Buenas tardes.
Creo que, siendo el objeto central de mi ponencia de hoy el comentario de una Sentencia del Tribunal Constitucional recaída en un proceso en el que yo fui letrado recurrente, seguramente les interesará conocer —además de mis reflexiones sobre el contenido de la sentencia y, sobre todo, del voto particular de su ponente— el resto de circunstancias del caso de forma que, si me lo permiten, comenzaré esta historia desde el principio y les contaré cuanto sé de ella a fin de que puedan conocer su trasfondo.
Mi primer recuerdo de este asunto es el de ver entrar en mi despacho a un hombre y a su asesor fiscal visiblemente alterados. El hombre, un varón que rebasaba los 60, vestía ropa de faena y tenía todas las trazas de ser un hombre sencillo y sin mucha formación.
El caso era que, debido a una llamada —creo recordar que de la Administración Tributaria— el hombre de aspecto humilde había sido advertido de la existencia de un gravoso embargo sobre su panadería, dimanante de un proceso por despido seguido ante el Juzgado de lo Social 1 de Cartagena. El hombre, panadero de profesión, resulta que tenía una panadería, una pequeña sociedad limitada, de la que había despedido hacía un tiempo a uno de sus pocos empleados y ahora, al cabo de los meses, se había enterado de que ese hombre le había puesto un procedimiento por despido del que él no había tenido la menor noticia, que el juicio se había celebrado en su ausencia y que había sido condenado. Sólo ahora que estaban embargando los bienes de la sociedad que regentaba la panadería el hombre había tenido noticia de todas estas cosas.
Antes de venir a mi despacho el hombre había ido al Juzgado de lo Social a preguntar cómo era posible que se hubiese celebrado un juicio sin que él se enterase y allí le respondieron que él había sido citado en su domicilio electrónico, tal y como la ley permitía, y que el sistema informático del juzgado indicaba que la notificación se le había depositado correctamente en su buzón y que la misma había sido retirada en determinada fecha. Que todo era legal y que no había nada que hacer.
Al llegar a mi despacho el hombre de aspecto humilde juraba que él no sabía qué era eso del «domicilio electrónico», que desconocía por completo su funcionamiento y que, por supuesto, él no había retirado nada de su buzón ni de ningún otro sitio.
Yo le creí incluso sin juramentos, su mera apariencia indicaba que aquel hombre, muy probablemente, era un artista en todo lo relativo al amasado y horneado de pan pero que, en lo relativo a las comunicaciones electrónicas, era un total y absoluto ignorante digital.
Yo ya tenía conocimiento de que tal forma de proceder por parte de los juzgados de los social y algunos mercantiles era frecuente en esa época (año 2018) e incluso recuerdo a algún abogado experto en derecho laboral comentando en público la feria en que se habían convertido los juzgados de lo Social: el uso intensivo de las citaciones en domicilios electrónicos estaba provocando un alto número de condenas en rebeldía.
Como no soy laboralista el tema no me interesó demasiado pero, ahora que tenía ante mí este hombre y su problema, caí en la cuenta de que este tema me ofrecía una magnífica posibilidad de pelear por una causa que hace tiempo venía persiguiendo. Para saber exactamente cuál es esta causa, verdadero leit motiv de mi recurso de amparo, no me queda más remedio que contarles antes una historia ocurrida en los juzgados y tribunales norteamericanos: el caso Toyota Camry. Permítanme que lo haga.
A finales de la primera década de este siglo, en torno al año 2008, la empresa Toyota comenzó a recibir numerosas quejas en su división de Estados Unidos. Muchos conductores se quejaban de que, en ocasiones, el modelo Camry comenzaba a acelerar de forma imprevisible y sin que su conductor pudiese hacer nada para evitarlo. Pronto se produjeron las primeras víctimas e incluso el conductor de uno de aquellos Toyota fue condenado tras ser declarado culpable de un accidente.
Al principio nadie creyó a quienes decían que el coche había acelerado por sí solo, de hecho se encargó un estudio a la NASA que certificó que el coche funcionaba perfectamente y ello, junto con numerosas investigaciones e interrogatorio de afectados hizo que Toyota diese el caso por jurídicamente cerrado.
Sin embargo, entre finales de 2009 y principios de 2010 Toyota había comenzado a llamar a los propietarios del modelo Camry para solucionar algunos aspectos. Toyota pensó que las alfombrillas podían interferir en el correcto funcionamiento del acelerador y atascarlo de forma que probó a cambiarlas e incluso a serruchar el pedal del acelerador pensando que podía haber un problema en la barra… pero sin éxito. Los casos de conductores que afirmaban que su Toyota había acelerado espontáneamente continuaron y los accidentes… también. Para enero de 2010 Toyota había llamado a revisión unos 7,5 millones de vehículos a causa de los problemas con el acelerador.
Sin embargo el 24 de octubre de 2013 la suerte se acabó para Toyota cuando un jurado falló contra ella y la declaró culpable de la aceleración espontánea de sus vehículos. La prueba decisiva la ofreció Michael Barr, un ingeniero de software que examinó el código que gobernaba el funcionamiento del acelerador electrónico de los Camry y declaró que el mismo era «una basura» y que estaba lleno de malas prácticas.
Michael Barr, naturalmente, sólo pudo alcanzar esta conclusión cuando logró examinar el código fuente que gobernaba el acelerador electrónico y esa es precisamente la piedra angular del debate. ¿Cómo podemos saber que un sistema gobernado por un software, sea un acelerador o sea un sistema de gestión judicial, funciona correctamente si no conocemos su código fuente? ¿Cómo podemos saber qué está haciendo exactamente un determinado sistema si no podemos acceder al código que lo gobierna?
Quizá algunos de ustedes desconozcan a lo que me refiero cuando he hablado de código fuente o más adelante les hable de software de fuente abierta. Para quienes lo desconozcan lo explicaré brevemente, los demás discúlpenme, les prometo que no me extenderé en esto.
Un programa informático o programa de computadora es una secuencia de instrucciones, escritas para realizar una tarea específica en una computadora; a menudo, esta secuencia de instrucciones es comparada con una receta de cocina y no es mala comparación. Una receta de cocina no es más que una secuencia de instrucciones que le indican a usted de qué alimentos proveerse, cómo prepararlos, cómo trocearlos, cómo procesarlos (ya sea friendo, asando, cociendo, guisando o estofando) e incluso cómo servirlos.
Un «producto alimenticio de fuente abierta» nos permitirá conocer los componentes que lo integran, si lleva conservantes o colorantes, las calorías que tiene, su composición en términos de proteinas, grasas e hidratos de carbono… etc. Un «producto alimenticio de código propietario» o de «código cerrado» simplemente no nos diría nada de esto y habríamos de comerlo desconociendo sus efectos sobre nuestro organismo y confiando exclusivamente en la buena fe del fabricante.
Es evidente que ninguno de ustedes alimentaría a sus hijos con alimentos de código propietario (además de que es ilegal) y que, si le dan a elegir entre una sustencia de color cacao que usted no sabe de qué está hecha y otra que pone «leche, cacao, avellanas y azúcar», usted elegirá esta segunda y no la primera pues se expone, simplemente, a envenear a su hijo. Nadie en su sano juicio consume productos que no sabe de qué están hechos… Bueno, salvo en el mundo de la informática donde el uso de programas que no sabemos cómo funcionan, cuya receta ignoramos, es generalizado y, las mismas personas que considerarían una aberración alimentar a sus hijos con sustancias quya composición desconocen, usan sin remordimiento alguno programas que pueden comprometer no sólo su seguridad sino la de todos sus conciudadanos. Uno de esos programas que no sabemos lo que hace ni como funciona es LexNet, otro es el inocente Word, otro es Minerva y así hasta completar la totalidad de los programas de software que gobiernan el funcionamiento de la administración de justicia española. Algunos de esos programas son de fabricación nacional, otros no, pero en todos o en casi todos existe la certeza de que existen puertas traseras y en muchos de ellos la convicción de que, como el acelerador del Toyota Camry, el software que los gobierna es pura basura.
Ya, ya sé que muchos de ustedes se preguntarám ¿Y por qué querría nadie espiar a un Juez o controlar su trabajo? ¿No es todo esto algo un tanto paranoico?
Bien, déjenme que les responda con un ejemplo muy de actualidad ahora que el tema de la extradición de Julián Assange vuelve a ocupar su lugar en los medios de comunicación.
Cuando las filtraciones de Wiki-Leaks cobraron actualidad tuve la curiosidad de investigar sí, entre la Embajada de Estados Unidos en Madrid y Washington, se habían cruzado correos relativos a mi región: la Región de Murcia. Para mi sorpresa descubrí que sí, todos eran relativos a mi ciudad, Cartagena, y, en tanto que la mayoría de ellos contenían las esperables informaciones relativas a los almirantes que mandan la flota surta en Cartagena otro de ellos me sorprendió desagradablemente: la información que contenía se refería al auto de sobreseimiento dictado por el juez del Juzgado de Instrucción número 4 de Cartagena en las Diligencias Previas/Procedimiento Abreviado número 665 /2007.
Si tenían ustedes dudas en relación a si la actividad de nuestros juzgados interesa a alguien ya tienen una respuesta: al menos en Washington sí tienen interés.
Cuando el hombre no controla el software es el software el que controla al hombre y es por eso que nunca he logrado entender cómo los sucesivos Gobiernos de España han entregado insensatamente toda nuestra administración de justicia al control de manos absolutamente ajenas a ella.
Los sucesivos gobiernos y los partidos políticos podrán decir misa cantada, yo no les creo y, por eso, porque creo que es bueno para mi país y para mis conciudadanos, trato de que el software que gobierna nuestra administración de justicia sea controlado por quien debe tener el poder para ello (el Poder Judicial) y que todo ese cúmulo de poderes espúrios, interesados y contrarios al interés general aparten sus, muy a menudo sucias, manos de él.
Y ahora que ya saben qué causa me movía volvamos al caso de mi humilde panadero.
En este caso concurren dos circunstancias que llamaron mi atención. La primera, común a todos los casos en que los demandados recibieron la primera citación por vía electrónica, la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva por no haber citado al demandado en la forma que ordena la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC).
La segunda, mucho más interesante para mí, la posibilidad de hallar una vía para poder examinar el software que controla el funcionamiento del acelerador del Toyota Camry; quiero decir, el software que gobierna el funcionamiento de los sistemas de gestión procesal y comunicación de la Administración de Justicia Española. No les engaño si les digo que fue esta posibilidad la que me llevó a aceptar un caso que, muy probablemente, hubiese rechazado en otras circunstancias.
Vayamos por partes y liquidemos en primer lugar el tema menos estimulante aunque probablemente de mayor trascendencia práctica: el de la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva por infracción de normas esenciales del procedimiento a la hora de llevar a cabo la primera citación del demandado.
Aunque muchos juzgados y tribunales se han empecinado contumazmente en llevar a cabo la primera citación en los procedimientos en la dirección electrónica de las empresas tal práctica no es más que una vulneración de las normas que regulan la forma de efectuarse la primera citación en la LEC. Esta, en el artículo 155 números 1 y 2, establece con claridad meridiana que el primer emplazamiento ha de realizarse en el domicilio del demandado y todas las reflexiones y retorcimientos legales realizados por los juzgados y tribunales que se empeñaban en realizarlo en domicilios electrónicos no parecen sino un intento de ganar eficiencia y comodidad procesal a costa de los derechos fundamentales de las partes.
Por si ello fuera poco el artículo 273.4 LEC abona con toda claridad la interpretación correcta de que la primera citación ha de hacerse en el domicilio del demandado por lo que las citaciones llevadas a cabo por juzgados y tribunales sin atenerse a lo establecido en tales preceptos eran carne de nulidad.
Así dicho parece sencillo pero, en el momento de redactar mi recurso, no había ni una sola resolución del Tribunal Constitucional que respaldase esta tesis y, teniendo en cuenta los poquísimos recursos que son admitidos a trámite por el Tribunal, no les ocultaré que mi confianza en que este superase dicho filtro era poca. Eso sí, como no hay mal que por bien no venga, la inexistencia de jurisprudencia constitucional sobre este tema me garantizaba que podría justificar de forma bastante sencilla la trascendencia constitucional del asunto.
El segundo aspecto del recurso, el que de verdad me motivaba, es de naturaleza algo más compleja y tiene que ver con el conocimiento extraprocesal que pueda tener el interesado de determinados actos procesales. Veámoslo.
Como todos ustedes saben el conocimiento extraprocesal de, por ejemplo, la existencia del proceso, no convalida los actos realizados en su seno con infracción de las normas procesales pero sí que afecta a la posible vulneración de la tutela judicial efectiva de la parte que, con conocimiento extraprocesal, decide mantenerse al margen del proceso por su propia voluntad.
En el caso presente había un dato perturbador que no me esforcé demasiado por aclarar: el Juzgado de lo Social afirmaba que la notificación «había sido retirada» por mi cliente en oscuras circunstancias.
Así las cosas, si mi cliente conoció la existencia del proceso siquiera fuese fuera de plazo, yo no podría alegar vulneración de la tutela judicial efectiva de forma que, lo que hice, fue creer a mi cliente y negar que el mismo hubiese retirado ninguna notificación; en suma, sostuve que el acelerador del Toyota Camry del Juzgado de lo Social 1 de Cartagena había acelerado sin que nadie lo pisase.
Lo interesante del asunto es que, para probar que el acelerador había fallado, yo no tenía otra opción que solicitar la práctica de una prueba pericial sobre el software que lo gobierna y eso suponía abrir el código del software de la administración de justicia lo cual podía tener dos efectos mágicos: el primero y trivial demostrar que el software utilizado puede ser «una basura» como en el caso del acelerador del Toyota; la segunda y más importante establecer que, por definición, el software a emplear en nuestra administración de justicia debe ser de código abierto pues lo contrario supone dejar en indefensión a la ciudadanía.
Con estos dos motivos de nulidad en mente planteé el correspondiente incidente de nulidad y, tal y como suponía, el juzgado de lo social me despachó de forma sumaria: al suplico no ha lugar y al otrosí otro no; es decir, el juzgado resolvió que la primera citación estaba bien hecha (para eso la había hecho él) y a mi solicitud de prueba pericial respondió con el tan habitual como molesto «no ha lugar» sin mayores razonamientos.
Así las cosas, tras un infructuoso escrito de aclaración y complemento pidiendo al menos un razonamiento del «no ha lugar», quedó abierta para mí la vía del amparo.
Uno no siempre puede dedicar a las cosas el tiempo que merecen y este asunto no fue la excepción pero mal que bien pude confeccionar el recurso de amparo que, si tienen paciencia y ganas, pueden consultar en este enlace.
El recurso se articulaba en torno a tres motivos: el primero la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva por no haberse citado a mi mandante conforme establecen las leyes procesales; el segundo por vulneración de mi derecho a la prueba al no habérseme permitido acreditar que el sistema había fallado y, el tercero, una especie de mix (siempre hay que dar tres argumentos) en el que me quejaba de que, asumir como prueba los propios outputs del sistema suponía dotarles de fuerza de presunción iuris et de iure, lo que repugnaba a cualquier lógica.
No me extenderé en esto, los argumentos que vertí, mejor o peor expresados, están en el recurso de amparo.
Para mi sorpresa el recurso fue admitido y les engañaría si les ocultase que, alguna que otra vez, soñé con la posibilidad de que el tribunal se percatase de la profundidad del recurso en cuanto al aspecto probatorio porque, si así lo hacía, mi cliente y yo habríamos hecho bingo.
Cuando el Ministerio Fiscal se adhirió a mi recurso respiré aliviado y cuando el Abogado del Estado se opuso al mismo lo encajé como encajan estas cosas los abogados, con naturalidad y así nos fuimos acercando al momento de dictar sentencia.
Poco antes de dictarse mi sentencia comenzaron a resolverse bastantes recursos similares al mío; era obvio que no era yo solo quien estaba denunciando ante el Tribunal Constitucional la vulneración de la tutela judicial efectiva por no llevar a cabo personalmente el primer emplazamiento y eso me tranquilizó por una parte aunque, por otra me preocupó, yo no quería ganar este asunto por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva sino por vulneración del derecho a la prueba. Bueno, seamos sinceros, yo quería ganar fuese como fuese pero, puestos a pedir yo quería ganar en defensa no solo de mi cliente sino también de mi causa.
Cuando llegó la sentencia yo estaba en Córdoba en pleno Congreso de la Abogacía Independiente, mi secretaria me dijo que habíamos ganado pero no tuve tiempo de leer la sentencia, sólo sé que me alegré y se me subió el entusiasmo a la cabeza, pero era tal el cúmulo de emociones que estaba viviendo en Córdoba que pronto me olvidé de la sentencia para atender con intensidad a lo que estaba ocurriendo en el edificio del Rectorado de la Universidad de Córdoba.
Ya de vuelta en Cartagena pude leer la sentencia y según la iba leyendo me di cuenta de que iban a estimar mi recurso pero por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva de mi mandante y así fue: el fallo me daba la razón en ese punto y no ahondaba en más. Una alegría para mi cliente.
Sin embargo la sentencia aún me deparaba una sorpresa pues el ponente de la misma había decidido emitir un voto particular en el que, discrepando del parecer del resto de sus colegas, estimaba que sí, que yo también tenía razón en mi segundo motivo de recurso y que era este el que había que haber estimado y no el primero. El ponente, con su voto particular, me servía en bandeja la argumentación para un futuro caso y me dejaba en la recámara una bala que puede ser disparada en cualquier momento.
Quizá sea una falsa impresión pero mi apreciación es que el Tribunal prefirió quitarse de encima el asunto estimándolo por la vía fácil antes que abrir un camino de libertad y racionalidad de consecuencias profundísimas.
Creo que el ponente entendió el asunto y creo, aunque puedo estar equivocado, que al Tribunal se le encogió la mano. Sin embargo la vía está abierta, el camino puede volver a ser transitado hasta llegar de nuevo a destino y las oportunidades que tendrán muchos abogados de hacerlo se multiplicarán exponencialemente en el futuro. Me alegra haber ganado este recurso pero, créanme, mucho más me alegra saber que la batalla puede continuar y ser ganada.
Y creo que no tengo nada más que exponerles al respecto, lo esencial ya está dicho. Muchas gracias por su atención.
Estimado José, su articulo me ha emocionado en lo técnico, pues es mi profesión, pero también en aspectos legales, que sinceramente me quedan más lejos, y me devuelven la esperanza en su profesión, muchas veces más perdida en hacer lo justo en lugar de hacer justicia. Me alegro sinceramente de la resolución, pero me temo que abrir el melón de lexnet y compañía va a costar más de un intento. Un saludo de desde Madrid.
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Estimado compañero:
Me devuelves un poquito la fe en la justicia.
Enhorabuena por tu buen hacer, que me anima a seguir luchando por lo que es de justicia, aunque esta, en muchas ocasiones, no lo entienda así.
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