Pensar que todos los ministros de justicia que hemos tenido en los últimos tres lustros son unos inútiles es un pensamiento demasiado soberbio y que no puede ser sino equivocado. La naturaleza es democrática en la forma que distribuye la inteligencia y no suele ocurrir, salvo geniales excepciones, que el intelecto de un ser humano esté muy por encima o por debajo de otro y ello es así incluso en el caso de los ministros de justicia.

¿Por qué entonces existe este descontento generalizado por la gestión de, al menos, los últimos cinco ministros de justicia?

La pregunta es compleja pero, si hemos de buscar una respuesta única, esta no sería otra que la decidida voluntad de los partidos políticos de controlar la administración de justicia.

Esta voluntad de control de la administración de justicia entra en siniestra sinergia con los intereses de algunas grandes corporaciones e incluso con la de algunos grandes bufetes, pero, quizá, mejor que describirlo de forma abstracta, es ilustrarlo con un ejemplo reciente.

Hasta ahora, las restricciones de derechos que, con motivo de la pandemia, adoptaban los poderes ejecutivos, eran controladas por simples jueces. Recordarán ustedes que las decisiones de estos jueces no siempre han corrido parejas con las intenciones de los poderes ejecutivos y que, en algunos casos, estos vieron como algunos jueces frenaban la validez de sus decisiones.

El criterio de estos jueces puede ser criticable o plausible —según el pensamiento de cada cual— más, de lo que no puede dudarse, es de que el criterio de estos jueces era absolutamente independiente.

El poder, molesto con estas decisiones, ha decidido tomar cartas en el asunto y, la principal que ha tomado, es la que mejor ilustra la forma en que los ejecutivos tratan de influir en el sentido de las decisiones de los jueces: ha decidido trasladar la competencia para tomar este tipo de decisiones de los juzgados a los Tribunales Superiores de Justicia.

¿Cómo afecta esto a las decisiones judiciales?

Trataré de explicarme.

Los jueces, guste o no, son elegidos a través de un proceso donde el criterio político no tiene influencia alguna. La forma de acceso a la carrera judicial es memorizar para luego exponer una serie de contenidos, de forma que es la calidad reproductora del aspirante la que determina si este accederá o no a la carrera. Esta forma de acceso puede ser alabada, criticada, denostada e incluso satirizada, pero lo que nunca se podrá decir de ella es que está sesgada por ningún criterio político.

Por el contrario, la forma de selección de los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) no funciona igual: en su nombramiento es decisiva la intervención del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) un órgano que, como todos ustedes saben, se compone de miembros designados por los partidos polítivos tras intensas negociaciones pastelarias. Si quiere saber cuán importante es para los partidos la identidad de quienes componen este órgano tan solo piense usted en cuán intensas son las negociaciones para nombrarlos y esto le aclarará, mejor que ninguna palabra mía, lo importante que es para los partidos contar con personalidades afines en este órgano.

La diferencia, pues, entre que un asunto lo decida un juez o lo decida un TSJ es que, en el primer caso, el juez dictará la resolución que entienda procedente con arreglo a su único y exclusivo criterio. En el segundo caso no diré que la decisión sea sesgada, sólo diré que, el presidente del órgano que decide, no ha sido nombrado en virtud de un procedimiento exclusivamente basado en los principios del mérito y la capacidad, sino que ha sido sesgado por criterios que parecen mucho menos nobles.

Esta es la forma en que el poder político trata de infiltrarse y controlar la administración de justicia y este es el plan que Partido Popular y Partido Socialista diseñaron y explicitaron en el siglo XX en su libro negro de la justicia. Su idea es que, en lugar de jueces que hacen lo que les da la gana, haya «Tribunales de Instancia», cada uno con su presidente debidamente elegido, que se comporten de forma más «ordenada» a juicio del poder político, naturalmente.

Los poderes políticos no pueden controlar a 5000 jueces que han accedido a su puesto compitiendo con fundamento en los principios de mérito y capacidad y es por eso que, desde el siglo pasado, tratan de someterlos a una disciplina fundada en una jerarquía como la que les he contado que pudiera existir en los TSJ. El poder político busca establecer el momio de los tribunales de instancia no por eficacia (absolutamente nula) sino porque es la forma más eficaz de controlar a esa caterva de jueces díscolos que tienen la mala costumbre de fallar los procesos según su independiente criterio.

Para poder establecer los tribunales de instancia es fundamental reducir el número de partidos judiciales al mínimo posible aunque ello signifique alejar la administración de justicia de los ciudadanos. Esa reducción buscada por los partidos firmantes del libro negro conviene a las grandes corporaciones (dificulta el acceso de los consumidores a los juzgados), conviene a los grandes despachos (sólo necesitan 52 sucursales y no 433) pero, sobre todo a quien conviene, es a los partidos autores del actual estado de cosas.

Es por eso que el ministro Caamaño trató de reducir los partidos judiciales y es por eso que Gallardón trató de que sólo hubiese juzgados en las capitales de provincia; Catalá «especializó» los juzgados hipotecarios y los llevó a las capitales de provincia y ahora Campo vende su «oficina de justicia» en lugares como Lerma, que, curiosamente, tiene juzgado. Todo por allanar el camino de los tribunales de instancia, todo por mejor controlar la justicia.

Unos trataron de hacerlo a las bravas (Gallardón) otros poco a poco (Caamaño, Catalá), otros subrepticiamente (Campo), pero, aunque sus formas hayan sido distintas, todos los titulares de la cartera de Justicia han sido en esencia fieles creyentes de la doctrina fijada por el necronomicón judicial pactado en el siglo pasado por Partido Popular y Partido Socialista.

Por eso yo no afirmaría que todos los ministros de justicia han sido malos, inútiles o ineptos. Ciertamente y de cara al interés general su gestión ha sido nefasta pero es que no creo que el interés general haya sido su objetivo; creo más bien que su objetivo es el ánimo de controlar la administración de justicia que dio forma al libro negro de la justicia al que sirven.

Es triste decirlo pero la realidad es que no existe en España consenso alguno en relación con lo que debería ser nuestra administración de justicia, lo único que existe es una voluntad política perpetua y constante de controlarla y es eso lo que irrita a quienes, poco a poco, van tomando conciencia de ello.

5 comentarios en “El libro negro de la justicia

  1. Creo que existe una concepción tan arraigada como errónea sobre lo que es el presidente de una sala o de un órgano colegiado. Lo voy a explicar sencillo: las facultades de un presidente, p. ej., de una sala de lo contencioso para influir en el sentido de las decisiones es nula, no tiene más que su voto, que vale lo mismo que el de los demás (ni siquiera hay «voto de calidad»). De hecho hay alguna sala en la que el presidente (presidenta) queda sistemáticamente en minoría en las deliberaciones, con el consiguiente berrinche, pero sin mayores consecuencias.

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  2. En ciertos casos, el presidente puede llevar el caballo al río (convocar un pleno), pero ni él ni nadie puede hacer que el caballo beba si no quiere hacerlo. Los magistrados de una sala son tan independintes como los mitificados jueces de instancia, y todas las plazas de los TSJ, salvo el presidente, se cubren por concurso, sin discrecionalidad alguna. Nada, insisto, nada puede un presidente frente a una mayoría de magistrados en contra.

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