Hubo una vez un hombre sabio que se jactó, con justicia, de no haberse sentado a comer jamás sin hambre ni haberse levantado nunca saciado. Y no es que su apetito fuese inagotable —que es lo que puede haber pensado cualquiera de mis sofísticos lectores— sino que practicó la moderación en el comer como hábito de vida: no comer nunca sin hambre, no comer nunca hasta saciarse.
A este hombre, que no era otro que el rey Ciro de Persia, se le tuvo por tan sabio y bueno que el mismísimo profeta Isaías le consideró «Mesias» en su libro; libro santo para judíos, cristianos y musulmanes.
Ciro dio libertad a los pueblos oprimidos, entre ellos a los judíos a quiene restituyó a su patria y les ayudó a reconstruir su templo (el Segundo Templo) y, dicen los que han traducido su «cilindro», que en él se encuentra el antecedente más remoto de la declaración universal de los derechos del hombre.
Sé que, muchos de ustedes, me tienen por un tragaldabas apoyados por las imágenes de mis habituales fotografías de comida, pero les aseguro que no o, por lo menos, no ahora. Yo, como Ciro, considero que es propio de personas sabias el ser moderados en el comer; al menos lo pienso de hace tres años para acá.
Trato de que mi comida diaria tenga lugar cuando siento hambre y trato de no levantarme saciado de la mesa, trato de alimentar el cuerpo y el intelecto y no me limito a masticar los alimentos sino también a conocerlos, trato de distinguir el hambre del puro hábito y de la maldita ansiedad y, por ello, ayuno un día a la semana 24 horas, porque me sienta bien, porque me hace conocerme y porque me enseña a distinguir el mero deseo de la pura necesidad.
Tomo fotos de lo que como, sí, pero eso es porque es imposible fotografiar lo que no como y es en esa realidad no comiente, créanme, donde encuentro las mayores satisfacciones.
Hoy toca pollo con champiñones, tengo mucha hambre y la ración me parece pequeña… Creo, pues, que hoy me voy a portar como Ciro aunque sea a la fuerza.