A finales del siglo XX muchos pensadores llegaron al convencimiento de que la guerra, en cuanto que empleo de la fuerza, era ya un ejercicio imposible a gran escala.

Las naciones habían vivido casi medio siglo al borde del holocausto nuclear y era evidente para todos que las más poderosas armas nucleares nunca podrían ser usadas. La humanidad había llegado a tal punto en el desarrollo armamentístico que, las armas más potentes de que disponía, ya no sólo eran capaces de acabar con el enemigo sino que, también, eran un arma letal contra la propia nación que las usase. Con esas armas se podía aniquilar al enemigo, sí, pero quien las usase no sobreviviría para contarlo. Las potencias nucleares, a la vista de ello, establecieron una doctrina a la que llamaron Mutually Assured Destruction «MAD» (loco, destrucción mutua asegurada) y esa doctrina del terror nuclear fue la que durante décadas pareció asegurar la supervivencia de nuestra especie.

Por aquellos años el pensamiento estratégico de los militares comenzó a apartarse del mero
uso indiscriminado de la fuerza y se centró más en entender qué eran esos conceptos a los que se llamaba victoria y derrota.

Las guerras de Vietnam y Afghanistán fueron dolorosas enseñanzas para las dos grandes potencias del momento de que las guerras no se ganan solo por el uso de la fuerza, sino por factores que, por entonces, se conocían como guerra psicológica y que hoy denominamos de forma muy diferente.

El caso de la derrota norteamericana en Vietnam fue clave para entender el cambio de doctrina estratégica que tuvo lugar en aquellos años.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial, Vietnam era una colonia francesa que luchaba por obtener su independencia lo que originó la llamada Primera Guerra de Indochina (1946-1954), en la que las tropas coloniales francesas se enfrentaron al movimiento de liberación conocido como el Viet Minh, liderado por los comunistas de la Indochina francesa.

Después de que los franceses abandonaran Indochina tras la humillante derrota de Dien Bien Phú en 1954, en la Conferencia de Ginebra se decidió la separación de Vietnam en dos estados soberanos (Vietnam del Norte y Vietnam del Sur) y la celebración de un referéndum un año después, donde los vietnamitas decidirían su reunificación o su separación definitiva.

El referéndum jamás se llevó a cabo: los dirigentes del Sur optaron por dar un golpe de estado y no celebrarlo para evitar que ganara la reunificación. Por este motivo Vietnam del Norte comenzó las infiltraciones de soldados en apoyo de las guerrillas procomunistas de Vietnam del Sur (el Vietcong) con el objetivo de reunificar la nación.

Estados Unidos, en virtud de la Doctrina Truman y lo que se llamó la Teoría de las fichas del dominó, a partir de 1964 comenzó a enviar tropas a Vietnam del Sur para evitar su conquista por el norte comunista, dando lo que se conocería como la Guerra de Vietnam.

La tremenda capacidad militar de los Estados Unidos se dejó sentir pero las guerrillas del Vietcong y el Ejército de Vietnam del Norte, apoyados por China y la URSS, se defendieron con tenacidad causando no pocas bajas al ejército de los Estados Unidos.

El clímax de esta guerra se alcanzó en 1968 con la denominada «Ofensiva del Tet». La planificación de la ofensiva fue meticulosa y la ejecución bien realizada,pero los resultados militares resultaron desastrosos para los comunistas.

Las bajas norvietnamitas superaron las 100.000 mientras que los estadounidenses apenas si sufrieron 4.000, pero esto fue suficiente para que, desde ese ese momento, la guerra quedase irremisiblemente perdida para los Estados Unidos.

A pesar de que Estados Unidos había vencido convincentemente las imágenes de los guerrilleros del Vietcong atacando la Embajada Norteamericana en Saigón causaron honda impresión en la opinión pública estadounidense y, los 4.000 soldados norteamericanos muertos, fueron una cifra imposible de digerir en aquellas circunstancias.

Fotografía de Eddie Adams. El general de Brigada sudvietnamita Nguyen Ngoc Loan disparando a un prisionero del Viet Cong: Nguyen Van Lem. Image copyright | AP / BRISCOE CENTRE FOR AMERICAN HISTORY

Imágenes impactantes como la del fotoperiodista Eddie Adams en donde se ve al General de Brigada Sudvietnamita Nguyen Ngoc Loan disparando a un prisionero del Viet Cong produjo un impacto sólo comparable al de la niña Phan Thị Kim Phúc corriendo desnuda tras un ataque norteamericano con napalm.

El movimiento hippie, declaradamente pacifista, se extendía en esa década por norteamerica; las acciones públicas de figuras famosas como Cassius Clay (desde entonces conocido como Muhammed Alí) negándose a ser reclutado («Ningún Vietcong me ha llamado nunca negro», dijo) también ayudaron a crear un fuerte sentimiento contra aquella guerra en la sociedad estadounidense.

Por si algo faltaba, en 1969, las manifestaciones de protesta se multiplicaron cuando se hicieron públicos los sucesos acaecidos un año antes en el pueblecito de My Lai donde, soldados del ejército norteamericano,  a lo largo de cuatro horas, violaron a las mujeres y las niñas, mataron el ganado y prendieron fuego a las casas hasta dejar el poblado arrasado por completo.

Para terminar, reunieron a los supervivientes en una acequia y abrieron fuego contra ellos hasta matar a todos los habitantes de la zona (es decir, ancianos, mujeres y niños). Por «defectos» en la investigación aún hoy día no se sabe la cifra exacta de asesinatos, pero se estima que la cifra debió estar entre 347 y 504.

Tras esto era cuestión de tiempo que los norteamericanos retiraran sus tropas, primero, y vieran como Saigón caía en manos comunistas después.

La Guerra de Vietnam, pues, no se ganó en los arrozales del Delta del Mekong ni en la ruta Ho Chi Minh, sino en la voluntad del pueblo estadounidense que, por diversas razones, decidió que no quería pelear aquella guerra.

La victoria, pues, solo parcialmente se había conseguido en el campo de batalla mediante el uso de la fuerza, una parte fundamental de la victoria fue conseguir que el pueblo norteamericano desease no pelear aquella guerra.

Por eso, a finales del siglo XX, muchos pensadores llegaron al convencimiento de que la guerra, en cuanto que empleo de la fuerza, era ya un ejercicio muy poco útil.

Por eso, también, en los años siguientes, gracias al uso estratégico de los medios de comunicación, comenzaron a cambiar las formas de hacer la guerra, cambio que devino en revolución con el advenimiento de internet y la aparición de la sociedad hiperconectada.

La revolución de la información hizo así que se redefiniesen conceptos como victoria o derrota y que apareciesen nuevas armas y formas de combate.

Si vencer era imponer la voluntad propia al adversario ya no era necesario doblegarla a través de la fuerza o la amenaza, bastaba con hacer que dicha voluntad mutase a través de la persuasión, el error, el miedo, la confusión o cualquier otro elemento susceptible de hacer mutar la voluntad de los adversarios en el sentido deseado.

A principios del siglo XXI tal doctrina era ya indiscutible y la inversión en armas informacionales aumentó exponencialmente; incluso muchos militares denunciaron la inutilidad de seguir invirtiendo dinero en portaaviones y otros tipos de carísimas armas de destrucción material.

Las guerras informacionales estaban servidas.

En la actualidad Rusia, China y otras naciones invierten ingentes cantidades de dinero en un arsenal tan útil que, sin disparar un sólo tiro, puede permitirles colocar de presidente de los Estados Unidos a quién ellos deseen y no digamos lo que pueden hacer en países con menos capacidad tecnológica.

De cómo se libran estas guerras y de sus doctrinas militares, estratégicas y tácticas hablaremos otro día.

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