La cultura como estrategia

La cultura como estrategia

¿Dónde estudiaron másteres en dietética las madres de los años 50 y 60?

Las vitaminas aún no se habían descubierto pero ellas se tomaban el tremendo trabajo de convencer a sus hijos de que había que comer fruta aunque les fuera en ello tener que coger un berrinche tremebundo y hacérselo coger a sus hijos.

¿Cómo sabían esas madres que era imprescindible para sus hijos comer fruta si aún nadie sabía qué era la vitamina C ni para qué servía?

¿Dónde enseñaron a las madres de los años 30, 40, 50 y 60 que era bueno cenar poco y que lo indicado era un hervidico de verduras?

No recuerdo que hubiese universidades para madres pero ellas preparaban hervidos y potajes porque había que comer verdura y, por la noche, mejor hervidos. Y, sin saber distinguir la proteina de los hidratos de carbono, si veían que sus hijos e hijas habían jugado mucho al hervido añadían un huevo duro que hacía de este un complemento perfecto.

¿Quién enseñó a esas madres de siglos pasados a sacar adelante así de bien a sus hijos?

Yo sé que muchos me lo discutirán pero eso se llama cultura.

Cada especie animal ha elegido o seleccionado unas armas específicas para sobrevivir: la velocidad, la resiliencia, la fortaleza… Ya les dije hace poco que el pulpo era uno de los animales más inteligentes que puede uno encontrar pero… Las madres ponen los huevos y los olvidan de forma que los pulpos recien nacidos deben volver a inventar todo aquello que su madre aprendió en vida.

Los seres humanos, en cambio, hemos hecho de la cultura nuestra gran arma evolutiva. Las madres de hace cincuenta años quizá no supieran lo que eran las vitamimas pero miles de generaciones de madres antes que ellas habían ido aprendiendo qué era bueno y qué no para sus hijos y ese conocimiento, depurado de generación en generación, hizo que ellas supieran exactamente lo que necesitaban sus hijos y si, para que lo comieran, habían de llevarse un cabreo se lo llevaban pero el niño o la niña comerían fruta… Si la había.

Muchos siglos después médicos eminentes llegaron a la conclusión de que la mejor dieta para el ser humano es esa que diseñaron nuestras madres —dieta mediterránea creo que la llaman ahora— y que buenos aceites, pescados azules y otros alimentos denostados, son en realidad la base de una buena alimentación. Ellas ya lo sabían, los científicos tardaron mucho en entenderlo.

Y sí, eso que hacen las madres se llama cultura y esa fue la estrategia que un mono indefenso eligió para sobrevivir frente a animales más fuertes y tuvimos suerte (hubo momentos en que apenas quedaron unos pocos seres humanos en el mundo según dice nuestro ADN) porque nuestra estrategia funcionó.

Estos mo os indefensos hijos de madres sabias, además, fuimos muy buenos cooperando los unos con los otros. No les voy a hablar del abrazo de la cooperante al inmigrante que dio lugar a grandes polémicas hace poco, me voy a remontar más lejos, hace ya casi quince años, cuando una patera llegó en verano a una playa de Matalascañas empetada de veraneantes sevillanos. Una bebé que había llegado en la patera lloraba desconsolada, los servicios médicos pensaban que era un problema de nariz pero una sevillana rubia y guapa que estaba en periodo de lactancia no necesitó de diagnósticos, miles de años de evolución le decían lo que pasaba, y se acercó a la niña al pecho y los lloros se acabaron. Antes de criticarme por contar esto sepan una cosa: la especie humana es la única que amamanta a crías ajenas, ningún otro simio lo hace y no es fácil que las madres dejen su cría a otra hembra. Los humanos, en cambio, cuidamos de nuestra prole como si fuese propia y, si tuviese tiempo, les contaría hoy cuánto ha influido eso en que seamos como somos.

Por eso, cuando ahora veo niños que se llaman Jeniffer o Stalin (y discúlpeme si ese es su caso) me preocupo porque pienso que los padres de ese chico, igual que han cambiado las costumbres en los nombres, quizá hayan cambiado su cultura por la que ven en los anuncios de la tele o de internet y sus zagales, en vez de cenar fruta gracias a una madre o un padre enfadados, ahora cenen McNuggets o tomen de postre cualquier porquería.

Y ahora no sé bien por qué les cuento todo esto…

Bueno sí, porque esta noche toca hervido para cenar.

Deliciosamente nauseabundo

Deliciosamente nauseabundo

Hoy he visto que en mi tienda de cabecera tenían colocado en lugar visible este queso y le he preguntado a la muchacha.

—¿Ese queso está bueno?
—Está en promoción. Esta hecho por ahí, por la parte de San Javier, creo que en Mirador.
—¿Queso en San Javier? No sé, no sé… Anda, dame medio queso que lo cate y mañana te doy mi opinión cualificada…

Yo, como soy vernáculo, de siempre he preferido la cabra a la oveja, por ser más rebelde, más montaraz, menos borrega y más de la zona; también valoro que el cuajo sea vegetal y de cardo, pues es la costumbre de esta zona y a mí las cosas me gusta que sean armónicas histórica, geográfica y culturalmente hablando.

Queso crudo de oveja en el Mirador… Me he temido lo peor, pero todos mis temores se han disipado al desenvolverlo y percibir un inconfundible olor a pies que hacía años que no sentía. La última vez que sentí este repugnante olor fue hace muchos años cuando mi primo Javier se quitó las calcetas tras jugar un partido de fútbol.

Por Zeus, el olor era maravillosamente nauseabundo y en la boca, mantecoso y sápido, una gloria.

He tenido que guardarlo bajo siete llaves consciente de que puedo zamparme todo el medio queso comprado de una sentada.

Joder con los de El Mirador.

«Ruperto» le llaman al queso. Voy a pedir que me presenten al jefe de marketing…

Los nombrecicos que les ponen ahora a los quesos.

Utiel-Requena

Utiel-Requena

La vida es un vino amargo,

dulce en jarra compartida:

que los que nadan pa’ dentro

se ahogan solitos en vida.

Horacio Guaraní. «Volver en vino».

Hace unos días mi amigo Miguel me trajo unas botellas de vino y, en especial, me encareció el consumo de una, de la parte de Utiel-Requena, que contenía vino fermentado en ánfora; es decir, en vasija de barro.

Desde que Pasteur descubriese que la conversión del mosto en vino no se debía a ningún proceso mágico sino a una serie de complejos procesos químicos, los científicos (y no los agricultores ni los bodegueros) han ido tomando el control de estos procesos, de forma que los confinan en recipientes superhigiénicos como el acero inoxidable donde pueden controlar todas las variables que intervienen en el proceso. Cualquier día harán la fermentación en matraces de pyrex, si es que no lo han hecho ya.

A mi no me parece mal, pero tampoco bien del todo; desde que los químicos se han hecho cargo de los procesos, la vinificación se parece a estos procesos químicos tanto como hacer el amor se parece a una fecundación in vitro. Y no es que yo me queje, pero es que hay cosas que cuando las programas, las agendas y las procedimentalizas, como que pierden su encanto. Yo no sé si estos bodegueros o enólogos higiénicoinoxidables le pedirán a su novia un certificado de sanidad antes de declararles su amor vitrohigienizado pero, visto lo visto que hacen con el vino, no me extrañaría. Tengo mucho respeto a los científicos pero —y que dios me perdone— yo jamás me haría novio de una química de estas.

Fermentar en barro es cutre, pero mola, mola mucho. La humanidad ha fermentado en barro durante 6.000 años y le ha ido bien ¿Quién tiene nada que decir?

Los galos inventaron los toneles y cuando los romanos los vieron se quedaron anonadados por lo magníficos que eran como continente para cualquier producto pero… Son caros, muy caros, comparados con unos pegotes de arcilla con los que hacer una tinaja son carísimos. Y es por eso que en Valdepeñas, La Mancha, Utiel-Requena y en medio mundo los seres humanos siguieron fermentando su vino en barro. ¿No recuerda usted esas gigantescas tinajas de barro de la Mancha, en cuyo interior puede jugarse un partido de fútbol? Pues a eso me refiero.

Los romanos fermentaron en barro y, aprovechando que el barro es permeable a aromas exteriores, ahumaron sus ánforas con vegetales diversos para comunicarles los más extraños aromas. En Valdepeñas o La Mancha fermentar en barro ha sido una seña de identidad y ahora, en Utiel Requena, han fermentado este vino así para que yo me lo beba.

Pueden imaginar que, tratándose del regalo de un amigo, he pensado bastante sobre cómo consumir este vino y, tras darle vueltas a la mollera, me he decidido a hacer un completo valenciano; es decir, arroz de menú y vino de Utiel Requena de acompañamiento. La uva bobal le va bien al arroz y, si no le va, al menos es su compatriota y allá se entenderán.

La uva bobal, seña de identidad valenciana, tenía fama de suave y poco alcohólica, y yo aún recuerdo a un viejo guardia civil, que tras cuatro años de andar dando campanazos por las sierras de Utiel Requena a cuenta de un tal José Corredor, me dijo:

—Mira Pepito, el vino de Utiel Requena es tan suave que yo, tras cuatro años de andar por esos montes, jamás he necesitado beber agua.

Claro que esos guardias civiles no son como los de ahora, aquellos guardias civiles se hacían un arroz en el monte con la carne de una ardilla que habían cazado del disparo de un Mauser (pruebe usted a hacerlo si le parece fácil, pruebe) vestían tricornios inverosímiles, capas y guerreras que no se parecen en nada a ese atuendo actual que me llevan, que si les quitas el rótulo «Guardia Civil» de la espalda y les pones «Servicio de Limpieza» o «Electricidad Martínez», te lo crees.

Pero no, desmintiendo al guardia de que hablo, este vino de Utiel Requena que pruebo hoy es un muchacho de 13’5⁰ del que no se debe abusar, astringente como buen hijo de su madre bobal y perfecto para acompañar a este arroz que, al tiempo que acabo estas lineas, está ya casi difunto.

¡Viva la fermentación en barrica y vivan las noches y las tardes de pasión!

De fermentaciones en matraces e inseminaciones in vitro siempre estaremos a tiempo.

Antes démosle gusto al cuerpo.

Del mismo Reus

Del mismo Reus

En mi libro de lectura de 4⁰ de primaria descubrí muchas cosas. Descubrí, por ejemplo, que un texto no era solo un conjunto de palabras que memorizar o estudiar —como hacía con «El Parvulito» o la «Primera Enciclopedia» de Álvarez— sino que podía ser algo divertido, algo que me hiciera reir a carcajadas o emocionarme. En ese libro de lecturas («Selección» se llamaba) aprendí a describir interiores con Blasco Ibáñez, exteriores con Pereda, situaciones con Armando Palacio Valdés o caracteres con Ramón Pérez de Ayala. Trozos de La Barraca, Peñas Arriba, La Hermana San Sulpicio o Trigre Juan formaban parte del libro junto con muchas más.

Cierta tarde que leí en clase, por primera vez, un diálogo entre una señora, su marido y el dependiente de una camisería me dí cuenta de lo divertido que era y volví a casa contando los minutos para leerles a mis padres ese mismo fragmento esperando verles desternillarse de risa al leérselo yo.

En ese libro también aprendí que hay idiomas que no son el castellano y en los que las palabras no se pronuncian como se escriben, sino de forma distinta. La acción de aquel fragmento transcurría en un tren donde un viajero catalán, un tal Puig, se encontraba con un paisano de Reus («del mismo Reus», decía Puig) con quien compartía butifarra y ojén.

Ese día me tocaba a mí leer en voz alta y, con todo mi vozarrón de nieto de un torpedista sordo, al llegar al nombre del viajero leí con toda claridad y decisión «Puig», así como suena.

La señorita Ursulina (así se llamaba la pobre mujer que nos desasnaba) me detuvo y me corrigió: «ese nombre se lee «Puch», es catalán». Memoricé el asunto y seguí leyendo pero, desde entonces, en mi subconsciente el colmo de la catalanidad es llamarse Puig y ser vecino de Reus. A mí, en aquella época, Reus me parecía un lugar situado casi en los Pirineros, al norte, muy al norte, y lleno de butifarras y embutidos… Hasta que, para mi fortuna, supe que Reus está al sur de Cataluña y que de lo que está lleno es de vermú y avellanas.

Hoy, mientras se cuece la coliflor y la lavadora acaba de centrifugar, me acuerdo de los muchos amigos y amigas que tengo en Reus y, naturalmente, me estoy apretando un vermú del mismo Reus.

Como el señor Puig.

Los pulpos mueren por incultos

Los pulpos mueren por incultos

El pulpo, señoras y señores, es uno de los animales más inteligentes de la biosfera y así lo acreditan infinidad de experimentos realizados por zoólogos de todo el mundo. El pulpo, por sí solo, es capaz de resolver problemas, abrir puertas, salir de laberintos, abandonar el agua y salir al exterior si es preciso… En fin, que el pulpo podría ocupar sin problemas un escaño en el Parlamento Español si ser diputado dependiese, en exclusiva, de la inteligencia.

Pero entonces —me preguntarán— ¿como es que siendo tan listo ese pulpo ha acabado aliñado en tu plato esta noche?

—Por inculto, debo responderles.

El problema del pulpo (como el de muchos prebostillos nacionales) es la incultura. Un pulpo a lo largo de su vida puede aprender muchas cosas pero todo lo que aprende muere con él. El pulpo (o la pulpa) ponen sus huevos y los abandonan a su suerte, los pulpillos que eclosionan no tienen madre que, zapatilla en mano, les oriente y les haga entrar en la mollera todo lo que deben aprender. Cada uno de los recien nacidos pulpos, como Sísifo, debe empujar de nuevo su piedra hacia la cumbre.

El secreto de los mamíferos en general y del ser humano en particular es que, a los conocimientos instintivos de que les dota la naturaleza, añaden los que les transmiten principaente sus madres, seres con quienes conviven durante toda su infancia. En el caso de los humanos una infancia larguísima ha favorecido la transmisión cultural de madres a crías.

El mono humano no es tan listo como creen, cualquier chimpancé nos gana en la tarea de memorizar números —si no me creen pónganme un comentario y les devolveré algún video que les dejará estupefactos— pero hemos evolucionado de tal forma que, más que homo sapiens, somos homo culturalis y hemos hecho de la cultura nuestra arma definitiva para evolucionar. Lo que un hombre aprende pronto lo aprende toda la humanidad y se aprovecha de ello aunque no lo entienda.

Antes esta herramienta evolutiva —la cultura— estaba en manos de las familias pero, poco a poco y según avanzaban las tecnologías de la información, la cultura familiar se amplió a la contenida en manuscritos, libros, soportes externos de información como discos y películas, programas de ordenador, videojuegos… Y ahora las familias comparten con Disney, Fornite, Marvel o Netflix el equipamiento cultural de nuestros hijos e hijas.

Y ¿Eso es bueno o malo?

Ni bueno ni malo, sólo es peligroso, porque abdicar de la función cultural de la familia es dejar la evolución de tus hijos en manos de entidades que no se mueven por el bien de ellos, sino única y exclusivamente por el ánimo de lucro y, lo que es peor, les dejarás a estas entidades definir el futuro en el que tus hijos e hijas vivirán.

No, no puedes abandonar, como los pulpos, el cuidado de la cultura de tus crías a su suerte porque, si así lo haces, algún día los niños así criados acabarán sirviendo de cena de algún plutócrata desaprensivo.

Por incultos. Como este pulpo.

La Semana Santa y Mesopotamia

La Semana Santa y Mesopotamia

Aunque muchas veces les cuento que todo empezó en Mesopotamia, algunos de ustedes —lectores descreídos— aún no acaban de admitirlo. Así que hoy, que ya se va oliendo a primavera, voy a dar una vuelta de tuerca más en mis argumentaciones y voy a demostrarles que la semana santa (sí, la semana santa) también la inventaron los habitantes de aquel lugar y, por supuesto, mucho antes del nacimiento de Cristo. Ahí es nada.

Lo primero en que tenemos que fijarnos es cuándo se celebra la semana santa. ¿Lo sabe usted? ¿No? Pues tranquilo que ahora mismo se lo explico.

Las fechas y festividades de la semana santa se fijan teniendo en cuenta el día en que se celebra el Domingo de Resurrección y ¿cómo se decide qué domingo es el Domingo de Resurrección? Pues… De la misma forma que acadios, babilonios, asirios y persas lo hacían: mirando a la luna.

Los meses no duran entre 28 y 31 días por casualidad, ni es casualidad que las semanas tengan siete días, esto es así porque en la vieja Mesopotamía los meses se computaban según el ciclo de la luna y, durante este, se distinguían cuatro momentos fundamentales, las lunas nuevas, las lunas llenas y las medias lunas de los cuartos creciente y menguante. Un ciclo de 28 días dividido en cuatro cuartos, según las fases de la luna, nos arrojan cuatro períodos de siete días (nuestras semanas) al cabo de cada una de las cuales hay una fase siginificativa del ciclo lunar (luna llena, nueva, creciente o menguante) que los mesopotámicos designaron con la palabra «Shabatu» una palabra que, traducida, significa «cesar», «parar» o «barrer». En esos días, necesariamente, había que dejar de trabajar pues, por razones astrológicas, no eran aptos para hacer nada.

El puebo judío, esclavizado en Babilonia del 597 al 538 AEC, hizo suya está costumbre del «Shabatu» y hasta hoy día el calendario hebreo conserva el importantísimo «Shabat» (rito básico de su fe pero copia reelaborada del viejo «shabatu») así como el cómputo lunar de los meses.

Nosotros, ciudadanos occidentales, también celebramos el shabatu mesopotámico (nuestro Sábado, Saturday, Samedi…) y, aunque nuestros meses ya no son lunares, nuestras semanas siguen siendo esos períodos de siete días que los mesopotámicos establecieron.

¿Y por qué hay una semana santa?

Para los mesopotámicos la semana en que el año comenzaba era especial y la celebraban de formas que aún hoy día se celebran multitudinariamente en Iran, Turquía, Uzbequistán y en todas aquellas regiones que un día fueron parte de Persia: el «Nouruz» o año nuevo persa.

En el Nouruz las gentes se disfrazan para que la mala suerte no les reconozca en el año entrante, celebran fiestas, beben en abundancia, se hacen regalos y, en general, todo es motivo de fiesta y alegría. Esta celebración ha pervivido y aún en países dominados por el Islam se celebra de forma multitudinaria (si no me cree googlee «Nouruz») y, claro, como no, también por los judíos.

Vale, muy bien, pero ¿cuándo comienza el año en Mesopotamia?

Pues, cuando debe de ser: cuando todo renace, resucita y vuelve a la vida, con la primavera.

Aclaremos los conceptos: la primavera comienza cuando se produce el llamado «equinoccio de primavera» (cuando día y noche duran exactamente lo mismo) y, el primer mes del año mesopotámico, comienza con la primera luna llena de primavera. ¿Lo entiende? Es primero de año la primera luna llena de la primavera. Ahí comienza el año mesopotámico.

¿Y cuándo es domingo de resurrección?

Pues lo mismo: es Domingo de Resurrección el primer domingo después de la primera luna llena de la primavera. Si no me cree busque los decretos eclesiásticos que fijan la semana santa o compruebe usted como, este año, el equinoccio de primavera es el día 20 de marzo —Sábado— y que la primera luna llena tras él se produce el domingo 28 de marzo —Domingo de Ramos—, razón por la cual el domingo siguiente —primer domingo TRAS la primera luna llena de la primavera— es Domingo de Resurrección.

Y ¿cuándo es la pascua judía? Pues básicamente lo mismo: la primera luna llena de la primavera y esto es así simplemente porque es lo que el pueblo judío aprendió durante su cautiverio en Babilonia, asociándolo luego a la fiesta en que conmemoraban su salida de Egipto. De hecho, aunque los israelitas computan el año a partir del domingo 7 de octubre del año 3760 a. C., fecha equivalente al 1° del mes de Tishrei del año 1 (fecha del primer día de la creación) la Biblia Hebrea computa el año a partir del 1 del mes de Nisán (los nombrecitos de los meses son también mesopotámicos) que no es sino la primera luna llena de la primavera de cada año. Para la Biblia Hebrea los años comienzan el 1 de Nisán, es decir, con la primera luna llena de la primavera.

Bien, ahora que ya sabemos por qué la Pascua Judía, la Pascua Cristiana y el principio de año mesopotámico coinciden y ahora, estoy seguro, que ya sabrá usted por qué TODAS las semanas santas que usted haya vivido las ha celebrado mientras en el cielo una inmensa luna llena preside las celebraciones. No es casual, esto lo inventaron hace 5000 años en Mesopotamia (como todo) y nosotros no hacemos más que celebrar, de forma reelaborada, ese rito.

Los judíos, sin embargo, comienzan a celebrar el principio de año dos semanas antes de la luna de Nisán, es decir, los días 14 y 15 del mes de Adar (el último mes de su año mesopotámico) y lo hacen mediante una festividad llamada «Purim», donde reina la alegría. Lo malo es que esta festividad de «Purim» pues, también tiene significado mesopotámico y halla su fundamento en el controvertido «Libro de Ester», el cual forma parte de las Biblias hebrea y cristiana.

Vaya por delante que ninguno de los nombres de los principales protagonistas del libro es hebreo, pues ni el malvadísimo Amán, ni Mordekay ni Ester son nombres judíos.

Ester no es un nombre judío, sino mesopotámico, y se corresponde con el de la diosa Istar (en las lenguas semíticad las vocales no se escriben de forma que Ester e Istar se escriben igual —STR—) al igual que el del otro protagonista del libro, el judío «Mordekay» o «Mardokeo», cuyas consonantes —MRDK— son las del supremo dios «Marduk». Curiosamente en el libro de Ester no aparece ni una sola vez la palabra Yahweh, Jehowah, o Dios y, se especula, con que el libro fuese no Yahwista sino más bien conforme con la importante comunidad de judíos adoradores de la diosa madre.

En fin que esta fiesta de Purim, que se celebra el 14 de Adar, tiene también su antecedente mesopotámico (como todo, obviamente) y es fiesta de alegría, de disfraces —recuerden Nouruz— de dar limosna, de repartir comida y de beber vino y licores.

Y en este punto (como conozco a muchos de mis lectores y sé que les gusta el pitraque) déjenme aclararles cuándo y hasta qué punto se puede consumir vino y licores.

El cuándo se responde pronto: hoy estamos a 11 de Adar, luego este Viernes será 14 de Adar, fecha de la celebración. Si quiere hacer el Mardokeo o Mordekay este fin de semana es su momento. Prepare regalos, comida y su hígado porque el punto exacto hasta el que puede beber se lo digo ahora.

El punto exacto también tiene su límite en el muy mesopotámico libro de Ester: puede consumirse vino hasta que en sus entendederas se confundan los nombres del malvado Amán y el bueno de Mordekay. Es decir que, o mucho me equivoco, o se puede coger una folloneta considerable.

Y… Hablando de vino, hoy me he gobernado para comer este vino manchego, «Canforrales», en el establecimiento del Callejón de Campos que regenta José, un contumaz manchego ejerciente. El vino es un varietal de Syrah que, como todo, también me conduce a Mesopotamia pues es esta uva la que se cultivaba allí en la época en la que el hijo de un carpintero de Nazaret celebró su última Pascua, bajo la luna llena de Nisán, poco antes de que fuese ajusticiado por los romanos.

Fue el principio de una nueva era y de un nuevo calendario: el nuestro.

En fin, a su salud, hoy la Mancha ha de devolverme sabores de hace dos mil años, casi los mismos que trece hombres saborearon una noche bajo la luna de Nisán.

Vino dorado

Vino dorado

Hoy he probado el vino blanco de uva merseguera que compré hace unos días y, como les prometí contarles mi experiencia, aquí lo hago.

Vaya por delante que el vino es correcto y que —sin duda— lo prefiero a otras marcas más conocidas en la localidad pero, para serles franco y en honor a la verdad, debo hacerles unas consideraciones adicionales para las que me vendrán muy a propósito ciertos datos que me facilitó no hace mucho mi amigo Joaquín ( Tito Quino ) pues, en la cita que hizo a propósito de los cartageneros vinos del Plan, se les caracterizaba como blancos «rancios» y es en esa palabra donde quiero detenerme.

El adjetivo «rancio» —generalmente peyorativo— aplicado a los vinos, en cambio no lo es. Un vino es «rancio» debido a procesos oxidativos buscados deliberadamente y, conforme a lo dicho, a un vino «oloroso» de Jerez podríamos adjetivarlo de «rancio» por los procesos oxidativos que ha seguido y no creo que nadie dude de su calidad.

Recuerdo que siendo yo joven —sí, los zagales de mi generación bebíamos vino en la taberna de Paco El Macho— le pregunté a un sedicente entendido que por qué despreciaba el vino de esa bodega y me dijo: ese vino «no vale ná», ese vino dorado «está oxidado».

Hoy sé que lo que no me supo decir es que ese vino era un vino rancio, como el rancio de Rueda, el oloroso seco, el «pajarilla» de Aragón o el solera seco de Málaga. Creo que les conté no hace mucho mis experiencias en Rueda y cómo me sorprendió que la gente de allí prefiriese el vino rancio de la localidad a sus famosos blancos.

Y ahora, volviendo al blanco de Merseguera que acabo de probar debo reconocer que es un blanco bueno pero… No es rancio.

Y, para quien hizo de su pubertad y adolescencia un ir y venir de la Cofradía California a la taberna de Paco El Macho, un blanco normal no sacia su sed, porque, lo queramos o no, los hijos de los 60, de Gagarin y Laika, del Mayo Francés y la Guerra de Vietnam, de la Conquista de la Luna y la Transición, somos rancios y tenemos el paladar rancio y no estamos para blancos finústicos.

Y aunque nuestras compañeras de generación, valientes, auténticas y carne de bar como nosotros, también le daban al vino rancio yo aún las miro y no las veo oxidadas en absoluto, las veo auténticas, como el vino que servía Paco El Macho.

Un día les hablaré de este hombre y de su taberna al final de la Calle del Cañón y la Calle del Aire.

El alimento que nos hizo humanos

El alimento que nos hizo humanos

Ayer les conté algo que es y no es exacto al mismo tiempo. Les dije que «homo sapiens» (nuestra especie) tenía 300 mil años y esto es verdad, pero sólo si atendemos a sus características físicas. Los que entienden de esto, además de a las características físicas, atienden a las características mentales de la especie y, la verdad, en esos hominidos de nuestra especie el llamado «pensamiento humano» no aparece sino hasta hace unos 165.000 años en un lugar de África del Suroeste llamado «Pinnacle Point».

¿Qué fue lo que hizo que un simio con forma humana comenzase a pensar de forma humana?

Los científicos debaten sobre esto pero cada vez se abre paso con más fuerza una hipótesis más que razonable: su dieta.

En Pinnacle Point los hominidos con forma humana y pensamientos no humanos comenzaron a alimentarse de moluscos y productos del mar y ese aporte alimenticio fue decisivo para que apareciesen capacidades cerebrales antes inexistentes.

Así pues el mar nos hizo humanos.

Hay científicos que van mucho más lejos y, observando la extrañísima morfología del mamífero humano y algunas de sus más insólitas características, han lanzado una hipótesis perturbadora.

Déjenme que les haga un par de preguntas: ¿Conocen algún mamífero que, como el ser humano, no tenga el cuerpo cubierto de pelo?

Sin duda conoce muchos: ballenas, delfines, leones marinos, morsas… Pero, si se fija, todos los animales citados son mamíferos marinos ¿Será acaso el hombre un mamífero marino?

¡No! Dirán desde el otro bando, ¡el elefante y el rinoceronte son mamíferos y tampoco tienen pelo!. Buen intento, pero no sirve, el antepasado cercano de elefantes y rinocerontes fue también, sí, un mamífero marino.

Y entonces ¿Por qué andamos sobre dos piernas y no nadamos?

Bueno, seguro que usted lo sabe, los bebés recién dados a luz saben nadar y bucear espontáneamente y de forma natural; aunque no saben andar y… Piense un poco ¿Cuándo todos los simios del mundo se ponen sobre dos piernas y bipedestan? Pues… Cuando cruzan un cauce de agua o se encuentran en un entorno acuático. Si un simio pesca en un lago con el agua a la cintura no dude que permanecerá en bipedestación…

¿Sugerente verdad?

Bien, contado lo anterior entenderán por qué hoy me he ido al mercado de Santa Florentina y me he gobernado unos buenos trozos de emperador y de lecha, porque si a los simios de Pinnacle Point les sirvió no veo porque no han de servirme a mí. Siento que a veganos y vegetarianos les chafe un poco el discurso este asunto de comer peces y moluscos, pero también nosotros algún día seremos alimento de malvas y bacterias y no veo razón por la que yo hubiese de echarles nada en cara.

Hoy toca pescado: el alimento que nos hizo humanos.

Caviar chumbo

Caviar chumbo

Yo los he visto y ellos me han mirado…

—¿Qué precio lleva la bandejica de higos chumbos?

—Seis cincuenta…

—¡Pero pijo! ¡Si eso es precio de caviar!

—Es que son de retallo y eso es más caro…

—¿De retallo? Fijo que están boticarios…

Obviamente no estaban boticarios, su pinta era cojonuda, pero es que a mí pagar por los higos de pala se me clava en los entresijos. Por los higos de pala se trabaja, pero no se paga.

Uno se va al campo y busca una palera, coge los higos conforme a su técnica preferida para evitar las «punchas» (la mía era la del vaso de danone), y los mete en un cubo con agua para comérselos de desayuno.

No los he comprado, cada higo salía a un euro y pico…

—Sin pelar a 5,50…

—¡Otra barbaridad!

La mujer del puesto me ha mirado con un gesto como de entre pena y comprensión. No debo ser el primero entre los de mi edad que no acabe de entender que los higos de pala vayan tan caros: los zagales de mi edad jamás pagamos nada por un higo de pala.

La cosa era que, en el campo, todas las fincas tenían una palera que, las más de las veces, la familia que moraba en la casa usaba de excusado o letrina. Las paleras crecían fuertes y exhuberantes. Nadie te ponía pegas si aparecías por allí con tu cubo a coger higos, había de sobra y si eras chiquillo hasta te ayudaban y todo las personas mayores a coger los más altos.

Luego, tras meterlos en un cubo con agua fría, te los comías mientras rezabas el Salmo 33 de San Isidoro de Cartagena que decía:

«Buenos días, higo chumbo,
amigo de mi navaja;
te corto cabeza y culo,
enmedio te hago una raja
y te mando al otro mundo»

La gracia consistía en dar con la navaja los cortes a la piel del higo coordinadamente con el rezo de la jaculatoria, al tiempo que te lo zampabas no bien rezabas lo de…

«…y te mando al otro mundo.»

No he podido pagar 6’50€ por la media docena de higos, no por el dinero en sí, es que se me clava en el alma tener que pagar por estas cosas… Pero debo rendirme. Las pobres paleras han pasado una epidemia muchísimo más mortal para ellas que el Covid para nosotros, la administración renunció a ayudar a los poseedores de paleras porque, según ella, eran una «planta exótica».

Joer, en Cartagena «exótico» es un castaño, que yo no vi el primero hasta hacer mi primer Camino de Santiago… Pero ¿una palera exótica? ¡Coño! ¡Si en los belenes hasta el tío que caga lo hace detrás de una!

Pues nada, con el rollo de que las paleras son «exóticas» han dejado morir a muchas de ellas y, claro, ahora los higos de pala van a precio de bitcoin. Una lección más.

Una lección más para que disfrutemos de esas cosas que son baratas pero sabrosas como las más caras viandas. Y si no escuchen: el día que escaseen las sardinas pagaremos por media docena de sardinas asadas lo mismo que por una cena en un tres estrellas Michelin.

Y si no, al tiempo.

Albóndigas

Albóndigas

Me cuesta tanto aburrirme que, a veces, he deseado poder experimentar esa sensación.

Vivo solo, pero eso no es óbice para que me pase el día hablando conmigo o con gente a la que aprecio aunque no estén a mi lado. Hoy, tras hablar conmigo mismo un rato, he acabado hablando con mi amigo Aurelio y todo a cuenta de estas albóndigas que ven en mi plato. La causa de mi disputa de hoy con él es la incapacidad de euskéricos y castellanos viejos de pronunciar algunas cosas. Sus respuestas a mis preguntas no son más que una forma de preguntarme y responderme yo mismo, ya lo sé, pero este tipo de conversaciones son mucho más interesantes si tu oponente tiene una personalidad distinta a la tuya.

El caso es que hoy me he gobernado unas albóndigas para comer e, inmediatamente, he caído en la cuenta que estas al-bóndigas habían de ser un regalo árabe. He confirmado mi certeza tras breve investigación pero, mucho más interesante, he averiguado que los árabes tomaron el nombre de las al-bóndigas (albúnduqah) del nombre griego de unas avellanas que se criaban en el Mar Negro, el Ponto Euxino por su nombre en el siglo (en aquel siglo, claro) y que, naturalmente se llamaban «pónticas» lo que dio origen a la palabra árabe «bundiqa» o «bunduqa». ¿Por qué les llamaron los árabes «búndiqa» y no «póntica»? Bueno, por una razón simple, el idioma árabe odia la letra «p».

No, no se rían, el árabe odia la «p» de la misma forma que el chino o el francés odian nuestra «rr». Trate usted de decirle a un chino o a un francés que pronuncien «Roma» y ya verán la risa. Pues lo mismo le pasa a los árabes, que no pueden con la «p» y por eso el viejo elefante indio (pil) trató de ser «al-pil» en árabe, pero no pudo y acabó en «al-fil», y con la «al-póntica» pasó lo mismo, que acabó siendo «al-búndiqa».

A los vascos y castellanos viejos les pasa lo mismo que a los árabes pero con la «f». Le tienen tirria, les molesta pronunciarla, y por eso prefieren poner una «h» muda donde cualquier lengua romance como dios manda tiene una «f». ¿Que usted come «fabas» en Valencia? Pues habas en castellano. ¿Que usted es capaz de «facelo» en gallego? Pues en castellano no sería capaz de «hacerlo».

Llegado a este punto, necesariamente, tenía que discutir con mi amigo Aurelio pues los castellanos viejos no solo odian la «f», como los vascos, sino que además odian las palabras agudas. Esta manía de colocar la sílaba tónica en este sitio u otro no es manía exclusiva de los habitantes de las Merindades; si se fija, casi todas las palabras francesas son agudas, es decir, están acentuadas en la última sílaba y, supongo que por joder más que por otra cosa, a los castellanos les domina la enfermedad de las palabras llanas, es decir, acentuadas en la penúltima sílaba.

No ya es que las palabras castellanas sean mayoritariamente llanas (igual por eso se llama caste-llano) sino que en el país de Las Merindades hasta las palabras agudas las pronuncian llanas.

Hay en el país del que les hablo, Las Merindades, un pueblo que fue bautizado en honor del primer y mítico juez de Castilla, Laín Calvo, y que, por esta causa se llama Villalaín. Pues bien, ni mito, ni juez, ni ortografía de la Real Academia valen un higo en ese país pues el pueblo, los comunes, le llaman Villaláin, acentuado en la «a» para que el nombre en vez de agudo sea llano castellano.

Casi la tengo con Aurelio a cuenta de esto pero tampoco era cosa de que llegase la sangre al Nela y como, a esas alturas del debate, ya me había zampado yo las albóndigas —que eran de bacalao y estaban cojonudas, dicho sea en estrictos términos de defensa— he terminado la conversación conviniendo que cada uno hable como le salga de las al-bundiqas, pues, si según la RAE ya se puede escribir «almóndiga» lo mismo que «albóndiga» ¿quién soy para meterme con cómo quieran pronunciar las cosas en Castilla o en su cabeza y capital Las Merindades?

Hecha la paz he rebañado el plato de albóndigas hasta dejarlo limpio y he pasado al postre.