Los cartageneros comen michirones del mismo modo que los católicos van a misa y, en ambos casos, el guión de la función suele ser siempre el mismo; sólo cambian, acaso, la homilia y la conversación propias de cada momento del año litúrgico.
Ese guiso de michirones (habas secas) hueso de jamón, chorizo y otros aditamentos, que una cierta clase social de mi ciudad ha convertido en seña de identidad y bandera de «lo cartagenero» tiene de malo que, llegada la canícula, no es el plato más apropiado para conllevar los calores. Sí, ya lo sé, con la fresca pueden comerse michirones. Y fabada (añadiré yo) y callos con garbanzos y olla podrida o de cerdo… Por poderse comer, en verano, puede comerse de todo, pero pareciera que al verano le sienten mejor otras comidas que los michirones guisados de la forma tradicional carthaginesa.
Es por eso que, aprovechando los sabios consejos de mi buen amigo Manuel Delgado Milan, vengo a añadir hoy un eslabón más en la cadena de recetas que deben conducirme al hallazgo del gazpacho primordial, padre y origen de toda la gazpachería mundial. Por eso, hoy, les presento el «Gazpacho de Michirones» (más correctamente «Gazpacho de habas secas») cuya preparación me encareció mi amigo Manuel.
Está cojonudo (debo decirlo) pero, además de sus notables propiedades organolépticas, lo que verdaderamente más me llama la atención de este gazpacho son, a saber:
a) Sus propiedades nutricionales
b) Su significado cultural en la historia de los gazpachos.
De sus propiedades nutricionales nos habla con todo conocimiento el catedrático Antonio Escribano, doctor en endocrinología y nutrición, quien nos aclara que esta comida, propia de segadores y trabajadores del campo, es altamente nutritiva y al tiempo fácil de digerir, es refrescante y gracias a la peculiar composición química de las habas tiene ácido fólico, vitamina B1, magnesio, zinc, sodio, potasio… Un alimento maravilloso y cuyo alto contenido en vitamina B lo hace especialmente apropiado para combatir los contagios.
De su significado cultural nos hablan sus componentes, la extracción social de las personas que lo consumen y los lugares en los que aún es un plato habitual y valorado gastronómicamente.
Sus componentes nos dicen que es un gazpacho precolombino, anterior al descubrimiento de América y por eso en su composición no entran tomates ni pimientos pero sí el pan y las habas pues estas, a diferencia de las habichuelas o alubias que sí son de origen americano, son consustanciales al agro ibérico desde la noche de los tiempos.
Fue sin duda de este tipo de gazpachos de los que nos hablaba Covarrubias cuando dijo de ellos que eran «comida de pobres y de gente grosera» pues Covarrubias, que vivió a finales del siglo XVI y principios del XVII sin duda no pudo ver la difusión generalizada del tomate como alimento.
Si muchos sostienen al ajoblanco malagueño o cordobés o a la mazamorra como ejemplos de gazpachos precolombinos, este gazpacho de habas secas (michirones) con mucha más razón podría reclamar la condición de gazpacho primado; no cabe duda de que las humildes habas secas son una vianda mucho más al alcance de los «pobres y gente grosera» que la refinada almendra cuyo precio es mucho mayor.
Gracias a gazpachos como el que hoy me estoy comiendo, generaciones de jornaleros varearon olivos y araron las tierras del señor. «Si las habas tuvieran cuernos ararían solas la tierra» me dice Manuel que, aún, se dice por Fuente Palmera y otros pueblos de ahí de la parte de Córdoba.
Y Manuel lo sabe bien porque Manuel no es que fuese cocinero antes que fraile, sino que fue jornalero antes que abogado. Ahora Manuel, como un Horacio marxista, cuida de su huerto y disfruta (dis-fruta) de lo que de él sale, fruto de la tierra y del trabajo de sus manos.
Por cierto que me dijo que cría unos muy buenos melones de talega.
Tengo que probarlos.
