Es difícil saber cómo la condición de la mujer ha podido alcanzar las indignantes cotas de desigualdad a las que ha llegado en nuestra civilización occidental y, a veces, me pregunto si esto siempre fue así o si, simplemente, fue el producto de una sociedad atada a un determinado sistema de valores. Es por eso que, mientras estudio la cultura de antiguas civilizaciones, observo, por el rabillo del ojo, qué me cuentan los datos que aprendo de las mujeres que en ellas vivieron.

Recuerdo cuánto me sorprendió comprobar que el primer legislador conocido (Urukagina de Lagash) a pesar de sus intentos de proteger a pobres y huérfanos, viera turbada la paz de su mandato porque al hombre se le ocurrió prohibir la poliandría (que las mujeres pudieran desposar a varios hombres) y esto causó un follón muy importante en Lagash. De primeras uno simpatiza con Urukagina, a fin de cuentas el hombre protegía a pobres y huérfanos de las depredaciones de los ricos, pero, como me dijo una amiga feminista: ¿Y por qué no prohibió también que los hombres se casasen con varias mujeres?

No supe qué decir, en realidad ni siquiera sé si en Lagash los hombres podían casarse con varias mujeres… Así que hube de archivar a Urukagina.

Dando vueltas por los documentos sumerios, acadios, asirios y babilónicos uno encuentra no pocos ejemplos de contratos en los que intervienen mujeres con total capacidad de obrar (algo que perdieron hasta hace muy poco) y hoy he encontrado un texto legal egipcio que nos señala algo parecido: el testamento de Naunakhte.

Naunakhte, una zagala egipcia de época ramésida a la que imagino morena y guapa, tuvo la mala suerte de ser casada a los doce años con un escriba de más de cincuenta. El escriba no debía carburar muy bien porque murió pronto sin haber dejado embarazada a Naunakhte quien, de este modo, se convirtió en su heredera y se hizo con una fortunita apañada para su tiempo.

Naturalmente Naunakhte, joven y con dinero, tardó poco en volver a casarse en segundas nupcias, fruto de las cuales dio a luz cuatro hijos y cuatro hijas.

Conservamos de Naunakhte su testamento y en él, la voz antigua de una madre de hace más de 3.000 años, nos cuenta cómo sacó a sus ocho hijos adelante y como dio a todos sus hijos e hijas casas donde vivir y enseres para equiparlas pero… Lo de siempre. Naunakhte, en el otoño de su vida, vieja y enferma, vio como algunos de sus hijos e hijas no la cuidaron cuando lo necesitaba y la anciana, en su testamento, nos lo cuenta y afirma que sus bienes irán solo a los hijos que «han puesto sus manos sobre las mías», no así a esas dos hijas y a ese hijo que, vieja y enferma, no la han cuidado.

Fuera de lo emocionante que resulta volver a leer en textos de hace tres mil años esta historia tantas veces contada, para un jurista hay unas cuanta cosas interesantes. La primera que una mujer egipcia testaba con mayor libertad que una mujer europea de hasta hace pocos años y la segunda que, por lo que se lee, no la limitaban legítimas ni tercios de mejora: su herencia, era toda de «libre disposición» y podía disponer de ella de la forma que le viniese en gana.

Claro que Naunakhte era rica y, al igual que otras mujeres que aparecen en documentos acadios o asirios gobernando sus bienes o forzando condiciones ventajosas en los divorcios, estaba protegida por su patrimonio.

Tener o no tener, that is the question.

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