Suelo parar en esta taberna cuando vengo a Madrid, fundamentalmente porque ofrece un servicio que no suelen ofrecer las demás: una abundante planta de enchufes muy cercanos a las mesas (a veces bajo ellas) donde cargar las baterías de los dispositivos electrónicos que acarreo en mis viajes. Los viajes en tren de Cartagena a Madrid duran demasiado y mi uso de los dispositivos electrónicos es intensivo; por eso, cuando llego a Atocha, pongo rumbo inmediatamente a esta casa de comidas (o bar de tapas y raciones) en demanda de un enchufe donde recargar.

Hoy, de vuelta de Salamanca, he decidido comer aquí y he verificado el menú del día que ofrecía la casa. Les cuento mis impresiones.

La primera ha sido el precio (12€) que, comparado con el de mi casa de comidas de cabecera en Cartagena (10€), me ha parecido un poquito caro pero, considerando que esto es Madrid, no lo he juzgado abusivo.

Tras esta primera impresión he analizado el menú ofrecido a ese precio y he llegado a la conclusión de que era caótico y no obedecía a más criterio que la necesidad momentánea del dueño del local.

De primero se ofrecía paella de marisco, sopa de marisco y ensalada.

De segundo anunciaban pollo al ajillo y churrasco.

La bebida y el café/postre (a elegir) iban incluidos en el menú.

Nuevamente he comparado el menú con el de mi casa de comidas de cabecera en Cartagena y la competición no ha tenido color. En mi casa de comidas me ofrecen siempre un guiso de primero, pescado o carne de segundo y la ensalada viene siempre de añadidura y no como uno de los dos platos del menú. Pero bueno, es Madrid y es lo que hay, he pensado, además, me queda un 15% de batería en el teléfono… Es imperativo recargar.

Nada más sentarme un amabilísimo (y culto) camarero marroquí me ha preguntado qué deseaba beber y le he dicho que vino con gaseosa o sifón, si lo hubiere. Con rapidez agarena el discípulo del profeta ha puesto sobre mi mesa un vino originario de Toledo que atendía por el nombre «Me molas un porrón» y una gaseosa de las sospechosas habituales. Antes de añadirle agua litinada de ninguna especie he decidido probar el vino toledano y, tal y como suponía, ha resultado ser un vino honesto, lleno de testosterona y pletórico de virilidad, alérgico a la industria corchotaponera y sólo apto para hombres con una densidad pilosa en el pecho similar a la de King-Kong.

Sstisfecho con mi cata lo he mezclado con una dosis generosa de gaseosa y ahí ha sido cuando ha desarrollado el caldo toledano todas sus potencialidades: pa con gasesosa, hay que reconocerlo, estaba cojonudo.

Nada que objetar a la ensalada, no sólo venía con tres porciones de huevo duro sino que, además, estaba ilustrada con un espárrago y abundante repuesto de atún. Un tomate pequeño troceado la animaba y el aceite que la acompañaba era aceptable incluso para un aborigen de Andújar.

El pollo al ajillo ya era otra historia. Hermano del que se ofrecía por raciones en la barra estaba debidamente recalentado y acompañado de patatas fritas recién sacadas de la freidora, un contraste frío/caliente nada recomendable como experimento de nouvelle cuissine salvo superior criterio.

Las patatas, susceptibles de causar quemaduras de segundo grado en el comensal, han sido debidamente apartadas a la espera de una próxima glaciación y me he zampado el pollo al ajillo que, debo decirlo, incluso recalentado estaba cojonudo.

Ahora estoy esperado a ver qué me ofrecen de postre aunque mi juicio crítico está ya elaborado: en Cartagena es mejor y más barato.

Eso sí, en mi casa de comidas de Cartagena no puedo cargar el móvil y aquí, a coste cero, lo tengo ya casi al 99%.

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