaces en la defensa del procomún que cualquier moderna institución jurídica y, sin embargo, hasta esos tribunales y su trabajo han sido despreciados.

La catástrofe del Mar Menor es una oportunidad única para hacer progresar los principios jurídicos, científicos, urbanísticos, paisajísticos y económicos así como, «last but not least» la conciencia de los seres humanos sobre la gestión del procomún.

El reto de la humanidad es aprender a gestionar la atmósfera, los mares, los recursos, las basuras, el hábitan de todas las especies animales del mundo incluída la especie humana… Pero lo dejaremos —ya lo estamos dejando— pasar entre sietemesinas luchas políticas y mezquinos apetitos de ridículo poder para decidir quién manda en el basurero.

Aprender a salvar el Mar Menor es aprender a salvar el mundo pero la mirada de quienes nos gobiernan y de quienes aspiran a hacerlo está tan limitada por su ronzal ideológico-interesado que no cabe en ella algo tan grande como el Mar Menor.

Siento vergüenza.

Una vieja forma de entender el mundo

Conversaba ayer con mi amigo Juan sobre el mito de Adán y Eva y sobre la posibilidad de que el mismo ilustrase la dolorosa metamorfosis sufrida por el género humano en el neolítico, período en el que pasó de ser cazador-recolector a ser agricultor.

Los cambios sociales y jurídicos de ese período histórico aún se dejan sentir en nuestros días.

Nuestros antepasados cazadores recolectores no tenían (no tienen pues aún quedan tribus no contactadas) un concepto establecido de la propiedad de la tierra. ¿Imagina usted a un nómada que, de pronto, se encuentre con que alguien ha vallado una parcela y le prohíbe pasar por ella con su tribu y su ganado?

La guerra entre pastores y agricultores ha perdurado hasta la actualidad con los primeros exigiendo libertad de paso por el campo y los segundos negándose violentamente a ella. La Mesta en España puede ilustrar cómo el conflicto no es tan lejano y aún hoy, simbólicamente, los pastores pasean sus ovejas una vez al año por la Puerta de Alcalá en el corazón de Madrid.

La agricultura hizo de la propiedad de la tierra la principal fuente de riqueza. La necesidad de conseguirla y defenderla de otros grupos que la deseaban fueron haciendo aparecer los primeros estados en el llamado «creciente fértil» (nótese lo de fértil) y todo este proceso fue cambiando la percepción y entendimiento del mundo de los seres humanos.

Así aparecieron los estados que garantizaban la propiedad de las tierras de quienes pertenecían a ellos y surgieron también los ejércitos organizados, las guerras y los imperios. Muy probablemente Sargón de Akkad tiene el dudoso honor de ser el primero de una larga lista de sedicentes «emperadores» dedicados a conquistar nuevas tierras para sembrar y sojuzgar seres humanos que las cultiven. Para conseguir que todos los seres humanos subyugados formasen parte del imperio y fuesen también «nosotros» se les dieron unos dioses, unas leyes y una lengua que les permitiesen reconocerse como miembros de un único grupo y diesen consistencia social a los recién creados estados.

La vida del agricultor era bastante peor que la del cazador-recolector que, como Adán y Eva, para alimentarse simplemente se limitaba a coger las frutas que le ofrecía la naturaleza o a cazar algún animal. Los esqueletos de los cazadores-recolectores de la época nos muestran que su talla y condición física eran mucho mejores que la de los agricultores que poblaban las incipientes ciudades estado mesopotámicas; pero era evidente que poco podían hacer estas tribus frente a las hordas de agricultores organizados en ejércitos que estaban determinados a apropiarse de la tierra por la que, con anterioridad, vagaban libremente los cazadores-recolectores.

La tierra era un jardín de dónde el ser humano cogía lo que necesitaba hasta que llegó la agricultura y el hombre hubo de ganarse el pan (precisamente el pan) con el «sudor de su frente»; es decir, trabajando.

También Cervantes evoca esta «Edad de Oro» en su famoso discurso a los cabreros cuando, por boca de Don Quijote, afirma que lo característico de esta feliz edad de oro es que no existían las palabras de «tuyo» y «mío» y el ser humano alcanzaba a obtener de la naturaleza todo lo necesario.

Sí, la agricultura nos trajo la extensión de las palabras de «tuyo» y «mío» y nos trajo la propiedad de la tierra, la división del trabajo, los estados con sus reyes, religiones, imperios y lenguas oficiales y nos trajo la hipertorfia del concepto del «ellos» y el «nosotros».

El primate humano había dado un salto de proporciones incalculables y de entonces a hoy los esquemas mentales adquiridos en ese momento han sido el más eficaz motor de las guerras.

Hoy, sin embargo, la humanidad se enfrenta a un cambio tan decisivo como el sufrido en el neolítico, un cambio que hace que nos replanteemos toda esa civilización y su tramoya de estados, religiones y patrias que nos legó el neolítico, del mismo modo que hará que repensemos los conceptos del «ellos» y el «nosotros» y el sentido de las palabras «tuyo» y «mío» para satisfacción del espíritu de Cervantes.

Hoy la propiedad de la tierra ya no es la principal fuente de riqueza. Multitud de españoles truenan por la devolución de Gibraltar y agitan todo el universo ideológico consustancial a tal reclamación territorial: leyes, derecho, honor, patrias, banderas, ellos y nosotros, nuestro o suyo. Sin embargo, esos españoles que truenan por recuperar unas pocas hectáreas de tierra rocosa, contemplan con indiferencia cómo las dos Castillas se despueblan y hablan con toda naturalidad de la «España vacía» como si las hectáreas de buena tierra de Castilla fuesen despreciables comparadas con la roca del peñón.

Hoy la tierra ya no es la principal fuente de riqueza, ahora es la tecnología y, en eso, el mundo ha cambiado; lo que no ha cambiado es la forma de entender el mundo del viejo primate humano: por un palmo de tierra se debe matar y morir; es ellos o nosotros.

A día de hoy la riqueza de las naciones ya no se centra en la agricultura ni en la extensión de tierras cultivables que se tengan y es por eso que la percepción del mundo y del cosmos de los seres humanos ha iniciado un lento proceso de cambio que, desgraciadamente, por lento es incapaz de seguir al acelerado proceso de cambio tecnológico que vivimos y si en un punto es posible apreciar este desajuste es en el campo de las armas, la guerra y las organizaciones humanas.

Hemos construido armas capaces de destruir todo vestigio de vida sobre la tierra, en cambio hemos sido incapaces de descubrir la forma en que todos los seres humanos puedan cooperar.

Disponemos de armas nucleares capaces de destruir el planeta pero aún no disponemos del equipamiento mental que nos haga comprender que ya no existe un «ellos» y un «nosotros», que si declaramos la guerra a alguien nos la estamos declarando a nosotros y que cualquier guerra no es homicida sino suicida.

El mono que llevamos dentro ha cambiado poco desde hace diez mil años y aún se mueve por instintos que, si tuvieron razón de ser hace cien siglos, hoy son suicidas.

La sensación estos días es de impotencia. Todos (con las terraplánicas excepciones de siempre) estamos contra la guerra, el problema es que no sabemos cómo enfrentarla porque los viejos sistemas ya no sirven. Si decidimos hacer frente con todas las consecuencias al chimpancé matón el riesgo de que destruyamos el planeta y todos acabemos muertos es muy alto. El problema es que sabemos cómo hacer la guerra pero no sabemos cómo evitarla, estamos equipados para pelear pero no disponemos de herramientas para la paz.

Enfrentamos el fracaso como especie si no abandonamos nuestra vieja visión del mundo, si no asumimos que en lo que a la humanidad se refiere ya no existe el «ellos» y que todos pertenecemos al mismo bando, que cuando entramos en guerra entramos en guerra contra nosotros y que cuando matamos a alguien estamos matando siempre a uno de los nuestros.

Hay toda una concepción del mundo que, tras diez mil años, ya no se sostiene y es nuestra urgente obligación cambiarla y sustituirla por otra que permita la continuidad del ser humano como especie.

Y yo ahora debería explicar cuál es esa nueva concepción pero, sobre resultar petulante si lo hiciera, alargaría este ya demasiado largo post.

Si a alguien le apetece leerla que me lo diga, las noches de insomnio dan tiempo a muchas cosas.

La humanidad domesticada

La humanidad domesticada

Hubo un tiempo en que los seres humanos eran pocos, tomaban de la naturaleza lo que necesitaban para vivir y esta se lo ofrecía regularmente sin mayores problemas. El ser humano satisfacía sus necesidades y el equilibrio perduraba.

En algún momento en torno al año 10.000 antes de Cristo el hombre dejo de tomar de la naturaleza lo que necesitaba y en lugar de cazar aquello que le era necesario empezó a consagrar su vida a criarlo él mismo y protegerlo de los peligros de la naturaleza. Arriesgó su vida por defender a la cabra y a la oveja y la fortuna le sonrió. Hoy, 130 siglos después, los seres humanos se han multiplicado pero también lo han hecho los animales domesticados con los que el hombre formó sociedad y hoy, por extraño que parezca, viven en nuestro planeta más animales domesticados que salvajes.

Algo parecido pasó con las plantas. El ser humano renunció a coger las plantas cuando las necesitaba y consagró su vida a cuidar a algunas de ellas. Hay quien sostiene que no fue el hombre quien domestió al trigo sino que fue el trigo el que puso a millones de hombres a trabajar para él, cuidándolo, sembrándolo y cuidando de que se reprodujese. Treinta siglos después, miles de millones de hombres siguen cuidando de que el trigo sea un vegetal exitoso. Los seres humanos se multiplican y las plantas domesticadas también. Cada vez queda menos sitio en el mundo para vegetales salvajes y no relacionados con la agricultura.

Hoy, antes de comer, me he encontrado con mis amigos @jesusviartolabrana y @pepefranc que estaban tomando una copa de vino blanco en un comercio de criadores de atún (sí, hoy el atún se cría como las ovejas o el trigo) y mientras hablaba con ellos no podía evitar pensar en como el hombre modifica el mundo y sus equilibrios hasta provocar situaciones insostenibles.

Ahora que vivimos una pandemia quizá debiéramos repensar nuestra percepción de lo que es la salud y aceptar que es imposible estar sano inmerso en un ecosistema enfermo y que sólo en un mundo sano pueden vivir seres humanos sanos.

Al margen de todo eso, este atún encebollado estaba estupendo.