Señales de deshonestidad

Señales de deshonestidad

A Darwin le atormentaba la cola del pavo real pues aquella enorme cola multicolor representaba todo lo contrario de lo que él sostenía en su teoría de la evolución. La cola no ayudaba al pájaro a volar, no era una ventaja adaptativa sino todo lo contrario, entorpecía sus movimientos, lo hacía más lento y visible y lo convertía, por tanto, en una presa más fácilmente alcanzable para los depredadores.

Y sin embargo Darwin se resistía a admitir que pudiese estar equivocado, la naturaleza le había demostrado ya muchas veces estar muy por encima de la inteligencia humana, tenía que haber una razón.

Si ustedes son parte de la abogacía española y han leído las últimas noticias en relación con dietas y gastos que ha publicado la prensa estoy seguro que entenderán las razones de la naturaleza para penalizar ciertas conductas.

Entre los seres vivos abundan las razones para querer engañar a sus semejantes; entre las gacelas, por ejemplo, ser fuerte y vigoroso es una valiosa cualidad a la hora de aparearse. Las gacelas hembra prefieren las gacelas macho vigorosas y, si no eres fuerte, ágil y vigoroso, tu vida social entre las gacelas hembra va a ser sombría. Pero ¿cómo demuestras a las gacelas hembra de forma fiable que eres fuerte y vigoroso y no un cuentista farsante? pues… Mediante los saltos.

El ritual de apareamiento de las gacelas incluye una espectacular competición de saltos donde cada uno de los pretendientes trata de impresionar a sus pretendidas dando saltos y perigallos diversos, el estricto jurado decidirá entonces quien da los mejores saltos y le concederá el «nihil obstat».

Dar saltos es una prueba costosa, difícil, pero más costoso aún y por tanto incluso más fiable es penalizarse a uno mismo del mismo modo en que, en las carreras de caballos, se coloca peso encima de ciertos caballos para igualar la competición. Carreras con «handicap» se llama a ese tipo de competiciones y no se sorprenderán si les digo que la naturaleza lo inventó antes. Para confiar en la honestidad de una afirmación los seres vivos suelen exigir una señal costosa de honestidad y, en el caso de los pavos reales (luego lo veremos en la especie humana) esa costosa señal de honestidad es su cola.

Del mismo modo que una hermosa cola penaliza al pavo real pero manda a sus congéneres una señal cierta e indudable de vigor, en el género humano las señales costosas sirven para el mismo fin y han sido utilizadas extensivamente a lo largo de la historia para todo tipo de fines.

Las señales costosas han formado parte de los juegos de apareamiento humano desde la noche de los tiempos.

La pesca con antorcha es un método pesquero ritualizado entre las gentes que pueblan el atolón de Ifaluk. Para llevar a cabo este tipo de pesca los hombres utilizan antorchas hechas a partir cáscaras de coco secas para capturar grandes atunes. La preparación para la pesca con antorcha requiere considerables inversiones de tiempo e implica una gran cantidad de organización y debido al tiempo y los costos energéticos que conlleva su preparación, este tipo de pesca, lejos de resultar beneficiosa en térninos energéticos para quienes participan en ella, lo que resulta es en una pérdida calórica neta para los pescadores. Por tanto, la pesca con antorcha es un handicap que sirve para señalar la productividad de los hombres.

Las mujeres y el resto de los habitantes de la isla por lo general pasan el tiempo observando las canoas que navegan más allá del arrecife. Además, los rituales locales ayudan a difundir información acerca de los pescadores exitosos y mejorar la reputación de los pescadores durante la temporada de pesca con antorcha. Varias limitaciones conductuales y dietéticas distinguen claramente a los pescadores con antorcha de los demás hombres. La comunidad está bien informada en cuanto a quién participó en este día y puede identificar fácilmente a los pescadores con antorcha. En segundo lugar, los pescadores con antorcha reciben todos sus alimentos en la casa de canoas y se les prohíbe comer ciertos alimentos. La gente discute con frecuencia las cualidades de los pescadores con antorcha.

En Ifaluk, dada la división del trabajo existente, las mujeres afirman que buscan compañeros que trabajen duro y es por eso que la laboriosidad es una característica muy valorada en los hombres. En consecuencia, la pesca con antorcha ofrece a las mujeres información fiable sobre la ética de trabajo de sus posibles parejas, lo que hace a la pesca una señal costosa honesta.

Pero la teoría de las señales costosas honestas no sólo es aplicable al ámbito del apareamiento, para la vida humana en sociedad es también un poderoso indicativo de compromiso con la comunidad.

Determinados rituales religiosos costosos como la circuncisión masculina, los ayunos, las penitencias físicas como cilicios o flagelos, la entrega de la totalidad de los bienes a la comunidad o la renuncia al contacto con la vida exterior (eremitas, monacato) pueden parecer paradójicas en términos evolutivos y sin embargo, todos estos rituales, pudieran encontrar su explicación en la teoría de las señales costosas de honestidad. El compromiso con la comunidad religiosa de quien las practica resulta tanto más creíble cuanto más penoso es el sacrificio que se impone.

Creemos más en el patriotismo de un francés, un italiano o un español, cuando paga sus impuestos que cuando hace tremolar la bandera de su país; creemos más en la sinceridad solidaria de una persona cuando reparte sus bienes que cuando se manifiesta para que los repartan los demás, sabemos que un abogado o una abogada están comprometidos con solucionar los problemas de su profesión cuando pagan de su bolsillo la celebración y asistencia a un Congreso en Córdoba y estamos legitimados a dudar de idéntico grado de compromiso cuando el congreso y la asistencia son pagados con dinero de otros.

Es por eso que, para conocer la honestidad de las personas, es necesario saber cuándo realizan un esfuerzo costoso honesto o cuando simplemente se están lucrando y es por eso que, sin el conocimiento limpio y directo de esos datos, el engaño es una realidad muy posible.

En la naturaleza, para que la señal costosa de honestidad sea válida (Bliege Bird et al. 2001) es preciso que esta sea accesible al público (transparencia) de ahí que su ocultación, en la naturaleza, prive de toda validez a la misma y sea, por el contrario, un poderoso indicio de deshonestidad. Por tanto no te sorprendas si piensas que te pueden estar engañando, es una respuesta cuasi-biológica ante la comducta de quienes no facilitan información.

Darwin probablemente ya no se asombraría del tamaño de la cola del pavo real; lo que quizá le dejase perplejo es la conducta de ciertos responsables de corporaciones.

El contrato que nunca existió

El contrato que nunca existió

Contra el concepto de razón de Estado argüido por Maquiavelo o Jean Bodin se alzaron las teorías contractualísticas de Althusius, según las cuales la soberanía descansaba en el pueblo,  teorías que, más adelante, usaría Hobbes en su tratado más famoso, Leviatán (1651) o Rousseau en su Contrato Social (1762). Incluso más modernamente  el filósofo John Rawls (1921-2002) también ha fundado sobre un espíritu contractualista su noción de justicia. Y pareciera que los juristas aún no hemos salido de ahí.

Lo malo es que en la historia de la humanidad jamás existió ningún contrato social.

Ningún ser vivo vive en sociedad gracias a ningún «contrato social»,  de hecho todos nuestros antepasados y todos los antepasados del ser humano en la larguísima cadena evolutiva de nuestra especie  fueron animales que vivieron en sociedad. Los Cro-Magnones eran animales sociales, como lo eran los Neanderthales y los Denisovanos; y animales sociales fueron también los homo  heidelbergensis, antecessor, erectus, habilis… y todos cuantos homínidos les precedieron.

Y si buscamos entre nuestros parientes más cercanos, los simios, veremos que gorilas, chimpancés y bonobos son también animales sociales y aún antes que ellos toda la larga cadena evolutiva de mamíferos que precedieron al hombre, todos fueron seres sociales. Incluso cuando Hobbes afirmó que «el hombre era un lobo para el hombre» cometió un error de bulto pues el lobo es un animal altamente social que vive en grupos organizados por complejas relaciones entre sus indivíduos.

Para poder vivir en sociedad —ya se trate de seres humanos o de animales— son precisas unas estrategias de convivencia que la evolución inscribe en los genes de las diversas especies sociales; es por eso que estudiar a los gorilas, a los chimpancés o a los bonobos resulta tan apasionante.

Fíjense, en una tribu de bonobos será siempre  jefe el hijo de la hembra líder. Las bonobas son expertas en el arte de llegar acuerdos y, una vez ellas deciden quién es la hembra que manda, su hijo es colocado como jefe de la manada. Naturalmente si la hembra líder cae en desgracia y las demás la destituyen, su hijo tiene que presentar la dimisión antes de que lo echen. Un curioso caso animal, como ven, de poder legislativo (las hembras) y  poder ejecutivo (el macho) siempre sometido a la suprema voluntad del parlamento.

¿Cuándo firmaron los bonobos su contrato social? ¿Cuándo redactaron su constitución?

La naturaleza inscribe en los genes  de los animales sociales normas de conducta y nos dota de instintos que nos impulsan a hacerlas cumplir. Puede parecer extraño, pero es así.

No les hablaré de estrategias evolutivamente estables ni de postulados de la sociobiología, simplemente permítanme señalarles un instinto humano: la aversión al sufrimiento cercano. Si ustedes ven, por ejemplo, que, a su lado, en el parque, un señor apalea a un perro, aunque a usted este asunto en realidad debiera darle igual —pues no va nada suyo en el envite— sin poder evitarlo sentirá una aversión profunda hacia el que provoca dolor, tanta que, si no se controla, puede ser usted quien acabe apaleando al señor. Los seres humanos sanos no soportamos el sufrimiento cercano, estamos programados para no soportarlo, instintivamente nos produce malestar. No le digo nada si el apaleado es un niño y no un perro. Sin embargo, miles de niños mueren al día de hambre, niños que usted podría salvar con un simple donativo… Y sin embargo…

Sin embargo usted no experimenta la misma angustia, de hecho no experimenta ninguna angustia, porque la moral humana es una moral de simio y está diseñada para operar a unos pocos centenares de metros, dentro de nuestro hábitat cercano y nuestro grupo, si las cosas están más lejos ya no nos afectan. Y, desde el punto de vista de la naturaleza, eso está bien.

Está bien porque ningún ser humano está capacitado para soportar todo el mal que hay en el mundo, y está mal porque, en cuanto nos damos cuenta de que hay niños que mueren sin que nosotros hayamos hecho nada, el vómito y la náusea acuden a nosotros. Las ONG saben esto y por eso colocan la foto de los que sufren cerca de usted, para que sus ojos vean y así su corazón sienta.

No, nuestra moral, nuestro sentido de lo justo y de lo injusto, no se determinó a través de ningún contrato social, ni tampoco lo fijó la voluntad de ningún dios dictando leyes a profetas judíos, árabes, indios, chinos o cristianos. Nuestro sentido de la moral y la justicia la ha escrito la naturaleza en nuestros genes. Luego, en el caso de los seres humanos, la hemos desarrollado a través de esa otra evolución —la cultural— que complementa a la genética, pero siempre esta estuvo antes desde el principio de los siglos.

Entender por qué la naturaleza ha  inscrito en nuestros genes estos instintos y no otros, comprender en profundidad el funcionamiento de los mismos es un trabajo del que los juristas —expertos teóricos en la ciencia de lo justo y de lo injusto— han  declinado ocuparse al menos en España.

Dedicamos nuestra vida al estudio del derecho, lo que sorprende es lo poco que parecen interesarnos los fundamentos científicos de la justicia.



La moral y el amor por uno mismo

Hace un par de días escribí en una red social (Facebook) unos parrafitos a propósito de ciertas prácticas de eso que llaman «coaching» y que decían, más o menos, lo que sigue:

«Veo en youtube a unos «coachers» de autoayuda con un grupo de personas gritando «yo me quiero mucho».

Y yo veo bien eso de autoayudarse y quererse y decírselo a uno mismo, pero…

A mí me criaron en una moral donde pensar en uno mismo antes que en los demás estaba prohibido. Si enumerabas los asistentes a un suceso no podías citarte en primer lugar, tu madre te enseñaba que era norma de educación citarte tú a ti mismo en último lugar. Si alardeabas de algo tu madre volvía a enseñarte que eran los demás quienes tenían que hablar bien de ti, no tú de ti mismo.

El caso es que yo no aprendí a gritar eso de «yo me quiero mucho» porque lo que me enseñaron es que yo a quien debía querer es a los demás.

Ahora no sé si necesito a «coachers» de autoayuda porque quizá, todos esos que no hemos aprendido a querernos a nosotros, no encontraremos a quien nos quiera entre todos esos que se quieren a sí mismos.

En fin, yo creo que en lo que me enseñó mi madre hay más verdad que lo en que enseñan los coachers; o igual es que, al menos, estoy más acostumbrado.»

El parrafito despertó el interés de muchos seguidores que, en general, lo aprobaron; sin embargo no faltaron lo que, con toda delicadeza, hicieron notar su desacuerdo. Algunos señalaron que eso de «quererse a uno mismo» era mucho más profundo de lo que yo sostenía al tiempo que incluso un viejo seguidor, aclarando previamente que él no era cristiano, citó la famosa perícopa del evangelio de Marcos en que Jesús es preguntado acerca de los dos principales mandamientos y el responde, como bueno judío, con el «Shemá Israel» (amarás a Dios sobre todas las cosas) para añadir a continuación lo de «y al prójimo como a ti mismo».

Mi interlocutor señalaba que malamente se podrá querer bien al prójimo «como a uno mismo» si uno mismo no se quiere y que, por tanto, tan importante como querer bien al prójimo era quererse uno. Todo el razonamiento es impecable dentro del relativismo de la llamada «regla de oro» (¿Qué pasaría si nos queremos a latigazos porque somos masoquistas? ¿Querer al prójimo como a nosotros mismos nos autorizaría a flagelarlo?) y fue condensado por Confucio cuando fue preguntado sobre cuál consideraba él la regla primera y resumen de toda la moral.

«Reciprocidad», dicen que respondió Confucio resumiendo en esta palabra la esencia del comportamiento moral humano.

Sin embargo, a poco que leamos los tratados morales o las doctrinas religiosas de las más diversas escuelas veremos que, en sus enseñanzas morales, más que centrarse en el amor a uno mismo donde insisten especialmente es en el amor a los demás y esto se comprende fácilmente a poco que se atienda al carácter esencialmente práctico de las enseñanzas morales de las religiones.

Si nos fijamos, en el pasaje del evangelio de Marcos que citó mi muy ateo amigo, Jesucristo da por supuesto que no ha de enseñar a nadie a quererse a sí mismo, que eso ya ocurre naturalmente sin que nadie lo enseñe y que —si Jesucristo hubiese sabido lo que son los genes— podría haber afirmado que estaba escrito en ellos; y es verdad.

Todos los seres vivos tienen un instinto básico y esencial que les lleva a defender su vida antes que la ajena y a buscar su reproducción antes que la ajena. No es preciso ser Darwin para entender que, si un ser no defiende su vida y su reproducción con preferencia a otros, se extingue y es por eso que el primer instinto de que la naturaleza dota a cualquier entidad viviente es el instinto de conservación.

Esto es así en todos los seres vivos pero hay una clase especial de ellos, los animales que cooperan, que viven en grupos, que a ese instinto de conservación básico han de añadir un complejo equipamiento de instintos que les permita vivir en grupo. Vivir en grupo no es tarea sencilla, cooperar no es tampoco tarea sencilla y, para que sea posible, la naturaleza dota a este tipo de especies de instintos que permitan esta compleja forma de vida; entre ellos y sin ánimo de ser exahustivos podemos citar:

—La empatía
—La gratitud
—La reciprocidad
—La venganza
—El perdón
—El orgullo… Etc.

No tomen esta lista como una clasificación científica, es solo una enumeración descuidada y pueden considerarse la venganza o el orgullo como facetas de la reciprocidad, etc. De momento mi único interés es señalar que la naturaleza nos dota de instintos que nos permiten vivir eficazmente en sociedad.

Es obvio que en las sociedades humanas la complejidad de estos instintos es infinitamente superior a la que se da en una colonia de bacterias pero, si observamos a especies más cercanas a nosotros como chimpancés o bonobos observaremos en ellos instintos que, muy a menudo, nosotros consideramos exclusivamente humanos.

Por no hacer largo el post déjenme que les hable de la venganza y el perdón.

Con la venganza y el perdón ocurre en las religiones algo muy parecido a lo que ocurre con el amor a uno mismo y el amor al prójimo.

Del mismo modo que ninguna religión predica el amor a uno mismo ninguna religión predica la venganza; del mismo modo que todas las religiones predican el amor al prójimo todas las religiones predican el perdón.

¿Por qué?

Porque, simplemente, al igual que le ocurre a Jesucristo en la perícopa de los mandamientos de Marcos, el amor a uno mismo y el deseo de venganza se dan por supuestos. Que los seres humanos se quieren a sí mismos es para ellas obvio y que si tratas de maltratar a un ser humano este procurará defenderse del mal devolviéndote el mismo mal o aún mayor, es también evidente.

A las religiones y sistemas morales, a primera vista les parece innecesario predicar el amor propio y la venganza, si acaso te darán normas para quererte en la forma que ellos estiman correcta y si acaso limitarán tus deseos de venganza como máximo a devolver el mismo mal que se te ha inferido.

Donde las religiones y sistemas morales ponen toda la carne en el asador es en el amor al prójimo y en el perdón.

El perdón es tan natural como el deseo de venganza; cuando después de la ofensa comienza a pasar el tiempo el perdón comienza a hacer su aparición. Si pasa el tiempo suficiente el individuo agraviado pensará que no tiene sentido vengarse, que si ahora va a sacar el ojo que perdió a su agresor esto puede traerle nuevos problemas y el deseo de venganza en el ser humano se va extinguiendo de forma proporcional al transcurso del tiempo. Es verdad que hay seres humanos que dicen no perdonar «nunca» pero eso, en la mayoría de los casos, no es más que una estrategia conocida en el entorno de la teoría de juegos de Axelrod como una estrategia de «etiquetas» o si, tal estrategia es sincera y el individuo es incapaz de personal, podremos concluir que nos hallamos ante una personalidad patológica.

Así pues, lo que hacen las religiones no es fomentar el perdón contraintuitivamente, sino favorecer, catalizar un instinto que acabará apareciendo para que lo haga lo antes posible. Esto es bueno para los dos individuos, para la sociedad y para la vida en común. No hay nada milagroso en perdonar o querer al enemigo, ese mandamiento ya aparece en el 3000 AEC en sumeria y puede encontrarse en casi cualquier religión. El mandamiento «nuevo», pues, no es tan nuevo sino tan viejo como la regla de oro que Jesús cita al responder a la pregunta de cuáles son los principales mandamientos.

Así pues nuestras madres, desde que comienzan a educar a sus hijos, saben de sobra que no necesitan enseñarles a querer quedarse con el juguete o a anteponer su propio interés al de su hermano, esto ya lo hacen ellos espontáneamente y bastante trabajo han tenido las madres de la historia repartiendo a sus hijos estopa educativa para que aprendan a compartir los juguetes con su hermana o a no quitarle el postre a su hermano.

Que los seres humanos, como cualquier otro animal, se quieren —o al menos tratan de ser los primeros en satisfacer sus necesidades básicas— es algo que no es preciso enseñar pero, claro, al margen de esta satisfacción de las necesidades primarias ¿Hay alguna forma mejor que otra de querernos a nosotros mismos?

Epicúreos, estóicos, budistas, musulmanes, hindúes, cristianos, judíos, zoroastristas… Todos tienen sus reglas al respecto (sorprendentemente parecidas en muchos casos) pero de eso creo que me ocuparé en otro post, esta ya viene siendo un ladrillo de bastante grosor.

Políticos y terraplanistas

Políticos y terraplanistas

En 1954, un pequeño grupo de personas dirigido por una tal Dorothy Martin (una ama de casa vecina de Oak Park en los suburbios de Chicago) se convirtió a una nueva y extraña forma de fe. Según la doctrina enseñada por Dorothy Martin una serie de desastres amenazaban con acabar de inmediato con la vida en la tierra aunque, afortunadamente, una civilización extraterrestre vendría a salvarlos llevándoselos en sus platillos volantes hasta el planeta Clarion.

De acuerdo con las creencias de su extraña fe, en la Nochebuena de aquel año, los fieles de este nuevo credo se reunieron en Cuyler Avenue para cantar villancicos mientras esperaban la venida de los extraterrestres.

Aunque lo hasta aquí narrado es bastante sorprendente no es lo más interesante; lo más curioso de todo es que esta no era la primera vez que Dorothy les había anunciado la llegada de lls extraterrestres, esta era ya la cuarta vez que se reunían para subirse a las naves espaciales del planeta Clarion, como pueden imaginar las tres veces anteriores concluyeron con sendas decepciones para los fieles al credo de Dorothy. Y, sin embargo, la sucesión de fracasos proféticos de su lideresa no quebraba la confianza del grupo en sus enseñanzas: la creencia del grupo era tan fuerte que no solo llevó a muchos de los fieles a dejar sus trabajos o cónyuges para esperar a sus salvadores extraterrestres, sino también a aferrarse a sus creencias una y otra vez ante cada nueva evidencia contradictoria.

Las autoridades, lejos de ignorar a Dorothy y sus seguidores y considerarlos un grupo de locos más, decidió estudiar el fenómeno y para ello introdujeron una serie de psicólogos en el grupo de fieles a Dorothy haciéndolos pasar por nuevos fieles.

Lo que estos encontraron allí no fue sino uno de los principios básicos del comportamiento humano: a los seres humanos les causa un grandísimo malestar comportarse de una forma que no sea coherente con sus creencias. Tal situación estresa fuertemente a los seres humanos y les impulsa continuamente a buscar una forma de solucionar tal discordancia y, la realidad es que sólo hay dos formas: o cambiando de conducta o cambiando de ideas. Sucede, sin embargo, que cuando la conducta de los seres humanos es pública y notoria, resulta extremadamente difícil cambiar de conducta, como demostraban estos creyentes en Dorothy.

Esta cualidad del alma humana de estresarse ante la disparidad conducta-creencia ha sido utilizada frecuentemente —aun sin conocerla— por muchos agentes, como por ejemplo, las religiones.

Si públicamente demuestras desde niño tu adhesión a unas determinadas ideas y las proclamas a través de ritos es muy probable que te resulte mucho más difícil cambiar de creencias o, si cambias, abandonar del todo estas ideas.

También los partidos políticos y las sectas hacen esto: haciéndote demostrar públicamente tu adhesión a sus principios, aunque la realidad te diga lo contrario como a los seguidores de Dorothy, seguirás tratando de justificar las creencias que apoyas públicamente y con notoriedad.

Un negacionista de las vacunas que proclama públicamente su posición frente a ellas es muy posible que sea un ciudadano casi irrecuperable; no importará cuántas evidencias se le presenten, ante el doloroso proceso de cambiar de conducta o de ideas preferirá mantener las unas y las otras y el problema estará servido.

No son diferentes quienes en voz alta expresan «fake news» en la calle o en la carnicería, su adhesión pública a esas fakes y a la ideología política que las difunde les ata irremisiblemente a los generadores de mentiras y así, junto a los negacionistas, terraplanistas y conspiranóicos, pasan a formar parte de esa parte de la sociedad difícilmente recuperable para el discurso sensato.

Seguro que conoce usted —tanto si es de derechas o de izquierdas como si es católico, protestante o ateo— personas como estas de quien les hablo a quienes no puede usted comprender; tenga cuidado y observe primero con cuidado su propia casa, es usted un ser humano y no es ajeno a este problema.

Hablo a menudo con políticos y suelo tomar la precaución de llevar datos a tales debates; les aseguro que es inútil. A aquellas fuerzas políticas que viven de proclamar el aumento de la inseguridad ciudadana no les harás cambiar de discurso mostrándoles que las cifras indican que España es el país con menos delitos de Europa Occidental y con más policía per cápita de toda Europa excepto Chipre. Tampoco a quienes defienden la Nueva Oficina Judicial les hará la menor mella comprobar que esta se ha revelado como el sistema menos eficaz para resolver asuntos judiciales; son en esto como los seguidores de Dorothy: han forjado una carrera política y han ajustado su conducta pública a unas ideas y ni la realidad ni los datos les harán cambiar de postura.

Este procedimiento para conseguir seguidores de que les hablo lo han usado las religiones y los credos políticos desde la noche de los tiempos, lo usan incluso nuestras administraciones y poderes públicos y, les aseguro, que puede llegar a incorporar elementos y rituales tan sutiles como refinados.

Yo no sé cómo se puede combatir esta forma de adoctrinamiento, lo que sí sé es que, cada día, observo a mi alrededor más personas aparentemente atrapadas por él y que, la polarización de emociones de esta especie ennla sociedad o en la pugna política, no es buena para la convivencia y es peligrosa para ella.

Yo no sé cómo solucionarlo, sólo puedo intuir soluciones, pero de eso será mejor que hablemos otro día, este post ya se va haciendo muy largo.

A nuestra imagen y semejanza

A nuestra imagen y semejanza

No fueron los dioses quienes hicieron a hombres y mujeres a su imagen y semejanza, por el contrario, fue la humanidad la que hizo a diosas y dioses a la suya.

La forma y los atributos de dioses y diosas han ido cambiando con las sucesivas civilizaciones y períodos históricos de la especie humana; analizar las características de estas diosas y dioses es, sin duda, una forma útil de analizar las características de los hombres y mujeres que los crearon.

Una de las características que me gustaría señalar hoy es la caracterización mayoritariamente femenina de las diosas de las primeras civilizaciones, dato este que, si se piensa un poco, es absolutamente natural.

La especie humana en los albores de la civilización desconocía muchas cosas aunque, si algo sabía con certeza, es cómo se generaba la vida y, para los seres humanos, la vida nacía siempre de una mujer. No es pues extraño que en su universo psicológico-simbólico vieran en una gran diosa madre el origen del universo y de todos los seres creados. ¿No era siempre una mujer quien daba la vida? ¿Quién, pues, sino una mujer podía ser la diosa primigenia?

Las estatuillas de diosas son hiperabundantes en esta época, las principales ciudades de estas antiguas edades (Catal Huyuk, Hacilar…) nos demuestran a través de vestigios arqueológicos la preeminencia de los cultos a deidades femeninas.

Incluso en el conocido poema épico de Gilgamesh la preeminencia de la diosa es todavía patente (estamos en el tercer milenio AEC) pues no sólo es una mujer (Innana) la diosa del cielo sino que es otra mujer (su hermana Ereshkigal) la diosa del infierno. En Egipto es Isis la que encarna este papel de diosa responsable de devolver la vida a Osiris y hacer posible la vida más allá de la vida terrena.

Las Innanas, Ishtar, Astarté, Ashera… forman una cadena ideológica de diosas que nos conectan con una época donde el papel de la mujer era muy diferente del que vino luego con Grecia y Roma.

En los más antiguos textos legales (disposiciones de Urukagina, rey de Lagash) aún se detectan vestigios de esta antigua situación. Urukagina, libertador de esclavos, protector de viudas y huérfanos sólo cometió un error al legislar: prohibió la poliandria, es decir, que las mujeres pudiesen casarse con muchos hombres a la vez. Esta prohibición trajo a Urukagina no pocos problemas.

¿Cómo se pasó de esta situación con un panteón lleno de diosas a un panteón lleno de dioses?

En mi sentir la hipotesis más plausible es la que señala al advenimiento de la agricultura como causa del cambio. Para un pastor el concepto de propiedad no existe, puede vagar por la tierra con sus rebaños o persiguiendo la caza sin que nadie le importune. Sin embargo la agricultura cambio esto como es fácil de entender. Si usted siembra una parcela de tierra usted no permitirá que los rebaños o las tribus pasen sobre sus sembrados, mucho menos dejará usted que recojan los frutos personas diferentes de usted. En usted ha aparecido el concepto de propiedad y esa propiedad la defenderá usted por la fuerza si es preciso.

La historia de Caín y Abel ilustra esta tensión entre agricultores y pastores y es bueno señalar que los dioses de los pastores y los de los agricultores difirieron. Desde que la agricultura se convirtió en la principal fuente de subsistencia humana era la propiedad y defensa de la tierra el valor superior. Los imperios se construyeron conquistando tierras y de esa cultura arranca el predmominio de los dioses sobre las diosas en los panteones: la diosa, dadora de vida, estaba en el origen de las cosas pero los dioses, señores de la muerte, empezaron a asaltar el panteón.

Para pueblos que vivían de la agresión no era extraño que sus dioses adoptasen la forma de un hacha o una cimitarra pero, en general, las culturas agrícolas fueron haciendo evolucionar su panteón hacia otro en el que los dioses que controlaban los fenómenos atmosféricos eran las deidades que más culto recibían.

Baal hacía llover y controlaba los rayos, otro tanto hacían Zeus y su trasunto romano Júpiter, incluso la lluvia era el semen con el que mls dioses fertilizaban la siempre femenina tierra y no hablaré de Yahweh porque eso da para un tratado.

Y visto esto ¿Qué podemos predecir que va a pasar en el cielo con los cambios tecnológicos habidos en el último siglo?

Parece evidente que la tierra empieza a importar muy poco como entenderá cualquiera que observe la llamada «España vaciada», aunque a nuestro cro magnon neolítico le subleven unos cuantos metros como Gibraltar, y parece evidente que las deidades ligadas a ciclos agrícolas debieran ir perdiendo protagonismo. En nuestra cicilización es la cultura y el conocimiento las que determinan la preeminencia y el desarrollo, características estas que poseen por igual hombres y mujeres, dioses y diosas por lo que, una hipótesis plausible, es que la humanidad recupere cada vez más el viejo estatus de cooperación entre sexos de las más viejas culturas y no subsista el actual dominio del uno sobre el otro y los dejemos asexuados o tengamos que buscar algún nuevo sexo para los dioses/diosas.

Pero no voy a meterme en eso, supongo que ustedes me.disculparán.

Empatía humana y evolución

Empatía humana y evolución

Esta foto sé que no le agrada. Le molesta ver el sufrimiento humano, mucho más si se trata de niños, pero no se preocupe, esa es justo la reacción para la que están programados genéticamente los seres humanos.

Preocúpese sólo en el caso de que no le estrese el sufrimiento ajeno, si le pasa eso acuda rápidamente a un especialista pues está usted perdiendo uno de los rasgos capitales que caracterizan a los seres humanos: quizá padezca usted una psicopatía, quizá esté usted envenenado por alguna ideología viral de esas que niegan el derecho a la vida o a la felicidad a quienes no son de su religión, de su raza o de su cultura o quizá ambas cosas al mismo tiempo.

Millones de años de evolución han hecho de los seres humanos seres cooperativos y, para poder cooperar eficazmente, durante esos millones de años se han ido imprimiendo en nuestros genes características y emociones indispensables para lograr esa cooperación. Tenemos, por ejemplo, un alto sentido de la reciprocidad y, si no recibimos en la medida que damos, se activa en nosotros la ira y el instinto de la venganza, emoción que, si pasa el tiempo suficiente y se convierte en ineficaz, va dejando paso a una pulsión de perdón. Si recibimos algo de alguien nace en nosotros una emoción extraña, la gratitud, una emoción que nos impele a corresponder con nuestro benefactor; y, si entendemos que alguien no está correspondiendo con nuestros méritos como estos merecen, aparece en nosotros la pasión del orgullo que nos lleva a no cooperar con quien no nos hace justicia aunque ello nos cause un perjuicio objetivo.

Son todas estas emociones —que podemos encontrar en estadios menos avanzados de desarrollo en todos los animales gregarios— las que nos caracterizan como humanos, conforman nuestro sentido de la justicia y dirigen nuestra conducta en sociedad. Pero todas estas emociones han sido modeladas durante muchos miles de años previos a la aparición de las civilizaciones y al enorme desarrollo tecnológico de los últimos siglos de forma que nuestro arsenal cooperativo, en muchos casos, adolece de coherencia visto con los ojos de un humano del siglo XXI.

En el caso de la empatía, por ejemplo, es obvio que usted parará su vehículo y ayudará a cualquier accidentado o accidentada que se encuentre en la carretera. A usted no le importará que la sangre del herido manche su tapicería, para usted lo decisivo será acercarle lo antes posible a un hospital donde reciba ayuda.

Esta ayuda de que le hablo, tan evidente para usted y la sociedad que, de no prestarla, podría convertirle a usted en reo de un delito de omisión del deber de socorro, es, sin embargo, en gran medida incloherente.

Usted, al ayudar al herido sufre un perjuicio que puede ser sensible (económico, de tiempo, de esfuerzo…) pero que le parece tan natural e imprescindible que no prestarlo sería aberrante. Sin embargo, cuando Cáritas o una ONG le piden un euro para salvar la vida de un niño hambriento al día, con frecuencia usted no mandará ese euro y, curiosamente, su conciencia no sufrirá demasiado y la calmará usted pronto con un par de argumentos más o menos traídos por los pelos.

Y ahora pregúntese usted: ¿Es que merece más ayuda un ser humano cercano que uno lejano? ¿Es que el hecho de que esos niños hambrientos vivan lejos causa que sintamos un menor impulso de ayudarlos?

Curiosamente la respuesta es sí.

Hemos evolucionado como una sociedad de simios, como familias y tribus de, a lo sumo, 150 indivíduos y nuestras emociones morales están adaptadas a ese tipo de entorno. Estamos programados para no soportar el dolor cerca de nosotros, el sufrimiento nos estresa y pone en marcha una reacción instintiva para remediarlo. Cuidamos a nuestros próximos con la seguridad de que ellos, llegado el caso, también cuidarán de nosotros y la naturaleza imprimió en nosotros ese instinto.

Pero a ese simio que evolucionó formando parte de grupos de en torno a 150 personas la naturaleza no le entrenó para llevar sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. Hasta que los medios de comunicación pusieron ante sus ojos el tremendo grado de sufrimiento que había en el mundo, a nuestros bisabuelos les bastaba con lidiar con el sufrimiento que había en su entorno. Los seres han evolucionado para remediar el dolor que hay en su entorno pero no para remediar todo el dolor del mundo. Sin embargo, en la sociedad hiperconectada, todo el dolor del mundo es nuestro entorno, lo vemos en nuestras pantallas de plasma a escasos metros de nosotros, y, aunque incapacitados para actuar instintivamente frente a un dolor lejano, la cercanía de la noticia nos conmueve.

Nuestro código penal le castigará si usted no ayuda a una persona víctima de un peligro real, pero no le castigará si usted no coopera con una ONG para salvar a un niño víctima de un peligro tan inminente y real como el del accidentado de que les hablé.

Es nuestro sentido de la justicia el que se plasma en el código, nuestro sentido de la justicia esculpido en nuestros genes por millones de años de evolución.

Y lo mismo que ocurre con el instinto de ayudar al próximo ocurre con muchos otros instintos. Así la reciprocidad preside nuestros instintos, reclamaremos una satisfacción proporcional a la ofensa recibida pero juraremos que seremos implacables en nuestra venganza (una estrategia que en teoría de juegos se denomina «de las etiquetas»), castigaremos más el mal causado por acción que por omisión (¿por qué si el resultado dañoso es el mismo?) y todo ello porque así nos lo dicta nuestro sentido jurídico y moral, un sentido que, lejos de responder a ningún tipo de racionalidad (aunque los juristas tratemos de racionalizarlo) responde más bien a las exigencias de las reglas que regulan la cooperación humana, reglas todavía no bien conocidas por los científicos y a las que los juristas seguimos haciendo oídos sordos.

De todas formas vuelva a mirar la fotografía, musite un «qué pena» y pase a otro post. Y no se acongoje, sólo es usted un ser humano.

Pero, si la contemplación de la foto le lleva a hacer algo más positivo por niños como los que ve en ella, alégrese, empieza a ser usted algo mejor que un ser humano común.

Human beings apps

Human beings apps

Las aplicaciones con las que se programa el funcionamiento humano se llaman ideas. Ya sea la fe en dios o en su inexistencia, o la creencia en las patrias o en la necesidad de servir a su rey y «señor natural» (Cervantes dixit) las ideas son eficacísimas herramientas que dirigen y condicionan el comportamiento humano hasta extremos aberrantes: morir o matar por Alá, por la Patria o por tu Rey.

¡Por Dios, por la Patria y el Rey! comenzaba el vibrante himno carlista («Oriamendi»), haciendo un resumen de ideas por las que luchar, matar y morir. Si tales ideas no hubiesen provocado en España un siglo de guerras civiles (tres guerras carlistas y la civil de 1936 que no era sino un colofón a toda esta barbarie) nos admiraríamos de la insensatez humana pero no es el caso. Desde los primeros imperios del creciente fértil hasta nuestros días la gente mata y muere por ideas, desde la España del Siglo de Oro («Al Rey la hacienda y la vida se ha de dar…») a las contemporáneas matanzas de musulmanes en Myanmar.

Solucionar la cuestión de quién está en posesión de la idea correcta, históricamente, se ha llevado a cabo a través de la herramienta más inesperada: la fuerza. Fuerza que se ha convertido en guerra abierta cuando el choque ideológico ha alcanzado los más altos niveles. Ciudadanos que no tendrían razón alguna para odiarse —«a mí ningún vietnamita me ha hecho nada malo» se dice que dijo Mohammed Alí (Cassius Clay) cuando se negó a servir al elército USA en la guerra de Vietnam— se matan con crueldad extrema cuando de solucionar sus diferencias ideológicas se trata.

No desprecies, pues, las ideas por extrañas que parezcaan: una idea ampliamente compartida es un poder difícilmente mensurable.

Los hombres que ven en la fotografía son Serge Krotoff (33) un parisino con antepasados rusos, Paul Briffaut (26) un vecino de Niza desmobilizado pero que conservó orgullosamente su uniforme, Robert Daffas (37) un parisino que mira a la cámara, Raymond Payras (22) nacido en Ceylán (sin gorra en la fotografía)…

Todos ellos pertenecían a la 33 Waffen Grenadier Division de las SS «Charlemagne» una división del ejército alemán compuesta por voluntarios franceses férreos anticomunistas. La foto se tomó el 8 de mayo de 1945 cuando la guerra había terminado para ellos y las tropas norteamericanas que les habían capturado les entregaron a las fuerzas de la «Francia Libre» que mandaba el General Leclerc.

Se cuenta que Leclerc les encaró y les llamó «traidores» subrayando que vestían un uniforme extrajero y que, en ese momento, desde el grupo de soldados uno le contestó: «Usted también viste un uniforme extranjero: el americano».

Y así era, el General Leclerc vestía el uniforme de las fuerzas armadas norteamericanas que fueron las que equiparon a los hombres de la División Leclerc, entre ellos los de «La 9», republicanos españoles que también vestían uniforme americano.

Se cuenta, aunque no está probado, que fue el propio Leclerc quien ordenó el inmediato fusilamiento de estos doce hombres. Lo que sí se sabe es que, de cuatro en cuatro, fueron pasando ante el pelotón de fusilamiento y que, de frente a sus compatriotas, murieron cantando La Marsellesa y dando vivas a Francia.

Inevitablemente, lector, tú tomarás partido desde tus creencias actuales y juzgarás como acertadas unas ideas y no las otras y juzgarás como plausibles unas conductas y no otras.

Para quienes formaron los dos bandos de esta historia no había duda alguna: sus ideas eran las acertadas y por esto se sentían legitimados para matar y dispuestos a morir.

Y todos lo hacían «por Francia».

Unos perfectos ignorantes

Unos perfectos ignorantes

La mente humana es, al mismo tiempo, brillante y patética. Hemos descubierto la energía nuclear, hemos curado la viruela y muchas otras enfermedades, hemos mandado naves a otros planetas e incluso fuera del sistema solar, pero, en el fondo, individualmente, somos unos perfectos ignorantes cuya supervivencia depende principalmente de los demás.

Un indio apache sabía procurarse alimento, confeccionarse ropa, construir su vivienda, domesticar caballos y pastorear pequeños animales; además tenía sus rudimentarios conocimientos de medicina, de la climatología, botánica y fauna de su entorno así como de determinados recursos minerales e hidrológicos y, en fin, era mucho más autosuficiente que cualquiera de nosotros.

Nosotros usamos un iPhone y nos sentimos sabios cuando desconocemos absolutamente cómo funciona ese cachivache.

Steven Sloman y Philip Fernbach en «The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone» nos cuentan cómo en un experimento se preguntó a un grupo de personas cuánto sabían de una cremallera. Todos respondieron que las usaban a diario pero casi ninguno mostró el menor conocimiento sobre los procesos que una cremallera llevaba a acabo para abrirse o cerrarse.

El ser humano, individualmente, es de una ignorancia supina y sólo cuando produce ideas en equipo alcanza los rasgos de genialidad que han llevado a nuestra especie a los confines de la galaxia —por arriba— y a conocer las más mágicas reglas de la física cuántica por abajo.

Por eso, ver a esos líderes —que no saben cómo funciona una cremallera— o a esas presidencias que mantienen en secreto todo cuanto hacen para reservarse para sí las parcelas de su miserable poder, me produce repugnancia.

La grandeza de una nación o de un colectivo jamás está en sus ignorantes líderes, sino en el conocimiento brillante y profundo de una sociedad que coopera.

Observa cuánto poder trata de acumular un individuo para sí y eso te dará la exacta medida de su estupidez.