Fue por culpa de la metátesis endémica del oriente cartagenero que a Ginés acabaron llamándole «El Luchacos». Bueno, no sólo fue culpa de la metátesis, también de que el chaval flipaba de pequeño con las películas de Bruce Lee y Kung Fu y, en los cambios de clase, se dedicaba a practicar con armas tradicionales de las artes marciales.
No bien se iba el profesor del aula, Ginés se ponía frente a la pizarra armado con su nunchaku y comenzaba a ejecutar series de movimientos que solo terminaban cuando entraba el profesor de la clase siguiente y le aplicaba un «uchi waza» (golpe con la mano abierta) en el cogote. Otra forma de terminación del entrenamiento —la más celebrada por los compañeros— era que Ginés perdiese el control del nunchaku y uno de los palitroques le golpease en alguna parte de su cuerpo. Si el palitroque descontrolado acertaba a dar en la entrepierna el respetable lo celebraba con ruidosas carcajadas mientras Ginés se retorcía de dolor en el suelo, una escena muy apreciada por la crítica más exigente.
Ginés era canijo y, cuando vas camino de la adolescencia y eres hombre en un barrio marginal, no quieres que nadie te tome a broma; fue por eso que Ginés optó por curtirse en las suertes del kung-fu y en el manejo del nunchaku, razón por la cual en el barrio le conocían como «El Luchacos».
Su adicción a la heroína vino más tarde y, para el tiempo en que ocurrió la historia que les voy a contar, la salud del Luchacos estaba ya totalmente minada por la droga.
Yo le conocí una mañana en que «El Luchacos» había salido de prisión totalmente rehabilitado gracias a la conocida eficacia del sistema penitenciario español. Tan en el buen camino estaba que se decidió a trabajar para ganar dinero y comprar droga —la carne es débil— y, no bien encontró una jeriguilla usada, se dispuso a trabajar en lo que mejor sabía hacer: sirlar.
Se apostó tras una esquina dispuesto a asaltar al primero que la doblase pero, para su desgracia, el primero que la dobló fue Conan el Bárbaro o, al menos, eso fue lo que le pareció al Luchacos.
De pelo negro zaino que le caía hasta los hombros, Conan era lo más parecido a un toro de lidia que había visto Ginés el Luchacos en su vida; con casi dos metros de altura y muchas, muchas, arrobas de peso, Conan era un burel vareado, musculado y con trapío; Ginés, al lado de aquel Conan, era algo así como una chotacabra frente a un Mihura.
La cosa no salió bien.
Ginés, pundonoroso, esgrimió su jeringuilla frente a Conan y le dijo lo de «dame lo que tengas»… lo malo para Ginés fue que, lo que Conan tenía para darle, era un mantecado de 5 kilotones con onda expansiva y radiación de 10.000 Roentgens.
Afortunadamente el despacho se hizo con la mano abierta, pues, de haber cerrado Conan el puño, el frágil cuerpo de Ginés no hubiese sobrevivido al golpe. Aún y así, tras ejecutar un doble tirabuzón carpado por efecto del jetazo, los huesos de Ginés cayeron inertes en la acera.
Conan, que era un hombre de orden, lejos de recrearse en la suerte, optó por llamar a la policía que, pocos minutos después, se personó en el lugar de los hechos y recogió del suelo al Luchakos y a los restos del mantecado que aún llevaba adheridos. Quedó detenido y 24 horas después fue puesto a disposición judicial.
La declaración del denunciante —Conan— fue para no olvidar, con la cabellera suelta y toda su musculatura visible bajo una sucinta camisetita de algodón, parecía que un personaje de Marvel había entrado en el despacho del juez quien, en lugar de preguntarle las generales de la ley, le dijo:
—Bonito pelo.
—Sí… Me gusta cuidarlo.
—Yo es que en el juzgado lo llevo recogido (respondió el juez)
—¿Sí? (dudó Conan)
—Sí.
Y en gesto inesperado el juez soltó la goma que recogía su cabellera, movió la cabeza para que el cabello se airease y tomase volumen y quedaron los dos frente a frente con el pelo suelto.
Yo, que he visto muchas escenas de películas de Hollywood, daba por seguro que esta acabaría en beso de tornillo pero no, sorprendentemente no, el éxtasis capilar concluyó a satisfacción de ambos y el resto no tuvo mayor interés.
Bueno sí, porque, habiendo llamado a los calabozos el juez para que subieran al Luchacos, al abrir la puerta para abandonar el despacho del juez, Conan se encontró de cara con Ginés el Luchacos que llegaba custodiado por dos policías.
Yo sé que Ginés no era cobarde y por eso sé también que, el salto que pegó para protegerse tras los policías que le custodiaban cuando vio la cara de Conan frente a la suya, no fue efecto del miedo sino del instinto de supervivencia que dios ha puesto en todos los animalicos que ha creado.
Y ahora déjenme que les diga algo que quizá ya sepan: Ginés no era malo; lo malo es que le tocó vivir en un tiempo y en un barrio donde casi nadie podía ser bueno.
Algún día les contaré el resto de su historia.
PD. Todos los personajes que aparecen en este post son ficticios y no existen en la realidad. Cualquier parecido con la misma es pura coincidencia. Si crees encontrar parecidos te engañas, son puramente casuales.
«…se personó en el lugar de los hechos y recogió del suelo al Luchakos y a los restos del mantecado que aún llevaba adheridos…»
Me ha encantado el relato Don José. Se ven cosas detrás.
Me gustaLe gusta a 1 persona