Cuando escribo sobre los aspectos innatamente altruistas y morales del hombre y de los primates superiores, mi amigo Miguel, bastante menos optimista que yo respecto a las bondades de la naturaleza humana, suele recordarme la existencia de la guerra como contraejemplo demostrativo de la maldad evidente del homo llamado sapiens. Suelo objetarle que la guerra no es sólo ejemplo de maldad y escenario de atrocidades, sino que en ella se encuentran también perfectamente ilustradas algunas de las mayores virtudes del ser humano: Heroísmo, abnegación, sacrificio, camaradería… ejemplos supremos, suelo decirle, de altruismo y generosidad. Claro es que tal argumento no me convence ni a mí pues ¿cómo pueden esas acciones borrar el horror que causan las carnicerías provocadas por las guerras?
Resulta chocante como, todo ese altruismo y voluntad de servicio que ponemos a disposición de «los nuestros» (nosotros) se convierte en salvaje instinto homicida cuando hablamos de «los otros» (ellos).
Basta con señalar a un grupo como distinto de nosotros, incluso usando los criterios más estúpidamente pueriles, para obtener el caldo de cultivo en que hacer crecer la violencia. Los políticos saben esto y lo usan eficazmente para azuzar reivindicaciones de todo tipo. Aquel capaz de establecer el criterio que determine quienes somos «nosotros» y quienes son «ellos» acabará mandándonos contra «ellos» tarde o temprano. Como reflexionaba Estanislao en mi anterior post «Homo homini lupus» cuando Plauto escribió esa frase en la «asinaria» no dijo estrictamente que el hombre fuese un lobo para el hombre, sino un lobo sólo para aquellos hombres que le eran desconocidos; es decir, era un lobo para «ellos» para los integrantes de la maldita tercera persona del plural.
La guerra ha sido una actividad común a todos los grupos humanos desde la noche de los tiempos. Es bien conocida la crueldad de algunas especies de simios (singularmente los chimpancés) para con sus congéneres, y no parece sino que la guerra hubiese acompañado al homo sapiens desde sus primeros estadios evolutivos, de tal forma que estuviese escrita en su ADN. Hoy he tenido ocasión de leer un trabajo publicado por la Universidad de Oxford que ilustra sobre la crueldad de que es capaz el ser humano incluso en los estadios más primitivos de civilización. Algunos de los datos que ofrece, por sorprendentes, merecen un capítulo aparte
pero, de momento, los dejo aquí anotados por si mi dispersa curiosidad me hiciera olvidarme de ellos.
En 1996 el Doctor Lawrence H. Keeley publicó un libro titulado «War Before Civilization» (Oxford University Press, 1996, 245 páginas) que le llevaron a poner en tela de juicio una serie de tópicos sobre la guerra generalmente admitidos por nuestros contemporáneos:
Mito 1: La guerra moderna es más mortal para los combatientes que la guerra primitiva debido a la tecnología. En realidad, dice Keeley, los numerosos enfrentamientos cuerpo a cuerpo que caracterizan a la guerra primitiva, producen un número de víctimas de hasta el 60%, en comparación con el 1% que, afirma, es típico en la guerra moderna. A pesar de la eficacia innegable de las armas modernas y de las carnicerías que provocan, la evidencia demuestra que la guerra primitiva es en promedio 20 veces más mortal que las guerras del siglo XX, ya se calculen como un porcentaje del total de muertes debidas a la guerra o como el número de muertes promedio por año a partir de la guerra como un porcentaje de la población total.
Mito 2: Las guerras primitivas eran poco frecuentes. En realidad, dice Keeley, incluso entre los supuestamente pacíficos indios de América del Norte, sólo el 13% no participó en las guerras con sus vecinos al menos una vez al año. Se trata del mismo porcentaje que tienen los más belicosos de los estados modernos. El Estado moderno medio está en guerra, en cambio, sólo un año de cada cinco.
Mito 3: La guerra se introdujo en las sociedades primitivas, originalmente pacíficas, por los colonizadores occidentales. Esta visión se asocia con estudiosos como Brian Ferguson y otros que argumentaban,de forma inverosímil, que la guerra era desconocida por los pueblos primitivos hasta que entraron en contacto con Occidente. Keeley muestra de manera convincente que nada podría estar más lejos de la verdad.
Mito 4: Las guerras primitivas se llevaban a cabo de manera irregular, amateur, usando tácticas ineficaces, y terminaban por lo general después de un puñado de bajas. Este punto de vista, dice Keeley, comenzó con las ideas de etnógrafos tales como Quincy Wright y Harry Turney, que crearon el tópico de la guerra primitiva benigna y casi amateur, indisciplinada y no particularmente sangrienta. En general, por el contrario, las tácticas utilizadas en estas guerras, fueron brutalmente eficientes, y debido a la precaria situación sobre todo alimenticia de los combatientes, estas guerras condujeron a menudo a la aniquilación de tribus enteras.
Mito 5: La moderna estrategia militar es más efectiva que las estrategias guerrilleras empleadas por las sociedades primitivas. En realidad, Keeley afirma que el mayor éxito de las campañas militares occidentales ha sido en gran parte debido a sus mayores recursos, no debido a las ventajas tácticas.
El gráfico contenido en la imagen ilustra sobre el porcentaje de varones muertos en función de su pertenencia a determinados grupos tribales, étnicos o políticos y merece una seria reflexión y hasta su recomprobación regular. La verdad, uno no desearía ser un varón Jivaro. (pinche en la imagen para ampliar)
¿No sería interesante preguntarnos dónde se están llevando a cabo las guerras modernas? Si nos hacemos esta pregunta, tal vez podríamos ver un poco más claro el origen de algunos estos «mitos». Claro que, al hilo de las tentativas de respuesta que obtuviésemos, quizá algunos organismos internacionales y muchas superpotencias no podrían salir del sonrojo…como mínimo.
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