Escribe John Stuart Mill en «Sobre la libertad»:
La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría más feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. […] La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
A pesar de que el razonamiento anterior aparenta ser evidente por sí mismo y parece constituir un eficaz límite a la irrefrenable voluntad de los gobiernos para controlar nuestras vidas, sin embargo, tropezamos diariamente con injerencias de los gobiernos en muchos aspectos de nuestras vidas. Ese principio de libertad que enunció John Stuart Mill parece estar en la crisis más absoluta.
En nuestros días, aunque un albañil desee trabajar en un andamio sin arnés de seguridad, porque le molesta y no quiere usarlo, la ley obliga al empresario a imponerle su uso incluso contra su voluntad, imposición que, si bien atenta contra la más elemental concepción de libertad, creo que todos estamos de acuerdo en calificar como sensata. Si usted desea bañarse en la playa cuando hay bandera roja no podrá hacerlo en la medida que un agente de la autoridad le descubra: usted no puede arriesgar su vida aunque le venga en gana. De nada le servirá decir que su vida es suya y que usted se la juega como quiere, el policía no se lo permitirá y le protegerá a usted de usted mismo. Si decide usted correr un encierro en San Fermín y un policía estima que no está usted en las condiciones físicas precisas le impedirá correr y le expulsará de la carrera. ¿Para cuando podrá la policía protegerme de mis gustos alimenticios e impedirme comer bocadillos de chopped-pork porque el pan es bollería industrial y el chopped colesterol malo?. Boxeo, motociclismo, automovilismo, alpinismo, comida basura, McDonalds, Burguer King… son actividades que «por nuestro bien» podría prohibir el estado. Ya lo hace con algunas plantas —cannabis— aunque lo permita con otras —tabaco—. ¿Hasta dónde llega la capacidad del gobierno de inmiscuirse en nuestras vidas y decidir por nosotros lo que podemos y no podemos hacer? ¿Hasta dónde puede el estado protegernos de nosotros mismos y tratarnos como menores de edad?
Esta pregunta ha ocupado a muchos pensadores y políticos y ha dado lugar a un término —paternalismo— con el que se designa a estos regímenes o a estas políticas caracterizadas por inmiscuirse en las decisiones de los ciudadanos con la idea de protegerlos de sus propias decisiones equivocadas.
La pregunta es ¿quién nos asegura que quienes toman esas decisiones en los gobiernos están mejor informados o tienen una mayor garantía de acierto que nosotros mismos? ¿Hasta dónde esa política de decidir por sus ciudadanos no esconde una forma de dictadura?. Tenemos ejemplos de gobernantes lo suficientemente necios como para tomar sistemáticamente las decisiones equivocadas y lo suficientemente corrompidos como para tomar decisiones que sólo les favorecen a ellos con el subterfugio de que es «por nuestro bien».
Yo, por mi parte, no sé dónde se encuentra el límite óptimo entre libertad y paternalismo aunque tengo para mí que la clave se encuentra en la información. No sé si el estado debe decidir por mí —creo que no, ya he conocido a demasiados majaderos con mando en plaza— lo que sí sé es que el estado debería garantizar que yo tuviese a mi alcance toda la información necesaria para tomar una decisión adecuada.
Si la doctora me prohibe la glucosa el gobierno no debe prohibirme el pan, pero sí debería cuidar de que yo supiese cuánta glucosa contienen los alimentos que se venden en los comercios, de forma que yo pueda decidir con acierto; yo debería poder saber si el aceite con que se ha elaborado un determinado producto es aceite de palma o no y que este hecho no se camufle bajo equívocas etiquetas como «aceites vegetales». No se debería permitir que se informe que la margarina es «saludable» porque le han añadido artificialmente calcio cuando es una grasa «trans» perniciosa para el organismo. Lo decisivo es que los ciudadanos dispongan de la máxima información disponible para tomar decisiones y sólo en casos excepcionales y bien fundamentados limitar su autonomía de decisión. Para eso la transparencia y el libre flujo de información son esenciales.
En la vida real, por desgracia, pasa justo lo contrario de lo que debería, unos ciudadanos sin más ni menos formación que otros ciudadanos, por ejemplo, toman decisiones por todos, ocultando de paso los debates y elementos de juicio que han tenido en cuenta. Tales prácticas no merecen siquiera el calificativo de paternalismo sino de sociedad secreta, pues tal forma de proceder es más propia de una sociedad secreta que de un órgano democrático.
En todo caso el debate sigue abierto: ¿hasta dónde puede restringirse la libertad del individuo incluso en el caso de que se haga pretendidamente por su bien?