De oficio abogado

Hace una semana los abogados celebramos el día de la justicia gratuita y lo hicimos bajo un eslógan, supongo que seleccionado por alguna agencia de publicidad de entre los muchos hashtag usados en tuíter, que rezaba: «De oficio abogado».

Ustedes me perdonarán que haya dicho que el eslógan «rezaba», pero es que ese «oficio» al que hace referencia, aunque sus redactores quizá no lo sepan, anda más cerca de los oficios religiosos que de los oficios manuales y, para el propósito de este post, el rezo me viene al pelo.

Porque con la palabra oficio (officium) no se designaba en latín ningún tipo de trabajo sino que con ella se hacía referencia a un deber moral para con el resto de los ciudadanos, un deber que se ejercía con liberalidad (gratuitamente) y de buena fe. Similar en su naturaleza a los servicios religiosos (que todavía se llaman oficios) los servicios jurídicos se prestaban ex officio a impulsos de ese deber cívico y sin salario alguno a cambio. Cobrar salario (merces) era para los juristas algo tan reprobable (mercennaria vox) como vender los sacramentos para los sacerdotes (delito de simonía).

Ocurre, sin embargo, que los juristas tenían y tienen la deplorable costumbre de comer y que malamente se pueden cumplir los deberes cívicos cuando las piernas no te sostienen, de ahí que, ese difícil equilibrio entre las obligaciones morales y las necesidades vitales de los abogados, no haya estado nunca solucionado del todo en nuestra profesión.

La vieja virtud romana llevó al tribuno de la plebe Cincio Alimento (el nombrecito del tribuno tiene su guasa) a someter a plebiscito en el 204 a.C. una ley que prohibía a los abogados cobrar por sus oficios y así promulgó una lex muneralis que convirtió a la abogacía en la profesión liberal que ahora es. Porque «liberal» viene tanto de libre como de liberalidad; es decir, que los ingresos del abogado provenían en exclusiva de las «liberalidades» (las donaciones) que el cliente satisfecho le hacía en «honor» a sus servicios. Por eso los abogados llamamos a nuestros ingresos «honorarios» y por eso nos decimos profesionales liberales. Y así quedó la profesión en aquel año 204 a.C., llena de gloria y virtud pero famélica y ayuna de numerario. El pago de estos abogados, como constató Cicerón, consistía apenas en tres cosas, todas ellas muy virtuosas pero poco nutritivas: La admiración de los oyentes, la esperanza de los necesitados y el agradecimiento de los favorecidos.

No todos los gobernantes romanos estuvieron tan exclusivamente atentos a la virtud pues Alejandro Severo, hombre sin duda piadoso y práctico a la vez, acordó asignar víveres a los abogados, fijándolos siglo y medio más tarde Ulpino Marisciano en 15 modii de harina por todo asunto in urgenti que finendo sit.

Hoy todavía a los letrados que se ocupan de la justicia gratuita se les llama abogados «de oficio» y —si han tenido la paciencia de llegar leyendo hasta aquí— entenderán que el nombre les cuadra a la perfección.

Profesionales liberales que reciben del estado (cuando lo reciben) un ingreso tan pequeño que más que «honorario» es «vejatorio»; abogados de los que nadie podrá decir que prestan su servicio por dinero sino por el impulso aún vivo de aquella virtud romana que los jurisprudentes dieron en llamar «oficio»; juristas cuya hambre mantiene la libertad de sus conciudadanos.

Yo he visto embargar sus mínimos ingresos, les he visto preguntar casi con vergüenza si el estado había ingresado su miserable retribución, les he visto murmurar entre dientes que un día lo dejarán…

Pero les he visto también cobijar en su casa a clientes sin dinero, trabajar durante años a cambio de unos euros miserables y les he visto ir de derrota en derrota por todas las instancias hasta pasear por Estrasburgo su victoria, su hambre y el derecho de su defendido desahuciado. Porque son de oficio abogados, como rezaba el eslógan.

Por eso, cuando oigo hablar a los «grandes» despachos de marketing, de planes de negocio, de beneficios, de seniors y de juniors, pienso en esos abogados, mis abogados, a los que de verdad quiero y admiro, esos que nunca podrán exhibir sus cuentas de resultados pero sobre cuya hambre descansa —como dijo Cicerón— la esperanza de los necesitados.

Quieren acabar con ellos, lo sé; sé que prefieren un asalariado (una mercennaria vox) a un profesional libre, pero sé también que la vieja virtud sigue aquí entre nosotros y que mientras queden abogados de oficio la esperanza tiene quien la defienda. Va por vosotros.

Vale.

(Éste artículo se publicó por primera vez en otro blog en julio de 2013)

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